El jale había sido bueno. Buenos los dividendos. Ameritaba un pachangón. Y eso hizo, pero no terminó ese día ni el otro.
Ahí en la colonia era apreciado. Todos sabían que era narco. Todos lo querían: era una persona apacible, chaparro, moreno claro, citadino, sin estridencias ni escándalos en la cuadra.
Saludador y empalagoso. Pero no se metía con nadie. Al contrario, ayudaba a los de enseguida igual que a los de enfrente. Los niños coincidían con él en la calle y era para que empezaran juntos a patear la pelota o jugar béis.
Pero incluso era igual en sus pedas. No había en su conducta o de su gente actos de prepotencia o agandalle. Tampoco amenazas. Era uno más en el barrio, con la diferencia de que tenía mucha lana. Y poder.
En sus pachangonas no pasaba nada. Excepto que se emborrachaba, llegaba la banda y no se sabía a qué hora iba a terminar. La música podía continuar y los vecinos unirse al festejo. No pasaba de ahí.
Esa vez empezó temprano. Mandó comprar comida. Pidió como siempre la banda. Carpas, sillas, mesas y mucha cerveza. Esto tenemos que festejarlo. Y es que todo le había salido bien: mucho dinero, ninguna baja y todos contentos.
El primer día fue explosivamente reventado. Nada tenía fin y el rastro de la cerveza y la comida era una madeja interminable.
El segundo día fue de cansancio. La banda se fue porque sus integrantes ya no podían soplar. Y como si fuera una carrera de relevos le entregó el turno a otra para las próximas 36 horas.
Y el tercero fue de hartazgo. La comida, exquisita y en cantidades industriales, parecía un castigo divino. Los tomadores empezaron a menguar su carrera desenfrenada. Y los meseros habían desertado felices y extasiados, con paga y propina.
Solo quedaban el festejado y dos o tres de sus integrantes de su séquito. Seguían ahí, a media calle, bajo la carpa del centro y entre las sillas y mesas vacías. Solos ellos y la banda.
Los vecinos ya no podían. No habían dormido en dos días y ya iban por el tercero. Salían en las mañanas con las ojeras sombreándolo todo. Malhumorados, rumbo al trabajo, la escuela.
Entre ellos estaba el albañil. Dos noches irreconciliables con Morfeo y con el pípila de ese arduo trabajo encima de su nuca, encorvándole la existencia. Ya no puedo. No duermo ni me rinde en la chamba. Le confesó a su mujer, desesperado.
Este cabrón es muy buena onda. Pero ya va a cumplir tres días con su fiesta y nosotros en este infierno. Es buena onda y todo, sí. Pero ya estuvo bueno. Esa noche, la tercera, se acercó al vecino zigzagueando entre las mesas.
Estaba echado en esa silla, junto a uno de sus acompañantes. Traía una mirada torva y los ojos puestos en otro lugar. Una mueca que parecía sonrisa. Y una fiesta de doscientos cartones y quién sabe cuánto por la nariz y las venas.
Vecino ya estuvo bueno. Tengo dos noches sin descansar y no quiero que llegue la tercera. Por qué no le para y nos deja descansar. Digo, de favor. En buena onda.
El festejado lo vio como quien mira a un espectro y no le hace caso. Arrugó la cara. Quiero descansar, amigo. Écheme la mano: quiero descansar.
¿Quieres descansar?, le dijo, con voz espesa y la mirada enferma. Pues descansa: sacó la pistola y le jaló dos veces. Cuando vio la sangre y al albañil tirado se le quitó la peda. Le pidió perdón a la viuda y le dejó mucho dinero.
El vecino se fue de ahí para no volver. Con el dinero la vecina pagó la casa. Y también el funeral de su marido.
Artículo publicado el 23 de junio de 2024 en la edición 1117 del semanario Ríodoce.
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