Los
invitaron a una reunión y ellos asintieron con desánimo. Bueno, ahí nos vemos.
Estaban en Bogotá: no querían trabajar, sino conocer, pasear, ver morritas,
pistear y echarse uno que otro pasón. Habían ido a caminar al centro y luego
fueron al miradero. Las tardes de la capital colombiana son lluviosas y frescas
y ellos, prófugos de los cuarenta y cinco grados de calor culichi, andaban
ligeros de ropa.
Llegaron
puntuales porque querían retirarse temprano. Era una casa grande, una mansión:
blanca, de dos pisos, con tejas y un patio de parque de diversiones, alberca,
una fuente y unos quioscos en los que se juntaban para platicar y hacer la
fiesta. Cinco vehículos de lujo en la cochera, chimenea y un ejército de
empleados.
Pásenle.
Qué más. Eran las dos palabras con la que acostumbran saludar los bogotanos. La
otra que más repiten es tranquilo: extraño vocablo en una región castigada por
la violencia entre los cárteles y el gobierno, y la generada por la guerrilla.
Tranquilo, tranquilo. Expresiones de pacificación en tiempos de beligerancia
sin decibeles. Y así las cosas se resolvían o calmaban.
Entraron
y un ejército de camareros se les echó encima. Querían quitarles el saco y el
paraguas, conducirlos hasta el saloncito abierto en el que se realizaría el
encuentro, darles las buenas tardes, ofrecerles en charola ron o champaña,
llevarlos hasta una silla, darles algún aperitivo. Solo un poco de ron, no más
para no extrañar el tequila.
Ellos
en chanclas y camisetas. Sudados, uno de ellos con cachucha y el otro
despeinado. Ambos en chor, mostrando las piernas peludas y las uñas cortas y
alcanzadas por esa ciudad de llanto tenue, de bruma matinal que se queda todo
el día. Se sentaron, casi acostaron, en la silla. Frente a ellos el anfitrión,
con ropa formal. Estaba contento de tenerlos ahí y se los dijo. Pidió al
personal que trajeran tequila para sus amigos mexicanos.
Uno
a uno fueron llegando los otros. Un par de gringos de guachinton: altos, fríos,
imponentes. Tres de Cali y de otras regiones. Todos ellos en traje o de
esmoquin. Todos ellos con ropa oscura. Todos ellos con zapatos lustradísimos
hasta la centella. Todos ellos peinados, pelo corto, erguidos como columnas de
monasterios. Serios, muy serios, al principio. Platicaron nimiedades y luego
quisieron hablar de negocios.
Antes
quiero presentarlos. El anfitrión habló de los gringos, luego de los de Cali y
sus alrededores y al final presentó a los mexicanos, que habían viajado desde
Culiacán, Sinaloa. Cuando dijo eso los otros se levantaron como resortes. Casi
gritaron De Culiacán. Mis respetos. Socios, amigos. Qué bárbaro, qué buen
trabajo hacen. Y entonces se sintieron en confianza y empezaron a negociar.
Columna
publicada el 8 de diciembre de 2019 en la edición 880 del semanario Ríodoce.
(MALAYERBA/ JAVIER VALDEZ/ DICIEMBRE 10, 2019, 8:27
AM)