Policía
condecorado, de carrera. Era destacado y así se había mantenido cuando fue a
cursos al extranjero. Hasta un reconocimiento se trajo por su desempeño. Por
eso lo ascendieron a comandante y lo nombraron jefe de una base de la policía
que estaba lejos de la ciudad capital.
Le
ordenaron párteles la madre. Tenía luz verde para entrar a domicilios, detener
sin orden de aprehensión, irrumpir sin permiso de un juez donde le pareciera.
Por sospechas, porque le daba la gana, porque esa apariencia de malandrín lo
ameritaba, no más por que sí. Y zas tumbaba las puertas, reventaba candados y
luego decía era una casa de seguridad, por eso nos metimos a revisar.
Inventaba
que había drogas. Y como no la había, la sembraba. Sobredosis especial de saña
cuando se trataba de gente pobre: indefensos, ignorantes, solos, en el
abandono, con sus vidas miserables y en medio de un cuarteado páramo. A esos
los golpeaba al antojo. Cada que podía tomaba dinero, joyas, teléfonos
celulares. Napalm del hurto en tierra de nadie.
Pero
algunos empezaron a quejarse. Las inconformidades llegaban a oficinas de
organismos de derechos humanos, luego a la policía. Se hicieron denuncias
públicas. También llegaron papeles de estas quejas a manos del procurador. La
gota para que aquello empezara a derramarse fue cuando él acudió a la ciudad
más cercana y se topó con varios que iban en motocicletas. Le echó el ojo a una
de ellas. Prendió la torreta, pitó. Hizo señas para que se detuvieran.
Es
una revisión de rutina, les dijo. Sonrió con picardía, como si tuviera un
diente de oro qué presumir. Esta me la llevo, anunció. Era una jarlei negra,
con adornos dorados y rojos como ornamentaciones. Poderosa, de mofle
malhumorado, grande como dragón. También me quedo con el casco. Por qué, le
preguntó el dueño. Porque me gusta.
Se
interpuso una queja y luego una denuncia. El comandante insistía en que era una
belleza ese monstruo de dos ruedas. Y lo limpiaba y trataba como si fuera una
diosa de acera. Hasta compró solventes para borrar la serie del motor y labrar
otro. El jefe de la policía se hartó porque llegaban las quejas y no dejaban de
llegar. Otra vez con tus pendejadas, cabrón. Agarra la onda. Mira nada más el
desmadre que traes. A ver cómo resuelves esto. Poco le importó.
Lo
buscaron, le insistieron que la regresara, que la moto tenía dueño. Háganle
como quieran. Esta cabrona es mía: la lustraba, tallaba y tallaba el serial, y
repetía me gusta para montarla. Las víctimas de sus abusos seguían quejándose.
Las denuncias por robo, asaltos, tortura, detenciones arbitrarias, se agolpaban
en archiveros y escritorios. Hasta esa vez que le cerraron el paso, lo bajaron
de la camioneta en que iba con unos amigos y le dispararon. Hasta aquí dejaste
de chingar, le gritaban.
Columna publicada el 17 de noviembre de
2019 en la edición 877 del semanario Ríodoce.
(MALAYERBA/ JAVIER VALDEZ/ NOVIEMBRE 19,
2019, 7:43 AM)
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