Traslado
de los restos encontrados en San Fernando, Tamaulipas. Foto: Benjamín Flores
La
PGR les ha escamoteado información relevante a familiares de las 193 personas
desenterradas en abril de 2011 de las fosas de San Fernando, Tamaulipas.
Características físicas y odontológicas, descripciones de tatuajes y
fotografías de pertenencias y de ropa, no han sido reveladas, lo cual hubiera
puesto fin a la agonía de la incertidumbre de muchos padres. Además la
Procuraduría cometió errores en el registro de los cadáveres y traspapeló
expedientes, revela una investigación que, con el apoyo de la Fundación Ford,
presentan Proceso, la División de Estudios Internacionales y la Maestría en
Periodismo y Asuntos Públicos del CIDE.
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Hace cuatro años y un mes Javier desapareció sin dejar rastro.
Iba camino a Estados Unidos. Pero su madre, Ana, aún cree que el tercero de sus
cuatro hijos vive. Si no fuera así, afirma, su fantasma ya se le hubiera
aparecido, lo hubiera sentido sobre su regazo esperando que ella repitiera ese
ritual amoroso de rascarle los granitos de la espalda.
“Le
he pedido tanto a Dios y a la Virgen que si me lo quitó, le dé licencia para
que me avise que ya no vive y se me siente en las piernas”, dice Ana desde la
abarrotería que atiende en Purungueo, su pueblo, uno de varios del municipio de
Tiquicheo de Nicolás Romero, Michoacán, donde siete familias aguardan el
regreso de sus hijos desaparecidos.
El
suyo tenía 22 años el 28 de marzo de 2011, cuando abordó en Morelia, con dos
compañeros de su comunidad, un camión de Ómnibus de México rumbo a la frontera.
Era tiempo de migrar, pues el temporal de la sandía en Tiquicheo nunca ha
bastado para retener a los jóvenes de ese poblado, quienes sueñan con hacerse
de un patrimonio. En el camino se iba mensajeando con un hermano que lo
esperaba en Estados Unidos.
En
la madrugada los viajeros se toparon con un grupo de zetas que tenía instalado
un retén en la carretera, a la altura de San Fernando, Tamaulipas. Los
obligaron a bajarse del camión por ser michoacanos. El celular de Javier
enmudeció. Del trío de amigos no volvió a saberse nada. Una semana después las
autoridades comenzaron a hallar en ese municipio fosas de las que extrajeron
193 cadáveres. La mayoría eran varones jóvenes procedentes del centro del país,
entre ellos el tiquichense Vicente Piedra García, quien viajaba con el hijo de
Ana.
Ella
dice que se está volviendo loca, que ya le perdió gusto a la vida. Junto con su
esposo y una comadre ha viajado dos veces a Morelia, donde se dejan “sacar
sangre, salivas y greñas” por personal de la Procuraduría General de la
República (PGR) para ver si su ADN, contrastado con el de los cuerpos, arroja
novedades. La primera muestra se la sacaron al mes de la tragedia; la última en
noviembre de 2014. En esos trámites se encontraron con decenas de familias de
Michoacán que penan por parientes también desaparecidos en carreteras
tamaulipecas.
“¿Cómo
iba vestido su hijo?”, le preguntan en cada entrevista. Ella responde de
memoria: “Llevaba una playerita pegadita, delgadita, como grisecita, de algodón
y un pantalón de mezclilla de color bajito, calcetines blancos, una cachucha y
una mochilita con un cambio de ropa. Siempre llevaba cinturón sencillo,
delgadito, con hebilla sencillita. Su pelo muy bajito. Usaba puro bóxer abajo;
no tenía trusas, puro bóxer”.
Así
lo dijo por teléfono la primera vez que accedió a contar su historia para esta
investigación. Tenía la voz de una anciana y parecía tímida. En persona es una
mujer desenvuelta y llena de fuerza.
Durante
la entrevista, realizada en su casa –construida alrededor de un patio con dos
perros bravos y una parte adaptada como bodega–, tendió sobre una cama la ropa
de Javier, que guarda en un buró, para ayudar a la reportera a imaginar cómo
era su hijo desaparecido. Ahí tendidos estaban los bóxers con figuras que él
compraba a 10 pesos en los tianguis y también los pantalones largos de marca y
las camisas modernas que le enviaban sus hermanos de Estados Unidos. Ana
observa y llora desconsolada al zarandear los recuerdos.
“MI HIJO ESTÁ VIVO”
Javier
medía aproximadamente 1.70 metros, como su papá. “Estaba zanconcillo (alto),
flaco”. Fumaba a escondidas. Usaba un anillo y un collar en forma de herradura,
pero dejó las joyas en casa. Llevaba un acta de nacimiento en su cartera. Era
serio, sonreía poco. En cinco fotografías de él que Ana conserva de una fiesta
de quince años aparece de refilón, siempre con la boca cerrada. La PGR y los
periodistas que la han entrevistado se quedaron con los pocos retratos donde
aparecía solo.
“Sus
dientes estaban como atravesadillos, no los tenía parejos: así”, dice la madre
al tiempo que abre la boca para mostrar la dentadura rebelde que le heredó a su
hijo.
Ana
ha esperado durante cinco años la llamada de Javier o, algo peor, la de la
licenciada Verónica Salazar, la encargada de desapariciones dentro de la
Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada
(SEIDO), quien podría darle la noticia que no quiere recibir: el hallazgo del
cuerpo de su muchacho.
Por
lo pronto, Ana desconoce que la PGR le ha negado datos claves: entre los 193
cuerpos extraídos de las fosas de San Fernando en abril de 2011 había uno –el
cadáver número 10 de la fosa 4– que en el bolsillo del pantalón de mezclilla
llevaba un encendedor y una CURP procedente de Michoacán con el nombre completo
de Javier y su fecha de nacimiento.
(Fragmento
del reportaje que se publica en Proceso 2025, ya en circulación)
(PROCESO/
REPORTAJE ESPECIAL/ MARCELA TURATI/ 22 DE AGOSTO DE 2015)
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