El
sábado pasado por la noche, en el poblado de Xaliatianguis, donde vivía, en el
municipio de Acapulco, Miguel Ángel Jiménez Blanco fue asesinado dentro del
taxi que trabajaba para darle de comer a su familia. El crimen, producto de una
emboscada, ha sido reportado con una mayor intensidad en la prensa del mundo
que en la mexicana, donde es uno más de los personajes del paisaje nacional que
son asesinados. Pero Jiménez Blanco no era un ciudadano común. Fue uno de los
fundadores de las policías comunitarias en Guerrero y, razón de su relevancia
en los medios internacionales, uno de quienes con más esmero buscaba fosas
clandestinas en el estado, donde parece haber muchos cementerios ilegales. Su
muerte, aunque sorpresiva, no fue inesperada. Las amenazas de muerte en su
contra ya formaban una estadística.
El
asesinato de Jiménez Blanco es uno de los ejemplos de un estado donde la vida
no vale nada y las autoridades están totalmente rebasadas. Los criminales
gobiernan en Guerrero, con instituciones sometidas a ellos. Decirlo es un
pleonasmo, pero no hay nada peor que insistir y reiterar, que el olvido.
Jiménez Blanco, promotor de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de
Guerrero (UPOEG), había solicitado protección a los gobiernos estatal y
federal, pero como muchos otros, no le hicieron caso. No fue casual. Como le
dijo a un corresponsal de The Washington Post en diciembre, cuando lo condujo
por las fosas clandestinas en Iguala, “todas las autoridades (participan en esta
actividad criminal)”.
Guerrero
es el estado donde más se cruzan todas las variables sociales, políticas,
económicas. Indignante en su marginación, permanente en su conflicto. Por
lustros fue gobernado irresponsablemente y abandonado a la suerte de los poderosos,
sin importar en qué lado de la ley se encontraran. Jiménez Blanco es uno de los
subproductos de la vergüenza nacional que se llama Guerrero. La prensa
internacional lo ha identificado como uno de los civiles que encabezó la
búsqueda de los 43 normalistas de Ayotzinapa secuestrados por policías de
Iguala y Cocula y entregados a criminales, convirtiéndolo en el primer símbolo
de un cazador de criminales que es asesinado por criminales.
Jiménez
Blanco, uno de los fundadores de las policías comunitarias, jefe de la de su
poblado, Xaliatianguis, vivía en plena jungla, a la mitad entre grupos armados
en conflicto, donde las líneas entre la legalidad y la criminalidad son tan
tenues que muchas veces se cruzan. En esa comunidad rivalizaba con Salvador Alanís,
uno de los jefes del Frente Unido por la Seguridad y el Desarrollo del Estado
de Guerrero (FUSDEG), señalado en la prensa como una organización penetrada por
el narcotráfico. El propio Jiménez Blanco afirmaba que los criminales se habían
disfrazado de policías comunitarias para seguir operando.
Ese
frente es una de las hipótesis más sólidas sobre el asesinato de Jiménez
Blanco. La otra es la descomposición de la propia UPOEG, donde, presuntamente,
conflictos internos entre sus dirigencias fueron la razón del crimen. Las
autoridades podrán llegar a una verdad jurídica, pero no explicará la verdad
política ni la histórica. Las dos organizaciones tienen tantas ramificaciones
con organizaciones políticas y sociales, grupos criminales y guerrillas, que es
imposible tener claridad sobre cuáles son los resortes que las manejan. Lo más
probable es que su comportamiento sea casuístico y coyuntural, volátil y
explosivo. Es como la historia de Guerrero, que en los últimos años ha sufrido
un deterioro general ante los ojos de todos.
Sólo
en materia delictiva, el Sistema Nacional de Seguridad Pública reportó que
mientras que el promedio de homicidios dolosos en el país bajó 1% en el primer
semestre de 2015, en relación con 2014, en Guerrero subió 21 por ciento. Guerrero
aportaba el 8.6% de los asesinatos a nivel nacional, pero ahora genera el
10.5%, que es tres veces más que el 3.5% de la población guerrerense en el
conjunto nacional. Si la situación era mala cuando sucedió el crimen de los
normalistas de Ayotzinapa, ahora es peor. ¿Cómo es posible que eso suceda? ¿No
se suponía que después de esa masacre de jóvenes estudiantes, el Estado se
volcaría a mejorar el estado de cosas en la entidad?
“La
de Miguel era una muerte anunciada”, le dijo a la prensa Julia Alonso Carbajal,
miembro de Ciencia Forense Ciudadana, un proyecto dirigido por familiares de
personas desaparecidas, durante el funeral de Jiménez Blanco. “Días antes que
lo asesinaran, nos comentó de las amenazas de muerte que recibía de la Fusdeg y
de los criminales que había detenido la policía ciudadana. Es el mundo al
revés. Los criminales estaban ofendidos que Miguel Ángel anduviera caminando
por la calle. Les parecía una ofensa”.
El
mundo al revés en Guerrero sólo se explica por la impunidad. Quien aceleró la
descomposición en el estado y permitió que gobiernos locales se convirtieran en
el corazón del crimen organizado, fueron el gobernador con licencia Ángel
Heladio Aguirre, a quien el Gobierno federal y el PRD sostuvieron para tratar
de salvarle la vida política cuando el crimen de los normalistas de Ayotzinapa,
y su sustituto, Rogelio Ortega. Nada ha pasado con ellos. Culpables o
responsables es lo mismo. Están blindados y no deberán rendir cuentas a nadie
por la putrefacción a la que llevaron el estado. Miguel Ángel Jiménez Blanco,
en ese sentido, sí es una estadística más de la violencia mexicana.
(ZOCALO/
COLUMNA “ESTRICTAMENTE PERSONAL” DE RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 24 DE4 AGOSTO 2015)
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