Durante
más de un cuarto de siglo, Miguel Basáñez ha estado profundamente involucrado
en el estudio de la cultura y los valores. Desde 1990 forma parte del grupo que
realiza estudios culturales en más de 100 países cada cinco años, para
determinar conductas y cambios de comportamiento.
Hace
un par de meses estuvo en México y fue a visitar a sus amigos mexiquenses, con
quienes creció políticamente. Uno de ellos, el presidente Enrique Peña Nieto, a
quien hacía tiempo le había platicado el trabajo que realizaba para fortalecer
a la sociedad civil mexicana en Estados Unidos. Esa reunión no fue como tantas
otras en el pasado. Peña Nieto tenía nuevas propuestas para él.
Al
poco tiempo de ese encuentro, el Presidente habló con el secretario de
Relaciones Exteriores, José Antonio Meade, sobre quién sustituiría a Eduardo
Medina Mora en la Embajada de México en Washington.
El
secretario de Economía, Ildefonso Guajardo, se había apresurado a decir que no
contaran con él hasta antes de que se lo propusieran.
El
secretario de Hacienda, Luis Videgaray, impulsó a su compadre Gerónimo
Gutiérrez, director del Banco de Desarrollo Norteamericano –hijo del Tratado de
Libre Comercio–, pero los anticuerpos en la Cancillería y en el PRI por el
panismo superlativo del funcionario, lo descarrilaron rápidamente. El director
de Pemex, Emilio Lozoya, que era una de las propuestas en el escritorio de
Aurelio Nuño, jefe de la Oficina de la Presidencia, tampoco quería.
Meade
llevaba una larga lista de candidatos potenciales. Mujeres del Servicio
Exterior, como Sandra Fuentes-Beráin, aunque su viejo estilo diplomático
generaba muchas tensiones en la Cancillería. Martha Bárcenas, eficiente
embajadora en Turquía, se autopropuso, pero no estaba en la lista de Meade.
Miguel
Ruiz-Cabañas, eficiente embajador en Japón y mejor en Italia, a quien el
Presidente ve con buenos ojos, figuraba en la relación. También Carlos Sada, el
cónsul de México en Los Ángeles, que sin ser del Servicio Exterior, podría
jugar, por su experiencia, como parte del mismo. Y Vanessa Rubio, la
subsecretaria para América Latina.
El
Presidente no había mostrado mucho interés para que a Washington fuera, como
representante de México, el gobierno y suyo, alguien del Servicio Exterior o
salido de la Cancillería. De acuerdo con personas que conocen el proceso, el
Presidente ya se había formado una idea sobre quién podría ir la embajada. El
nombre de Miguel Basáñez no figuraba en ninguna de las listas que se formularon
en el Gobierno y se mantuvo con enorme hermetismo durante semanas. Basáñez, que
dirige el Programa de Investigación Especial y Proyectos Educacionales de la
Escuela Fletcher, una de las instituciones más distinguidas en la formación de
internacionalistas en Estados Unidos, dentro de la Universidad Tufts, no sabía
que tras su plática con Peña Nieto se había colocado inesperadamente en el
radar presidencial para Washington.
Cuando
estuvo en México hace dos meses, hablaba con cuidado de la situación del país,
confiado en que las cosas comenzarían a alinearse.
Entre
las ideas que había traído se encontraba la posibilidad de volver a tejer
puntos de encuentro entre opiniones diversas y antagónicas que pudieran aportar
ideas para el debate público.
No
es algo que no estuviera en su forma de ser. En los 90, cuando se había
retirado de la política práctica activa, tras la derrota de Alfredo del Mazo
González ante Carlos Salinas por la candidatura presidencial del PRI en 1997,
Basáñez era un convencido de que el sistema político tenía que abrirse mediante
el diálogo y la negociación.
Pionero
en las encuestas electorales en México, animó junto con los politólogos
Federico Reyes Heroles –hoy uno de los principales expertos en transparencia
del país– y Sergio Aguayo, la fundación de la revista Este País, en donde el
análisis y los estudios de opinión eran su materia prima.
En
1994, cuando se veía en el proceso electoral manchado por el asesinato de Luis
Donaldo Colosio, un “choque de trenes”, como lo definió el escritor Carlos
Fuentes, se integró al Grupo San Ángel, inspirado en el Consejo Ejecutivo
Transicional de Sudáfrica, que sirviera, en caso de crisis política, como un
instrumento que ayudara a la gobernabilidad.
Varios
miembros de ese grupo evolucionaron dentro de la política activa, como sus
principales promotores, Jorge Castañeda y Demetrio Sodi, y de ahí salió un
presidente, Vicente Fox.
No
fue necesario como instrumento en 1994, pero sí un ejercicio importante y un
recurso alterno ante el temor de quiebre institucional. Basáñez no fue de
quienes lo utilizaron de plataforma política, sino que continuó su trabajo en
estudios de opinión y culturales.
Previo
a las elecciones de 2000, participó indirectamente en una encuesta que le pidió
hacer Fox a la organización Democracy Watch que se dedica a vigilar la
rendición de cuentas de gobiernos y empresas, ante el temor que tenía de una
nueva caída del sistema en la elección presidencial de ese año, que le impidiera
–porque estaba seguro de su triunfo– asumir la Presidencia.
Fox
fue presidente y Basáñez colaboró tangencialmente con su gobierno, mientras
establecía una doble residencia entre la Ciudad de México y la Zona
Metropolitana de Boston, en uno de cuyos condados, Somerville, se encuentra
Tufts.
(ZOCALO/
COLUMNA “ESTRICTAMENTE PERSONAL” DE RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 24 DE AGOSTO 2015)
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