En
el foro de televisión, durante la transmisión en vivo de su programa, algo
saltó de su saco beige. Los camarógrafos sintieron que la lengua se les hizo
nudo, los del estaf parecían estar haciendo gárgaras con polvo y los del
público ni cuenta se dieron: era una pequeña bolsa blanca, de plástico, que
contenía una pequeña dosis de cocaína.
Alguien
dio la orden. Corten. Lo bueno fue que el piso también era blanco y la bolsa
quedó camuflada. Pero los del equipo, los de producción, los que estaban ahí y
lo conocían, se percataron, espantados, y enmudecieron. Inmediatamente metieron
comerciales y jalaron al conductor del exitoso programa a las oficinas de los
jefes.
Hubo
gritos, luego un silencio espeso, luego nada. El conductor, con esa voz diáfana
y simpatía de domingo, con el reitin en un puño y la caja registradora de
billetes en sus ojos de centella, en ese rostro de astronauta bonachón, salió
airoso, retomó el programa y todo volvió a la normalidad.
En
los pasillos, los baños, entre cortes comerciales, en las fiestas y en algunas
reuniones de trabajo, era pública su adicción a doña blanca. Sacaba la bolsa y
con estilo aspiraba por esas ventosas. Un pasón, dos. Otro más. Y animaba las
conversaciones, divertía a todos, era el centro y mantenía, ya sin programa ni
foro ni público, los reflectores en su mirada clara, en su frente amplia y esa
sonrisa de dólar.
En
los cumpleaños, su generosidad era su carta de presentación. Pero lo era más en
las navidades: relojes de lujo para todos, paquetes pequeños con alguna joya,
regalos caros y agradecimientos sinceros, hondos, extendidos, para todos los de
su equipo. Para unos pocos, muy cercanos y a quienes les tenía cierto cariño y
con quienes había desarrollado una densa complicidad, bolsitas adicionales con
polvito.
Todos
contentos: a su paso le gritaban, lo saludaba, le hablaban, lo abrazaban, le
ponían alfombras de pétalos de rosas rojas e iba dejando una estela
transparente de sus perfumes, de la adoración en que lo envolvían, y del
cariño, la admiración, que muchos, todos le expresaban. Lindo, simpático,
guapetón, rico, famoso, divertido y desprendido. Era su blindaje, su nido
estelar, su reitin dentro de la televisora y fuera de ella, en la pantalla,
ante el público, también. Su carisma iba dejando huella en su andar, de polvo
sin corte y de fama pura.
Esa
mañana salió a la misma hora, con algunos de su equipo. Hora de desayunar.
Mismo ritual. Lo esperaron en el restaurante y le pegaron varios balazos cuando
estaba sentado: cuatro disparos certeros, en cara y cabeza, para que no hubiera
más destellos ni derroche de simpatía ni sonrisas de comercial televisivo.
En
los pasillos de su trabajo decían. Qué mala onda, mataron al jefe. Mataron al
capo.
(RIODOCE/
columna “Malayerba” de Javier Valdez/ 23 agosto, 2015)
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