En dos meses ha
habido una explosión de emociones. Se aprecia en las calles y en las redes
sociales, en el comportamiento cotidiano de los mexicanos y en los patrones de
conducta que han ido escalando su beligerancia. Hay una molestia profunda,
combinada con frustración, amargura y de muchas formas, rencor. Las clases
medias están incendiadas, los ilustrados despliegan una retórica de odio, el
grito se enfoca en el presidente Enrique Peña Nieto, que es acusado –sin razón
alguna– de asesinar a 43 normalistas de Ayotzinapa, y le exigen cuentas o, como
reivindicación ante la nación, que renuncie. El grito “¡Fuera Peña!” es parte
del paisaje en las redes sociales, que han moldeado y presionado a la crítica
en los medios convencionales para desmembrarlo con sevicia.
¿Qué es lo que nos
está pasando? ¿Por qué estamos tan enojados? ¿Qué tantos agravios se han
acumulado durante cuánto tiempo para que el crimen abominable de Iguala
transformara a México en un Krakatoa postindustrial? Nada había movido tanto
las emociones mexicanas como la desaparición de los normalistas, 43
recordatorios grabados sobre la piel mexicana de que algo se nos extravió en el
camino. Las manifestaciones por ellos han sido un crisol de grupos interesados
y miles de personas espontáneamente sumadas a la protesta, facilitada por las
nuevas tecnologías que permiten convocatorias masivas instantáneas, con los
énfasis y acentos que se deseen. Pero sin importar cuál es el detonante social,
político o emocional que los moviliza, ahí están, en las calles, confrontando
al presidente, como emblema, se podría alegar, del Estado mexicano.
¿De qué protestan?
De lo que sea. Contra la impunidad y la corrupción, por la inseguridad y la
economía, por la insatisfacción y decepción de sus líderes que no les resuelven
sus problemas. También porque no hay alumbrado y las calles están llenas de
baches, porque la vida debe transitar entre mordidas y corruptelas, y porque
las vacaciones se convirtieron en una decisión sobre salir o no ante la
posibilidad de que las carreteras estén tomadas por quien quiera hacerlo.
Porque las calles son del que más grite, y porque se ha perdido la certidumbre.
¡Qué difícil es ser ciudadano en México!, lo que equivale a decir que a todos
nos cuesta respirar y nos estamos asfixiando. Vivimos en el mundo de los
incentivos cruzados o invertidos, y nos indignamos impotentes.
Las encuestas
reducen la inconformidad a la inseguridad y la economía, insuficiente para
entender lo que está pasando en esta sociedad que grita por la destrucción de
sus sueños rotos. Ni inseguridad ni depresión económica como en muchas otras
partes del país había en Baja California Sur cuando los vientos de Odile
desnudaron la furia y el resentimiento contra todo lo que representaba al statu
quo, y a quienes veían como tenedores de la riqueza. Parecía que la lucha de
clases encontró en los balnearios más caros de México su palacio de invierno.
¿Baja California Sur
fue el antecedente de Iguala?¿Fueron Los Cabos el primer síntoma de la
enfermedad mexicana? No hay todavía ningún estudio sobre el humor social que
deconstruya la sociedad, y que explique cómo una mujer divorciada con tres
hijos, que no lee periódicos, que pocas veces oye noticias en radio y en
ocasiones ve televisión, que se enteró de la desaparición de los normalistas
cuatro días después de suceder, descubrió que los secuestradores eran policías
una semana más tarde, y hasta después, por lo grotesco del tema, se enteró del
exalcalde de Iguala y de su esposa, se cargó de furia contra el gobierno, y
luego contra Peña Nieto, y terminara vestida de negro, caminando sola y
gritando con muchos en las calles el 20 de noviembre.
Veinticuatro días
antes de la noche trágica en Iguala, aquí se escribió que lo único que estaba
fuera del control de Peña Nieto y podía alterar la buena marcha de sus planes,
era el humor social de los mexicanos. Desde junio, la empresa Nodos reflejaba
el malestar con el gobierno. La comunicación se encontraba en su nivel más bajo
de atención y credibilidad, lo que significaba que los mensajes del gobierno no
fueron escuchados, y a aquellos que sí lo fueron, no les creyeron. Las reformas
no impactaron en la población en general y lo que el gobierno celebra, dijo
Nodos, no representaba beneficio claro para los ciudadanos.
“La falta de
conexión entre el discurso presidencial y la vida cotidiana de los mexicanos,
generó una caída en los liderazgos y una carencia de expectativas. En cambio,
los demonios del pasado regresaron”, se apuntó. “Hambre y malestar social son
una mala combinación para cualquier gobernante. Y cuando esas expresiones se
encuentran mayoritariamente en zonas urbanas, el fenómeno se vuelve explosivo”.
Aquellos eran los momentos de euforia, pero tan frágiles eran, que en una noche
todo cambió.
Peña Nieto es el
pararrayos de lo que parece una larga cadena de agravios que en Iguala salieron
del subconsciente. Redescubrimos al villano que no exorcizó los lastres del
pasado. En menos de dos meses, materializando en él lo que no podemos
explicarnos o identificar en qué momento se evaporaron nuestros sueños, estamos
tan enojados con el presidente que lo usamos como chivo expiatorio. No es
inocente del todo. Su gobierno es excluyente y es más pública la corrupción.
Pero del problema de la crisis de todo y de todos, no es el autor intelectual.
Es bastante más complejo que ello, aunque no tenemos ninguna respuesta que
explique porqué esta es una sociedad impregnada de rencor.
Twitter:
@rivapa
(EL
FINANCIERO/ Columna Estrictamente Personal/ RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 27.11.2014)
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