lunes, 2 de abril de 2012

HISTORIAS DE SINALOA: NO VIVIR PARA CONTARLO





Barre la violencia en Mocorito los sueños de La Hojarasca



Miguel Vega
Arde Recoveco. La muerte y la inseguridad cabalgan por toda la comarca día y noche, a todas horas. Desde El Tamarindo a Caimanero, pasando por La Guamuchilera… y hasta Pericos. 


Pero sobre todo Recoveco, un pueblo que ha tratado de sobrevivir a la violencia que lo circunda a través de la lectura de libros entre jóvenes preparatorianos que ha incorporado a ejidatarios, amas de casa, niños, en un ejercicio que no tiene par en México y que motivó la realización de un documental, Memorias de mi pueblo, dirigido por el cineasta sinaloense Óscar Blancarte.


La violencia en esta región ha provocado que la gente prefiera encerrarse en sus casas y opte una especie de auto toque de queda que se impone al oscurecer. 


 A menos de que haya una emergencia, una vez que son las siete de la noche, la gente simplemente no sale de sus casas. Las cortinas de los negocios caen entre el estruendo de las cremalleras y el fuego de las fondas se apaga.


“A como están las cosas, es mejor ni asomarse a la calle”, dijo una ama de casa que había ido a un abarrote a abastecerse de comida para la cena.


Días antes, los sonidos de metralla, granadas, gritos, horror y espanto, habrían arrollado la calma del camposanto, dejando un saldo de tres personas muertas, dos heridos y un pueblo sitiado por el Ejército mexicano.


Eran las cuatro de la tarde del domingo 25 cuando militares que patrullaban la zona se encontraron que en el panteón de Recoveco había hombres armados.


La información oficial es que al llegar fueron recibidos a balazos y que entonces abrieron fuego contra el grupo armado.


Tres personas muertas y dos heridas fue el saldo. Los soldados mataron a Ubaldo Gastélum, quien portaba un chaleco antibalas. Le endilgaron una pistola y un fusil AK-47.


A 20 o 30 metros de él cayó muerto Ignacio Martínez Bejarano, de 85 años, de quien se dijo había ido al panteón junto con su esposa a llevar veladoras a un familiar enterrado ahí. Víctima colateral.


El tercer muerto fue Juan Carlos Vega Lindoro, quien, se dijo, corrió pero finalmente fue alcanzado por las balas. Tres de sus hermanos habían muerto ya, años atrás, también en hechos violentos.


Un niño de cinco años, hijo de Vega Lindoro, vio cómo cayó su padre derrumbado por las balas, mientras escuchaba el traqueteo de las ametralladoras y escuchaba el zumbido de las balas. Al final sobrevivió al fuego cruzado.


Cuatro días después de estos hechos, dos personas más fueron encontradas ejecutadas en Montelargo, un poblado ubicado entre Recoveco y Pericos.

De las mulas de Melquiades a las del narco

Como Melquíades, el legendario personaje de Cien años de soledad, quien llegó a Macondo con sus mulas y sus imanes para meter en revolución al pueblo de Úrsula Iguarán, el narco llegó con las suyas para convertirlo en un infierno.


Para algunos residentes de Recoveco, esa situación es algo que ya se veía venir, pero las autoridades fueron dejando pasar las cosas, optando por el silencio y la complicidad, pues a pesar de que se les avisaba de vehículos sospechosos que entraban y salían del ejido, nunca hicieron nada.


Esa situación la habría ignorado don Ignacio Martínez, un anciano de 85 años que ese domingo aciago fue al panteón a encender veladoras en la tumba de su esposa muerta y no pudo vivir para contarlo.


Tal vez por la magia de este pueblo donde hace diez años, a iniciativa de un profesor rural que vino de otras tierras, como Melquíades, fundaron un club de lectura, La Hojarasca, y desde hace tres, como parte de los festejos del ejido, leen ininterrumpidamente Cien años de soledad, como un homenaje a las letras y al escritor colombiano Gabriel García Márquez.


Lo han hecho también como una fórmula para fugarse de la violencia y alejar a sus jóvenes de las malas compañías, para inculcar el amor a los otros, a la vida, el trabajo honrado.


Hasta hace poco tiempo, Recoveco era como todos los pueblos de la región, un lugar donde la gente salía tranquilamente de sus casas y, como en la novela del Nobel, el pueblo convivía entre las mismas anécdotas que se repetían todos los días y descansaba en catres y hamacas que se tendían al aire libre en sus noches de insomnio.


En los últimos meses, sin embargo, la trama de la historia cambió. Los disparos, las granadas, la violencia pintó una historia más cruenta y cruel. Era como si después de cien años de soledad, la gente de Recoveco despertara de un largo sueño y experimentara de pronto La Mala Hora.


El fin de la guerra fría del campo
El día de la balacera, el pueblo se encontraba en completa calma. Nada parecía alterar la rutina de aquel domingo cuando, pasadas las cuatro de la tarde, el sonido de varios disparos de AK-47 rompieron aquella tranquilidad.


La gente, confundida por los disparos, no supo en primera instancia cómo reaccionar y solo alcanzó a preguntarse qué eran aquellos truenos que venían del rumbo del panteón.


“Primero pensé que eran cohetes, pero después, cuando los truenos seguían y seguían, dijimos que esos no podían ser cohetes, que era una balacera y entonces rápido nos metimos a la casa”, comentó una mujer que vive a la entrada del pueblo.


Los disparos continuaron y muchos de los habitantes pensaron que ese sería el fin, por el estruendo de las balas que por casi 15 minutos seguía oyéndose con fuerza.


“Estuvo feo eso, hasta pensamos que se iba a acabar el mundo”, dijo otro vecino del pueblo que, al igual que la anterior, solicitó no se revelara su nombre. “Es que, uno ya no sabe cómo va a reaccionar esa gente (que se dedica al narcotráfico), y uno tiene miedo”, concluyó el hombre.


En tanto, en el panteón del ejido, los números eran tan rojos como la sangre derramada.


Solo los soldados sitiando el lugar se mantenían de pie, y según expusieron familiares de una de las víctimas, caminaban entre las tumbas todas llenas de agujeros por los disparos de las balas, asegurando el lugar.


Entre las cruces, el humo de la pólvora y las víctimas, había una mujer tirada en el suelo toda manchada de sangre. Su nombre, María Martínez. Aterrada por los disparos, la mujer se aferraba al cuerpo de un anciano que yacía en el suelo; era su padre, don Ignacio Martínez Bejarano, del rancho El Bueycito, cerca de Recoveco.


El dolor de la tragedia
Familiares del anciano señalan que, don Ignacio había ido a llevar flores y veladoras a su esposa fallecida y que era acompañado por su hija María. De acuerdo con la versión de los familiares, padre e hija estaban frente a la tumba de la esposa cuando escucharon un chillido de llantas y entonces una ráfaga de disparos.


“Mi prima rápido se tiró al suelo y se escondió tras unas tumbas, pero no mi tío, que como no oía bien, no alcanzó a oír los disparos, y para cuando lo quiso llamar, ya estaba hecho bola en el suelo retorciéndose del dolor… y ahí se acabó el hombre”, explicó el familiar, quien prefirió no revelar su identidad.


Y agregó: la prima todavía se arrastró entre la tierra y entre los disparos, y a como pudo lo jaló al lado de una tumba, y ahí se quedó toda espantada por los disparos de las balas y mirando cómo el viejo se le iba entre los brazos.


Al lado de la tumba en donde aparentemente murió don Ignacio, podía observase un día después una gran mancha de sangre. Y en la misma tumba, la huella de un granadazo incrustado en la pared, la cual, aparentemente habrían lanzado las fuerzas castrenses.


“El Gobierno dijo que murió de un infarto, pero mentira, al viejo le pegaron un balazo y por eso murió… el maldito Gobierno que nada más llega echando balas sin importarle los civiles que hay en el lugar”, observó otro familiar de don Ignacio que, al igual que el resto, cavaba la tumba en donde habrían de enterrarlo.


Desde El Tamarindo hasta Caimanero
La inseguridad que se vive en Recoveco también llega hasta Caimanero, La Guamuchilera, El Tamarindo y Pericos.


“La gente tiene miedo salir de sus casas, porque hay gente armada que anda patrullando las calles y está dura la situación”, dijo un vecino de Caimanero que se dedica al criadero de conejos.


De acuerdo con un recorrido de Ríodoce por esa zona, el grado de terror que vive la población es tan grave que la misma gente se ha impuesto una especie de toque de queda, por lo que una vez que se dan las siete de la noche, mejor ya no sale de sus casas.


“Ya noche solo se ven los vehículos sospechosos, que nadie sabe quiénes son ni qué andan haciendo, solo que se meten al pueblo quién sabe a qué”, dijo una persona en Caimanero.


Todavía el hombre cuestiona: ¿A usted no le da miedo venir para aca?


El reportero, no muy convencido, niega.


“Debería”, dice el comerciante.







No hay comentarios:

Publicar un comentario