lunes, 2 de abril de 2012

CUENTAS PENDIENTES ...






Javier Valdez   
Llegaron a la playa emocionados para bañarse de ese sol que no quema. Suspiraron hondo, libres, cómodos y felices, mientras recorrían los puestos de fritangas y los ríos de gente que desembocaban en ese mar calmo y alcahuete.


Desde la cabina de la camioneta vieron las filas de paseantes. Se sintieron seguros. La cola de automóviles iban y venían y las risas festivas aligeraban el ambiente. 


Hacía mucho que no veníamos, dijo ella. Él apretó el volante, soltó. Una mano se fue a la palanca de los cambios y luego a la pierna izquierda de ella. Volteó a verla y le guiñó. Ya nos tocaba, respondió.

Muchos de los vehículos llevaban familias. Bolsas de mandado, hieleras hasta el tope de rocas frías, botes de cerveza y de refrescos. Sombrillas, lentes oscuros y cachuchas acompañaban las siluetas ligueras que se disponían a buscar un rincón dónde acampar.

El filo de mediodía se asomaba disciplinante. Filo que no corta sino abraza, envuelve y agrada. Escape contra el frío caprichoso de febrero y abono placentero para aguantar los calores que se vienen.

Ellos solo buscaron dónde estacionarse, después de pasar los puestos y birlar a los que venden globos y frutas con chile. Entraron al restaurante. Serpentearon entre sillas y mesas, hasta que dieron con un espacio casi al fondo: desde ahí bebían a sorbitos ese sol, fumaban el olor marino y se bañaban de ese viento invasivo y empalagoso.

Buenas tardes. La muchacha con delantal y un pantalón de mezclilla que calzaba perfectamente sus muslos les entregó la carta. Qué van a tomar. Yo una Pacífico. Él pidió otra, después de preguntar si tenían agua de jamaica. Tráiganos para empezar una orden de ceviche. Ah, y un aguachile.

No tardó nada con las bebidas. Y antes de que le dieran el segundo golpe al buche de vidrio les llegó con los mariscos, bolsas con tostadas, galletas saladas y salsas. El restaurante empezaba a llenarse.

Un grupo de jóvenes en tres mesas. Una familia joven, con apenas un bebé que fue acomodado en una periquera, tenían frente a ellos una sudorosa jarra de limonada.



Unos novios enmielados a un lado. Ella suspiró cuando llegaron los del conjunto norteño, pero tuvo que rechazarlos porque él se apuró a contestar, Ai a la vuelta.

Se alegró con los de las empanadas de cajeta y pidió una bolsa. Se arrepintió cuando llegó el de las donas azucaradas: demasiado tarde. Por debajo, ella le acarició la rodilla y cinco centímetros arriba. Él sonrió. Nervioso.

Levantaron la cara cuando el umbral se ensombreció. Eran unos veinte hombres: encapuchados, con pecheras oscuras y armas de asalto que movían como abanico. Llamaron la atención de los comensales. Algunos gritaron, Ay Dios mío. Espanto inundante.

Todos los que vengan de Culiacán, a chingar a su madre, dijeron. Órale, a la chingada. Váyanse de aquí antes de que cambiemos de opinión. Unos apenas tomaron bolsos, otros vomitaron presurosos. Ellos se levantaron. Tomó su mano. Ella llorando. Alguien dijo, La cuenta. Qué cuenta ni qué nada. A chingar a su madre.
29 de marzo de 2012

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