Salida
norte. El padre, que iba al volante, decidió detenerse. Su esposa le dijo que
necesitaba acudir a un cajero automático para sacar efectivo. Vio uno a lo
lejos y maniobró para estacionarse enfrente. Además de ellos dos, iban el bebé
de dos años y la niña grande: ella en el asiento de atrás y el morrito en
brazos de uno y otro, porque no se estaba quieto.
La
mamá se bajó. Ahorita vengo, amor, le dijo al bebé, pero éste abrió los brazos
y empezó a llorar. Quería irse con la madre y ella cedió, en un primer momento,
pero luego le dijo que no. Mejor quédate con tu apá, ahorita vengo. Y se fue y
el morrito se quedó llorando y venteando, mocoso y gritón: adicto a los brazos
de ella, sus olores, ese sudor dulzón, esos sabores entre fluidos y cantos y
voces y miradas, que desde neonato había bebido hasta el embriague.
Se
quedó ahí, protestando por ese paraíso que se le iba, momentáneamente. El padre
lo tomó en brazos y le habló y le hizo cariños y le sobó las manos y la panza y
la espalda, pero el morro no reaccionaba y seguía llorando. Miraba cómo su
madre daba pasos en sentido contrario. Ella volvería brevemente, pero él no lo
sabía. Ese instante sin ella era su destierro del paraíso de esos brazos
acunados, esa voz de violines en piezas de Vivaldi. Lloró y lloró. Gritos que
su padre quiso en vano callar, con palabras, pero no lo logró.
Un
vehículo de cristales sin fondo se estacionó a un lado. Ellos no repararon que
iban armados, hasta que los vieron de frente, ya con el tiro arriba. Crac. Y
empezaron a dispararles. El primero en recibir los balazos fue el bebé, que con
más razón seguía queriendo asirse al viento, en medio del espanto y la muerte
que pegaba y perforaba y pasaba rozando.
La
jovencita que iba en el asiento de atrás también gritó, se asomó entre los
asientos y metió la mano al fuego por su hermanito. Lo jaló hacia ella para
pasarlo a la parte trasera y cubrirlo con su cuerpo. No pudo. Lo intentó una y
otra vez. En uno de esos intentos un proyectil le tumbó medio dedo y luego otra
más le pegó cerca de la nalga. Fueron segundos de una eternidad y media. La
vida suspendida ahí, dejando paso a las perforaciones. El padre cayó después de
los primeros rafagazos y ni tiempo tuvo de guarecer a su hijo.
La
madre, que estaba en el cajero de la sucursal bancaria, tampoco alcanzó a
reaccionar. La tarjeta en la ranura, el monitor gritándole si deseaba realizar
otra operación, los clientes en la histeria y la muerte estacionada ahí,
afuera, en esa sucursal del abismo.
Cuando
todo acabó, ella, la niña, abrió los ojos y tenía sangre en las manos y en la
espalda. No se dio cuenta: por dentro le sangraba el alma, por ese hermanito
muerto, su padre inerte y su madre derritiéndose en lágrimas y un viento
ruidoso, sufrido y podrido.
(RIODOCE/
COLUMNA” MALAYERBA” DE JAVIER VALDEZ/ 11 octubre, 2015)
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