martes, 5 de agosto de 2014

EL ACABOSE DE EL TAPADO; EL OCASO DE LOS DIOSES



Fue con Adolfo Ruiz Cortines que se institucionalizó la figura de El Tapado. En aquellos tiempos ese juego de la política mexicana ganó suspenso, pues el veracruzano poseía un estilo sádico y refinado de tratar a sus colaboradores: gozaba con engañar, pero no con mentiras, sino provocando confusión
 
Segunda y última parte

6.  EL ESTILOOO DE RUIZZZZZ CORTINES

CIUDAD DE MÉXICO, 4 de agosto.- Sería muy profuso y extenso para las páginas de un periódico alargar estas notas narrando anécdotas de todas las postulaciones donde participó un tapado. Por eso me ajustaré tan sólo a aquéllas en las que participó Adolfo Ruiz Cortines, bien como candidato presidencial o, después, como Presidente saliente. Escojo a éste porque me parece de lo más representativo del tema y, además, porque fue en su tiempo cuando se institucionalizó el nombre de El Tapado y se denominó el fenómeno conocido como “tapadismo”.

Por cierto que, en ese entonces, una importante compañía cigarrera lanzó una avasalladora campaña publicitaria, pregonando que “El Tapadofuma su marca”. Resulta que el comercial fue acertadamente premonitorio y muchos mexicanos quedaron convencidos con la falsa idea de que la empresa tabacalera ya sabía con anticipación.

Pues bien, Ruiz Cortines tenía una conducción política caracterizada por la discreción y hasta por la simulación, aunque no por la mentira. Poseía un estilo sádico y refinado que lo hacía gozar con engañar sin mentiras, sino tan sólo confundiendo. Era un mago de la confusión, no de la mentira. Era una especie de ilusionista, pero no un charlatán.

Se cuenta que, cuando era secretario de Gobernación y ya se acercaba la sucesión de Miguel Alemán, solía simular mayor vejez y alguna enfermedad, desde luego sin mencionarla. Cierta ocasión recibió a unos paisanos veracruzanos. Se había maquillado con una palidez enfermiza. Los recibió sentado y se disculpó por no pararse simulando la dolencia de su espalda. Les dijo que la política era para jóvenes sanos no para viejos enfermos. Que, por eso, ya ansiaba que terminara el sexenio y que, en el futuro, le pediría a Fernando Casas Alemán que lo nombrara en la aduana marítima de Veracruz, porque el clima porteño lo beneficiaba y que estaría tranquilo con un salario fijo y seguro.

Los jarochos, al oír esto, se despidieron presurosos y corrieron hacia el Zócalo para inclinar sus espaldas ante Casas Alemán. Al llegar a la Regencia los recibió el secretario particular, José Cándano, con un rostro de profunda tristeza. Les preguntó qué hacían allí perdiendo el tiempo. Que “el bueno” era Ruiz Cortines y que esa misma mañana se haría oficial. Los lambiscones se maldijeron a sí mismos. Tuvieron el boleto premiado en las manos y lo tiraron al caño. Alguno recordó que, por pendejos, no repararon en que Ruiz Cortines ya tenía su escritorio limpio y vacío.

Pues bien, ya como mandatario prosiguió con su estilo. Adolfo Ruiz Cortines trazó el camino de su sucesión a partir de una disciplina múltiple: observar a los aspirantes; no oponerse, en apariencia, a sus aspiraciones; por lo contrario, estimularlas, aun las de los tímidos; no mostrar al elegido su predilección anticipada; mucho menos, demostrarla innecesariamente a la opinión pública; realizar el trabajo aspiracional de un sucesor que no sabe que lo es, y, sobre todo, disimular. Por último, hizo su juego muy solo y sin ningún acompañante. No se conoce, hasta la fecha, de asociados o coautores de su muy extrema y hasta maquiavélica astucia sucesional.

Así, Ruiz Cortines maniobró básicamente con tres nombres de personajes muy cercanos a él: el veracruzano Ángel Carbajal, secretario de Gobernación; el nayarita Gilberto Flores Muñoz, secretario de Agricultura, y el neoleonés Ignacio Morones Prieto, secretario de Salud. Todos ellos gozaban de amplias credenciales curriculares políticas y de fuertes grupos de simpatizantes. Baste decir que los tres ya habían sido, entre muchos otros cargos, gobernadores de sus respectivos estados.

Sin embargo, también jugó con el regente Ernesto P. Uruchurtu, con José López Lira, secretario del Patrimonio Nacional, y con Antonio Carrillo Flores, secretario de Hacienda.

Se cuenta que, después de meses y años de dicho juego recurrente, cuando ya se aproximaban los tiempos graves, ineludibles y muchas veces dolorosos de la decisión, empezó a practicar la rutina de mandar traer a los que, con jarocho cinismo, llamaba sus fieles consejeros: el presidente del PRI, Agustín Olachea; el secretario de Prensa de la Presidencia, Humberto Romero Pérez; el secretario particular de la Presidencia, Benito Coquet, y otros más. En muchas ocasiones estuvieron el periodista Gregorio Ortega padre y Francisco Galindo Ochoa.

“Vamos a ver, mis amigos, cómo andan las cosas”, solía decir para abrir tema. Alguien mencionaba que de Carbajal se alegaba que Ruiz Cortines siempre le había heredado sus trabajos inconclusos, dado que le encomendó los cargos de los que tuvo que separarse con anticipación: la gubernatura de Veracruz, cuando fue requerido para Bucareli, y la Secretaría de Gobernación, cuando fue postulado como candidato a la Presidencia. Secamente, don Adolfo respondía que eso no era una razón suficiente, porque él sí concluiría su mandato presidencial y que tres veracruzanos al hilo no lo perdonarían el resto de los mexicanos, refiriéndose a su región natal y a la de su antecesor, el presidente Miguel Alemán.

Proseguía la junta y otro decía que Flores Muñoz, por su carácter, haría una campaña llena de alegría y muy contagiosa. El jefe del Estado Mexicano respondía, con igual sequedad, que la Presidencia no era ni debería ser una cuestión alegre sino muy seria y, con cierto fastidio, los apremiaba para oír otro nombre.

En cierta ocasión dijo que José López Lira era “valiente como Juárez, brillante como Juárez y patriota como Juárez; que sería un gran Presidente”. Varios barberos se engañaron y fueron a darle la primicia, sin calcular el daño sicológico que le producirían, porque el aludido se ensoñó. Dicen que mandó a hacer seis bandas presidenciales, una para cada año, y en las noches posaba con ellas frente al espejo mientras escuchaba, a todo volumen, un disco con la principal obra musical de Bocanegra y Nunó.

Meses más tarde, ya todo resuelto, algún ingenuo medio le reclamó a Ruiz Cortines el engaño y hasta el deschavetamiento del ministro aspirante. El Presidente de México lo atajó con severa energía. Aclaró que había hablado en pospretérito y no en futuro. Dije “sería un gran presidente”, no dije “será”. Y todavía remató con su singular humor negro: “¡Lástima que no lo fue!”.

Y es que don Adolfo gustaba de practicar el más cruel de todos los engaños, consistente en mentir con la verdad. Ser veraz apostando a que los receptores lo interpretarán como quieren o que dudarán de él y optarán por creer una mentira ideada por ellos, pero no vertida por el dicente. Esto, además, lleva a la total impunidad frente al reproche. “Yo no te mentí. Fuiste tú quien se engañó solo”. Por eso decía que en política no hay sorpresas, sino tan sólo hay sorprendidos.

Más aún, en las horas previas al destape, al doctor Morones Prieto le dijo que no saliera de su casa en el largo fin de semana que se avecinaba. Que recibiría un llamado del partido. Y que ésa sería la señal de que la República lo necesitaba. Efectivamente, requeriría que su compañerismo lo llevara a expresar su felicitación al candidato triunfante.

A los secretarios de Hacienda y de Agricultura les dijo una tarde de acuerdo: “Tengan muy claras las cuentas de los bancos agropecuarios para que nos los critiquen cuando venga la sucesión”. Al salir de Los Pinos, ambos platicaron cuál de los dos sería el aludido y, por lo tanto, el elegido. Sólo el tiempo futuro les indicó que al elegido nadie le revisa sus cuentas del pasado. De allí la atenta advertencia presidencial, pero desoída por los legítimos anhelos de los aspirantes.

Hasta hubo una proverbial. En la fiesta de El Grito, mes y medio antes del destape, la mayor parte de la clase política ya consideraba como inminente candidato a Gilberto Flores Muñoz. El gentío que lo rodeaba en el salón de recepciones del Palacio Nacional sólo se comparaba con el que circundaba a su señora esposa y, desde luego, ambos mayores que los que acompañaban a la pareja presidencial saliente.

Se dice que la señora Flores Muñoz expresaba allí que los candiles de ese legendario salón eran feos, anticuados y de mal gusto. Ruiz Cortines la alcanzó a escuchar, se acercó y le dijo con muy fingida dulzura: “No los critiques. Acostúmbrate a ellos porque tú los verás allí durante muchos años”.

Sobra decir que todos los escuchas entendieron que el Presidente le estaba confirmando las promisorias premoniciones, pero, en realidad, le estaba anunciando que ella no los podría cambiar nunca jamás.

7.  EL DÍA QUE TODOOO CAMBIÓ

Este relato que ofrezco a continuación se pudo elaborar gracias a los buenos y oportunos comentarios que me brindó Humberto Romero Pérez, quien fuera el joven secretario de Prensa de Adolfo Ruiz Cortines y el poderoso secretario particular de Adolfo López Mateos.

A ello debemos agregar, y yo agradecer, los comentarios que me regaló el magistrado Juan Lara, quien, a su vez, fue un amigo muy entrañable y cercano de su paisano chiapaneco Salomón González Blanco, uno de los más firmes lopezmateístas.

Mi padre, David Romero Castañeda, también me surtió de información y he enriquecido mis opiniones con diversas pláticas con Francisco Labastida. Los hechos han sido narrados de diversos modos. Entresacamos una versión derivada de varios testimonios y de múltiples crónicas.

Debo aclarar que he gozado de una gran fortuna, producto del azar. Sin habérmelo propuesto, la vida, a través de los años, me fue acercando esos testimonios de calidad. Los protagonistas o sus hijos, mi propio padre y sus amigos, o hasta modestos empleados allí presentes, me surtieron una película tan completa que ni siquiera los actores participantes la tuvieron tan clara.

Por ejemplo, en alguno de los telefonemas que aquí narraré el destino me ha permitido tener mis cámaras colocadas en cada extremo de la línea. Con ellas yo he podido, y ahora podrá el amable lector, ver a los dos interlocutores, su postura o sus acompañantes, escenas que ellos mismos no pudieron ver respecto del otro.

Ello me ha hecho considerar que he recibido un privilegio y que es mi obligación compartirlo con quienes gusten de hacerlo.

Vamos a lo central. Estamos en los primeros días de noviembre del año 1957. El secretario del Trabajo, Adolfo López Mateos, había recibido, desde uno o dos meses antes del destape, los mayores descomedimientos que un Presidente le puede hacer a un colaborador: no lo recibía, no le contestaba la red telefónica, no le concedía acuerdo, convocaba a sus subsecretarios y no a él, asumía sus funciones, acaparaba su clientela, resolvía sus incumbencias, mostraba un notorio desagrado cuando mencionaba su nombre.

Al terminar octubre del 57, el atizapense ya no consideraba que podría ser candidato y ya, cuando más, aspiraba a proseguir en su encargo hasta el final del sexenio y no ser corrido con anticipación.

Una tarde, a las 15:00 horas, fue a comer con cuatro amigos suyos. Ellos eran su subsecretario, Salomón González Blanco; su oficial mayor, Julio Santos Coy; el oficial mayor de Educación Pública, David Romero Castañeda, y el presidente del Tribunal del DF, Donato Miranda Fonseca.

López Mateos y sus amigos se instalaron en un grato restaurante de su predilección. Se llamaba Pepe’s y se ubicaba en la avenida Insurgentes, por el rumbo hoy conocido como Manacar. Estaba amenizado por buenos tríos y pianistas, así como por alguna intérprete de boleros, seguramente guapa. La comida era regiomontana: cabrito, agujas, carne seca. Su propietario, don José Alós, fue de los primeros restauranteros en incluir el queso fundido con tortillas de harina. Desde luego, se abría boca con el tequila en bandera.

Sin embargo, ni las delicias ni la compañía consolaban su ánimo que estaba triste y mortificado, pero no por los anhelos en fracaso. No por las pérdidas políticas. No por las ambiciones frustradas. López Mateos era un hombre de una alteza excepcional. La verdadera derrota que él sufría en esos días era que la actitud presidencial para con él sólo podía provenir de haberle fallado y ni siquiera saber en qué asunto. Qué había decepcionado a Ruiz Cortines, el hombre que lo había descubierto, protegido, impulsado, encumbrado y que ahora, quizá, lo consideraba un traidor o un estúpido. Sólo eso explicaba tanta desatención para con él.

Y eso era una catástrofe para un hombre de verdadero honor. Él, nunca ni por nada, hubiera sido desleal a su líder. Pero, al parecer, así se le consideraba. Él, nunca ni en nada, hubiera cometido un error imperdonable. Pero todo le indicaba que así se le calificaba. Las dos alternativas de la disyuntiva eran siniestras. O había cometido una falta y ni siquiera la identificaba. O en nada había fallado pero había sido víctima de una calumnia irremediable.

Al terminar la comida, siendo las 18:30 horas, ya no sentía ánimos para regresar a sus oficinas. De sus amigos tan solo se despidió. A sus colaboradores les pidió que ellos sí regresaran a la Secretaría, para atender lo que se ofreciera al Señor-Presidente, ya que él preferiría retirarse, el resto de la tarde, a su enorme casa-mansión, ubicada en San Jerónimo, a donde llegaría media hora después.

Ya para esos mismos momentos, a las 19:00 horas, Adolfo Ruiz Cortines iniciaba una reunión en Los Pinos. En ella estaban el Presidente del PRI, su propio Secretario Particular y el Secretario de Prensa. Meses antes había acordado con el presidente del Partido que los diez mil más distinguidos líderes y militantes priistas le enviaran una comunicación donde señalaran al precandidato de su preferencia. Esa tarde la reunión fue para hacer los conteos finales.

Mientras tanto, Adolfo López Mateos llegó a su residencia. De inmediato se dirigió a su despacho-biblioteca. Allí tomó uno o dos digestivos cuando, a las 20:00 horas, escuchó el timbre de la red telefónica oficial. En aquel entonces los aparatos no tenían el identificador que hoy permite saber el origen de la llamada antes de atenderla. Así pues, sin saber quién le marcaba, levantó el auricular, contestó y escuchó la voz inconfundible del secretario particular de la Presidencia, Benito Coquet, quien estaba situado junto al Primer Mandatario. Con mucha efusividad, y como queriendo ser el primero de todos, le dijo al Secretario del Trabajo: “¡Saludos, hermano! ¡Muchas felicidades! Te paso al Señor-Presidente-de-la-República”.

López Mateos no comprendió el propósito de la llamada y guardó silencio. Antes que otro sonido, escuchó el carraspeo previo, solemne y simulado que Ruiz Cortines solía meter antes de hablar, para instalar unos segundos más de angustia a sus oidores. De inmediato, con la más solemne de sus actitudes, virtió las siguientes lacónicas palabras presidenciales.

“Señor Secretario: lo saludo, después de algún tiempo de no verlo y de no escucharlo”. Carraspeó de nuevo. “Sin embargo, he estado muy al tanto de su trabajo. Ha sido muy útil para la Nación. Lo felicito muy efusivamente, pero no lo he llamado para esto sino para informarle de una decisión que ya ha sido tomada”. Tercer carraspeo, más largo que los anteriores. López Mateos prosiguió con su silencio. El discurso que estaba escuchando era, para todo político experimentado, el preludio de lo que remataría con su despido ya tan esperado.

Y, entonces, sobrevino el mayor cambio de su vida cuando escuchó a su jefe decir: “Esta tarde vinieron a verme los más altos dirigentes de nuestro partido para informarme sobre su decisión de postular a usted como su candidato a la Presidencia de la República. A esa decisión me sumé, inmediatamente, con todo mi entusiasmo”.

López Mateos guardó silencio. Conociendo a su interlocutor, y en las circunstancias ya descritas, lo recomendable era la prudencia extrema. Todo lo escuchado le parecía ser la crueldad de un presidente enojado. Aceptar sus palabras como ciertas era arriesgarse a una última e incurable lastimadura del sarcasmo presidencial. Podría ser una citación de torero para que él embistiera con una ingenua exaltación y el matador lo rematara con un burlón desengaño.

Si acaso algo le indicaba un poco de veracidad, pero no era un gran indicio, era el entusiasmo festinante de Coquet. Éste era su amigo y sabía que no se asociaría con nadie para flagelar su espíritu. Sin embargo, se mantuvo en su mudez.

Ruiz Cortines prosiguió, ya con cierta guasa, pero con una recomendación seria. “Por lo tanto, deje usted de hacer las importantes cosas que está usted haciendo en este momento y ya retírese a descansar, porque mañana va a ser un día muy agitado. Le ruego que me acompañe a desayunar a las ocho de la mañana. Allí quiero felicitarlo, agradecerle su leal desempeño, recibir su renuncia como Secretario del Trabajo y despedirme de usted por todos los meses que no nos veremos ni hablaremos. No se olvide. Ya abandone lo que está haciendo y descanse. Buenas noches, Señor-Candidato”.

Ahora, regresemos a Los Pinos y retrocedamos una hora. Son, de nueva cuenta, las 19:00 horas. El general Agustín Olachea Avilés tomó la palabra para informar sobre la cuenta final de cartas de adhesión. Explicó que iba punteando el ingeniero Flores Muñoz. Comentario presidencial: “¡Ah que Gilberto! Tiene mucho jale y es que es muy buen político”. Que lo seguía de cerca el doctor Morones Prieto. Comentario presidencial: “Eso es muy lógico. Es un hombre serio, respetado y, también, un muy buen político”. Por último, en tercer lugar, estaba clasificado el licenciado Carvajal. Comentario presidencial: “Bueno, en esto el tercer lugar ya no alcanza para nada. Es más, tampoco el segundo lugar sirve para algo”. Entonces el presidente Ruiz Cortines dio un giro inesperado.

Enderezó su espalda hasta ponerla recta y rígida, convirtió su silla en trono, los felicitó por el buen trabajo realizado y remató con las siguientes palabras mayores: “Queda claro para todos que nuestro partido está en oportunidad y en condiciones de postular la candidatura del Señor-Licenciado-Adolfo-López-Mateos”.

Totalmente desconcertado el general Olachea aclaró que él no había recibido ninguna adhesión en favor de López Mateos. Ruiz Cortines, con una leve sonrisa, le replicó: “Usted no las recibió, general, pero yo sí las recibí. Mi escritorio está saturado de adhesiones lopezmateístas. ¿Será el caso que se las enseñe y nos pongamos a contarlas?”.

Desde luego, nadie tuvo la osadía en dudar del contenido de la cajonera del escritorio presidencial. Nadie dijo palabra alguna. Nadie tenía algo que agregar. Tan solo el Presidente de México urgió a su Secretario Particular: “Licenciado Coquet, comuníqueme con nuestro candidato a la Presidencia de la República”. En esos momentos, los relojes marcaban las 20:00 horas del 1 de noviembre de 1957.

Se dice que, algunas semanas después, un amigo de Ruiz Cortines, de los pocos que gozaban del privilegio de las charlas confidenciales, se atrevió a preguntarle. “Explícame algo que no alcanzo a comprender. Sé que tú no te equivocas, pero yo no te lo entiendo: ¿Qué le viste a López Mateos?”.

El veracruzano le respondió con sabiduría cruel. “Es muy frecuente que, ante los presidentes de la República, casi todos los políticos profesionales se conduzcan como tarugos, se ostenten como rigurosos y se porten como cobardes. Por eso es muy valioso, por excepcional, aunque todos tengamos que ayudarlo, un hombre que ante el Presidente de México siempre se haya conducido con inteligencia, con corazón y con valentía”. Y, mientras decía esto, subrayaba intencionadamente sus severas palabras, tocándose sucesivamente con la mano derecha, en la frente, en el lado izquierdo del pecho y en el arco que se forma entre las piernas.

En efecto, los gobernantes requieren tener, en su propia naturaleza, mucho de lo que no se puede aprender si no se trae. ¿Cuántos asesores se necesitarían para prestarle valentía a un gobernante cobarde? ¿Cuántos colaboradores se requieren para transformar en leal a un traidor? ¿Con cuántos empleados se puede convertir en patriota a quien no lo es?

Salamanca sigue siendo díscola, pero esta anécdota es toda una enseñanza de moral política.

Como colofón de toda esta historia se cuenta que muchos años después, López Mateos se aventuró a preguntar a Ruiz Cortines por qué había sido tan severo en esas últimas semanas previas a la postulación. ¿Por qué lo mantuvo tan alejado? ¿Por qué le hizo creer que estaba perdido? ¿Por qué hizo que casi todos lo dejaran tan solo?

Don Adolfo “El Viejo” no le respondió a Adolfo “El Joven” con los múltiples motivos que tuvo. No le dijo, por ejemplo, que fue para protegerlo de la intriga, del odio y de la perfidia de sus adversarios o enemigos. No le explicó que fue para cuidarlo de la ambición, de la hipocresía y de la adulación de los allegados y los amigos. No le contó que fue para salvarlo, incluso, del engreimiento, de la vanidad y de la soberbia propios.

Sólo le contestó que ya lo había visto pasar todas las pruebas, pero faltaba someterlo a la necesaria prueba de la adversidad y que, ya puesto en ella, vio que al sentirse perdido no claudicó su lealtad, ni germinó su rabia, ni se alió a ningún supuesto victorioso para salvar, a título futuro, lo poco que le quedara de su propio naufragio. Pero, además, que nunca lo invadió la soberbia ni el cinismo. Por el contrario, llegó a creer en alguna imaginaria falta propia. Que mucho sufrió al pensar que le hubiera fallado a su Patria y que hubiera decepcionado a sus amigos cuando, en realidad, la Patria le estaría reconocida y los amigos se sentirían muy orgullosos de él.

Que por esa lealtad, por esa madurez y por esa valentía, acreditadas a prueba de todo, era el mexicano que merecía ser El– Señor–Presidente–de–la–República.

8. EL PORVENIR DE EL TAPADO

Decíamos, al principio, que los más recientes tres presidentes no fuerontapados. Vicente Fox se ganó su candidatura aun en contra de varios precandidatos panistas muy impetuosos, como lo fueron Francisco Barrio y Diego Fernández de Ceballos.

Felipe Calderón, en su momento, se deslindó de Fox, abandonó su gobierno, trazó su estrategia, formó sus grupos, consiguió su financiamiento, se opuso a Creel y se convirtió en “el hijo desobediente”.

Enrique Peña Nieto, a su vez, provino de la oposición y encabezó un salvamento. Porque, al no tener presidente priista, no tuvo quien lo forjara, pero, tampoco, quien lo protegiera. Se gestó a sí mismo y, de paso, condujo el proceso de salvación de su partido, el cual, por momentos, estuvo herido de muerte.

Pero, todavía, no podemos saber, a ciencia cierta, si ha muerto el “tapadismo” mexicano o si sólo estaba durmiendo. Y entonces surge una inevitable interrogante. ¿Podrá el actual Presidente impulsar a su candidato para llegar a Los Pinos? ¿Querrá hacerlo u optará por no jugar? ¿Se lo permitirán los priistas? ¿Los presidentes tendrán que hacerse a sí mismos y no pensar en sus sucesores o retornaremos a la gestión en el útero del poder?

En momentos, algo pareciera indicar que nos sigue invadiendo la sensación de que un sistema abierto de renovación de los Poderes públicos no satisface plenamente nuestra predilección política. Que quisiéramos, por instantes, imaginar que no existe el presente y que seguimos viviendo en el pasado inmediato. Que nosotros no tenemos que esforzarnos en la generación de ideas. Que nosotros no tenemos que sufrir en la toma de decisiones. Que nosotros no somos quienes tenemos que responsabilizarnos de lo que le pase a este país

Pero, más aún, también pareciera que deseamos creer que mucho de lo que estamos viendo y viviendo no es cierto. Que todo se trata de un montaje perfectamente ideado, libreteado y actuado. Que lo que pasa en México no nos está sucediendo a nosotros sino a otros distintos. Que nosotros somos, tan solo, los espectadores de una obra a la que concurrimos por pura diversión, pero sin consecuencias personales.

Eso es lo que podríamos identificar como un síndrome de retrotapadismo. Como una reminiscencia de aquella época en la que un solo individuo cargaba con las decisiones electorales, pero, también, con todas las faenas y con todas las responsabilidades que ello implicaba. Tiempos en los que el Gran Elector nos libraba de pensar, de valorar, de dudar, de decidir, de resolver, de avalar y de subrogar.

Por eso, por una parte, muchos mexicanos tienen la falsa idea de que todo lo relacionado con la sucesión presidencial es una charada y que los protagonistas de la misma son unos charlots. Que todos son unos paleros que ya se pusieron de acuerdo. Que todos están amañados para juguetear con nosotros.

Todo ello nos está diciendo que, por lo menos en el subconsciente, muchos mexicanos desearían que no hubiera muerto El Tapado. Por eso se antoja repasarlo en la memoria. Refugiarnos en los terrenos de la fantasía. Fugarnos de una realidad política para escaparnos a los refugios de la imaginación, de la quimera, del éxtasis, de la ilusión y del ensueño.

Quizá, por eso, me desconcierto cuando en una sobremesa me preguntan si Enrique Peña preferirá, al final, a un ministro como Osorio Chong o como Videgaray. Si se inclinará por un gobernador como Eruviel Ávila o como José Calzada. Si lo dominará su corazón y decidirá en favor de un amigo íntimo como Miranda Nava, Ruiz Esparza o Navarrete Prida.

Sinceramente, no creo que eso suceda. Ahora ha comenzado una nueva era. El Presidente de la República ya no decidirá a su sucesor. Muchos escépticos dudan de ello. Los triunfos electorales del futuro podrán coincidir con su gusto, que no es lo mismo que su voluntad.

Con todo ello se ha transformado el sistema político mexicano. Los aspirantes se aprestarán por sí mismos. Trabajarán para su causa y no necesariamente para la del Presidente. Por ello, es posible que las carreras políticas más ambiciosas ya no se forjarán en el gabinete sino en el Congreso, en los partidos y en los gobiernos locales.

Esto quiere decir, en pocas palabras, que el gran poder de decisión política ha pasado de las manos de un solo hombre a las de millones de electores, de los cuales, la gran mayoría no está casada ni comprometida con ningún partido ni con ningún candidato. Es válido suponer, incluso, que muchos millones decidirán su preferencia electoral en el último mes y, de ellos, algunos millones en la próxima semana.

En fin, todos quisiéramos saber el futuro de manera anticipada, pero estemos tranquilos. Como lo recordaba recientemente Sergio Sarmiento, mi nuevo y estimado primo, Ruiz Cortines decía: “Para qué lo adivino, si lo voy a saber. Para qué se los pregunto, si me lo van a decir. Y, para qué se los pido, si me lo van a dar”.

En efecto, por lo que yo recién escribí y ustedes acaban de leer, nos queda en claro que ningún candidato triunfante lo adivinó, ni lo preguntó ni lo pidió. Nada más lo supo, se lo dijeron y se lo dieron.

*Abogado y político. Presidente de la Academia Nacional, A. C.

w989298@prodigy.net.mx
twitter: @jeromeroapis

(DOSSIER POLITICO/ José Elías Romero Apis  / Excélsior/ 2014-08-04)

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