“Por aquí no ha venido”, dice la gente cuando se le pregunta si
Rafael Caro Quintero ha ido a La Noria después de haber obtenido la
libertad.
—¿No han habido fiestas en el pueblo en estos días?— se le pregunta a
Casiano, un hombre que espera un aventón porque va con un costal de
provisiones al hombro, más allá de Babunica.
—No, hace mucho que no hay fiestas por allá, el que las hacía ya se murió hace muchos años.
Son 40 minutos desde que uno se despega del asfalto, que lleva hasta
Bacacoragua. El camino baja, culebreando, hasta llegar al cauce de un
arroyo poblado de álamos que despiden su perfume inconfundible.
Casi todo el camino es una brecha que al principio debió haber sido
para mulas, pues apenas cabe un vehículo. Y si alguien dijo alguna vez
que el llamado “narco de narcos” había pavimentado el acceso a su
pueblo, lo inventó o estaba confundido.
A 28 años de que Caro Quintero fue detenido en Costa Rica, La Noria,
el caserío donde nació el 3 de octubre de 1952, es un pueblo sin vida.
Aquí no hay escuela y si alguna vez existió una, no queda rastro de ella. Un maestro del Conafe (Consejo Nacional de Fomento Educativo) irá a partir del próximo ciclo escolar a atender a cinco niños, o por lo menos eso prometió.
La vida de esta comunidad que hace décadas vivió días de esplendor la
hacen cinco o seis familias que viven en las casas de los Caro Quintero
y pagan la estadía dando mantenimiento a las fincas.
“Todas las casas son de los Caro”, dijo Casiano antes de echarse de nuevo el costalito al hombro y seguir su camino a pie.
La casa principal, donde vivió doña Hermenegilda Quintero todavía
después de que detuvieron a Rafael, tiene una capilla de dos torrecillas
que alberga decenas de bóvedas donde se supone quedarían los restos de
la familia Caro Quintero.
La mandó construir el capo pero su detención cambió los planes de la
estirpe, pues la mayoría de sus familiares y descendientes ya estaban
haciendo vida en Jalisco, donde se quedaron y echaron raíces.
Familiares que han muerto después de esto han sido enterrados en un
pequeño cementerio que está empezando el camino a La Noria, más cerca de
la civilización.
El amor por la tierra no siempre es destino. Ernesto Fonseca Carrillo
pensó lo mismo que Rafael Caro y en su natal Santiago de los
Caballeros, por donde hay que pasar para llegar a La Noria, mandó
construir una flaca réplica del Partenón, donde pensó alguna vez que
debían quedar sus huesos. Hay en la cripta, sobre la que se levanta un
techo que quiere parecer arquitectura griega, doce bóvedas destinadas a
la familia pero que a la vuelta de los años terminaron por no esperar a
nadie, porque ahora esto es un abandono total, entre la destrucción y el
olvido.
Doña Cuquita Carrillo, que murió de 93 años en 2010, y a la que Don
Neto iba a ver de vez en vez a Tierra Blanca, estando “preso” en
Almoloya, fue enterrada en Culiacán.
Eso sí, la casa de los Fonseca, donde nació Don Neto, toda de adobe y
de dos aguas, tejas y rosales, luce impecable. Hay por ahí algunas
sobrinas que todos los días pasan a regar las plantas y a limpiarla.
De este mismo pueblo fue don Eduardo, Lalo Fernández, uno de los
pocos padrinos que ha tenido la mafia en Sinaloa. De impecable trato, no
tenía las pretensiones con su tierra que han cultivado otros. Fue
enterrado en Culiacán cuando murió de viejo. Su casa de Santiago,
abandonada, fue un día ocupada por los militares, que hicieron de ella
un cuartel de paso.
Uno de sus sobrinos vive al pie de la loma donde se afincó el
cementerio, poblado de caros, elenes, fernández, fonsecas, carrillos y
laijas.
—Para ser un panteón con esos apellidos luce muy abandonado— se le comenta.
—Pues ahí la gente que puede arregla lo suyo… cada quien.
—Don Lalo no fue enterrado aquí…
—¿Mi tío?, no, hay otros familiares, hermanos, parientes, pero él no.
—¿Don Rafa no se ha echado la vuelta por acá ahora que salió de prisión?
—No que yo sepa, dicen que salió pero quién sabe, por acá no ha recalado.
—Dicen que Don Neto va a salir también…
—Pues ya está mayor el señor, quien sabe…
El silencio parece una cultura en estos pueblos, reacios a
desconocidos que llegan haciendo preguntas. La gente mejor se encierra
en sus casas y ve de lejos. No parece que les agraden mucho los
forasteros, menos si traen una cámara en ristre.
Por eso las tres mujeres que estaban en la entrada de La Noria ese
jueves sofocado no dijeron más de lo que debían. Que el pueblo tenía 16
años solo, sin ninguna alma que llevara el apellido Caro. Que nadie de
la familia recalaba por ahí, que la madre de Rafita alguna vez vino a
ver la casa… Que no sabían dónde encontrarla para que nos hablara de su
hijo. Que los soldados pasaban de vez en vez por el camino que parte el
caserío y que son muy respetuosos. Que no conocen a Rafael Caro
Quintero.
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