lunes, 1 de julio de 2013

LA MUERTE LOS UNIÓ

/Malayerba
Quiso instalar el olvido en sus veredas, por eso huyó a otra ciudad. Regresó varios años después, pensando que su ausencia rendiría frutos y nadie, sobre todo aquellos con los que había tenido pedos, se acordaría de él o de lo que hizo cuando vivió en esa calle, el barrio, en el sur de una ciudad manchada de rojo y con el moho de la perdición.

Llegó de tarde y no salió de la casa en la que él había vivido, con una de sus tías. Espichadito, como escondiéndose bajo sus hombros y envuelto en sombras para no ser delatado, llegó y se arrinconó en los patios del solar de la parentela. Enterados de que estaba ahí, le cayeron los primos y otros familiares, para agasajarlo y festejar su regreso. Baldes de cerveza y más cerveza, en envases de cuartitos para que fueran secados antes de que lo hiciera el ensoberbecido sol.

Pusieron música de ellos, de las historias de terror protagonizadas por los cuernos, las treinta y ocho superonas y las nueve milímetros. Y berreaban intentando cantar. Y gritaban, no hablaban, sobre sus peripecias, lo chingones que eran, las morras y los jales. Picaban algo de botana y migraron sus gargantas al bucanas.

Hielo por acá y por allá. Los cilíndricos objetos helados nadaban en vasos de cristal, tintineando, batidos, apuñados con fervor. Agua mineral para ganarle un poco al alcohol y posponer el estado de embriaguez.

Pero el odio asoma, vigila. El rencor florece, habiendo estado soterrado, bajo un suelo agrietado y seco. La venganza cuaja sin avisar. Los que punteaban el lugar dieron información a los supuestos acreedores y estos sacaron armas, metieron en gargantas e intestinos los cartuchos y endurecieron los cañones al cerrojear la maquinaria.

La mañana siguiente sorprendió a todos. Entraron a la casa y lo sacaron a empujones y a generosas mentadas. Vámonos, a chingar a su madre. Lo subieron a un carro sin placas, como los que usan los de la Ministerial. Y al día siguiente lo encontraron con manos y pies amarrados con cinta canela, bocabajeado y con perforaciones ya secas, ya oscuras, ya sin futuro, en medio de un monte otras veces salpicado de muerte.

El padre fue por él al Semefo. Queremos que lo identifique, le pidió un hombre envuelto en una larga bata blanca. Lo vio y contestó que sí: es él, mi hijo. Y lloró sin brillo en sus ojos. Y se lo llevó a la funeraria. Cuando fueron al panteón el hombre vio entre los asistentes a sus seis hijos. Unos de una mujer y otros de otra.

No se habían visto en años. Todos juntos. Él lloró la muerte y la presencia: la vida y la ausencia, la despedida, el entierro de su sangre y su carne, el deceso propio en ese cadáver, y el palpitar lánguido, con abonos de una triste felicidad, que los tenía ahí, juntos, alrededor del féretro.

28 de junio de 2013.
junio 30, 2013 )

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