Quiso instalar el olvido en sus veredas, por eso huyó a otra
ciudad. Regresó varios años después, pensando que su ausencia rendiría
frutos y nadie, sobre todo aquellos con los que había tenido pedos, se
acordaría de él o de lo que hizo cuando vivió en esa calle, el barrio,
en el sur de una ciudad manchada de rojo y con el moho de la perdición.
Llegó de tarde y no salió de la casa en la que él había vivido, con
una de sus tías. Espichadito, como escondiéndose bajo sus hombros y
envuelto en sombras para no ser delatado, llegó y se arrinconó en los
patios del solar de la parentela. Enterados de que estaba ahí, le
cayeron los primos y otros familiares, para agasajarlo y festejar su
regreso. Baldes de cerveza y más cerveza, en envases de cuartitos para
que fueran secados antes de que lo hiciera el ensoberbecido sol.
Pusieron música de ellos, de las historias de terror protagonizadas
por los cuernos, las treinta y ocho superonas y las nueve milímetros. Y
berreaban intentando cantar. Y gritaban, no hablaban, sobre sus
peripecias, lo chingones que eran, las morras y los jales. Picaban algo
de botana y migraron sus gargantas al bucanas.
Hielo por acá y por allá. Los cilíndricos objetos helados nadaban en
vasos de cristal, tintineando, batidos, apuñados con fervor. Agua
mineral para ganarle un poco al alcohol y posponer el estado de
embriaguez.
Pero el odio asoma, vigila. El rencor florece, habiendo estado
soterrado, bajo un suelo agrietado y seco. La venganza cuaja sin avisar.
Los que punteaban el lugar dieron información a los supuestos
acreedores y estos sacaron armas, metieron en gargantas e intestinos los
cartuchos y endurecieron los cañones al cerrojear la maquinaria.
La mañana siguiente sorprendió a todos. Entraron a la casa y lo
sacaron a empujones y a generosas mentadas. Vámonos, a chingar a su
madre. Lo subieron a un carro sin placas, como los que usan los de la
Ministerial. Y al día siguiente lo encontraron con manos y pies
amarrados con cinta canela, bocabajeado y con perforaciones ya secas, ya
oscuras, ya sin futuro, en medio de un monte otras veces salpicado de
muerte.
El padre fue por él al Semefo. Queremos que lo identifique, le pidió
un hombre envuelto en una larga bata blanca. Lo vio y contestó que sí:
es él, mi hijo. Y lloró sin brillo en sus ojos. Y se lo llevó a la
funeraria. Cuando fueron al panteón el hombre vio entre los asistentes a
sus seis hijos. Unos de una mujer y otros de otra.
No se habían visto en años. Todos juntos. Él lloró la muerte y la
presencia: la vida y la ausencia, la despedida, el entierro de su sangre
y su carne, el deceso propio en ese cadáver, y el palpitar lánguido,
con abonos de una triste felicidad, que los tenía ahí, juntos, alrededor
del féretro.
28 de junio de 2013.
Javier Valdez/ junio 30, 2013
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