A edades cada vez más tempranas, jóvenes, niños y niñas se involucran en el
uso de drogas como crystal, ice y anfetaminas, iniciando una
alocada carrera que poco saben dónde terminará.
En muchos casos, en centros de
rehabilitación adaptados para menores, aunque son pocos en la entidad; cuatro o
cinco en todo el estado.
Sergio Haro Cordero
Apenas empiezan a vivir y ya tocaron fondo. Así lo muestran los crudos testimonios que, de manera increíble, salen de una
figura menudita. Con una voz sin gravedad, nada equiparable a la realidad que
viven los niños adictos en los centros de rehabilitación.
Niños, niñas que no rebasan los quince años, que deberían acudir a la escuela
a aprender, crecer en condiciones de dignidad y desarrollarse, pasan su tiempo
en un centro de rehabilitación donde dicen sentirse más seguros. La desolación
la traen de origen. Algunos ni siquiera tienen familia a quien acudir, y a
otros, sus padres los han abandonado en el centro. Unos más, la familia se
desentendió de ellos. No los hacen en su mundo.
Habla Luis. Blanco, de cabello rebelde, apenas levanta un metro del suelo y
tiene 14 años. Le apodan “El Truki”. Su semblante cambia rápido, de la risa
pronta al ceño fruncido. “Le andaba pegando al ice, a las
pingas”, dice sin tapujos el joven-niño.
Revela de manera terriblemente natural: La marihuana la conoce desde los 8
años. “No podía parar”, comenta el chico, y justifica su inclusión en el centro:
“Esta vez me trajeron porque traía problemas en la sociedad, le dio miedo a mi
amá”, y ha optado por quedarse ahí todo este año. Dice que de grande
le gustaría ser psicólogo -“me gusta mucho pensar”-, y él mismo reflexiona que
ese deseo lo ha madurado por todo lo que le ha pasado.
Miguel es moreno, delgado. Sus rasgos de niño delatan 14 años a cuestas, y su
delgadez y descuido, que en la última parte de su vida se la pasó
“poniéndole a la mota y al ice”. Duraba hasta cinco días sin dormir.
Llegó a primero de secundaria y de ahí no pasó. Lleva dos semanas en el centro
de rehabilitación, y confiesa que es su segunda recaída. Para conseguir droga
robaba rines, metales -“los aventaba al kilo”- que llevaba a una metalera que
opera en su colonia. Ya con el dinero, conseguir droga era lo más fácil.
Cuestión de hacer una llamada por celular.
Refiere que no le gusta la vida en el centro de rehabilitación, “es una
desesperación, pero aquí tengo que estar”, lamenta el jovencito, cuya familia se
mudará de colonia para comenzar de cero.
El caso de Jovanni suena patético. Su mamá está en la cárcel en el centro del
país, a su papá apenas lo conoce -nunca ha vivido con ambos-, desde los 12 años
empezó a fumar ice en su espacio más conocido, la calle. Tiene 15 años,
y casi un año en el centro de rehabilitación. Es de Ensenada, pero ha vagueado
por Tijuana y Mexicali, y por el efecto del ice ha durado hasta cuatro
días despierto. No sabe cuánto tiempo va a estar ahí, ni qué quiere hacer de
grande. No conoce más que la calle. “No sé vivir de otra forma”, concluye el
menor.
Ellos son parte de los cerca de 40 jovencitos que habitan en el área de
menores del Centro de Integración para Drogadictos y Alcohólicos (CIDA),
instalado en la zona del Ejido Cuernavaca en Mexicali, casi pegado al Ejido
Puebla. La parte de adultos alberga a 400 adictos en recuperación y a un lado se
instaló el área femenil, donde también hay menores y de donde surge el caso de
Karla, jovencita de 16 años que lleva tres meses en reclusión.
A la par progresa su embarazo, de 5 meses y dos días cuando este reportero la
entrevistó. Estudió hasta segundo de secundaria, pero se la pinteaba
con su hermano, vivía con su “nana” al Sureste de la ciudad y está en el
centro “por ingobernable, por no hacer caso”, según dice. La casi niña niega que
use drogas, aunque las titulares del centro la contradicen y al papá de su hijo
no lo ha visto por estar internada -él tiene 27 años. Dice que cuando salga le
gustaría estudiar la secundaria abierta para poder trabajar y ayudar a su abuela
y al hijo que espera.
Ana María es del Valle de Mexicali y era adicta al ice. Toda su
parentela se dedicaba “a eso”, como se refiere a la bajada, empaquetada y
transporte de droga en la parte rural de Mexicali. “Desde chiquita lo empecé a
ver, se me hizo lo más normal, bajaban avionetas ahí”, declara. Está por cumplir
un año en el centro y, muy segura, dice estar a gusto, “no me quiero ir de
aquí”.
Los centros
En Baja California funcionan 171 centros de rehabilitación para drogadictos y
alcohólicos en recuperación, de los cuales 120 son reconocidos por el Centro
Nacional contra las Adicciones, según explica el doctor Enrique Dorantes,
titular del Instituto de Psiquiatría del Estado, dependiente de la Secretaría de
Salud del gobierno estatal.
Se trata de una población de cerca de 7 mil internos que “están recibiendo
manejo” en todo el estado. “La autosuficiencia es un requisito que debe
predominar en las actividades de estas organizaciones -afirma Dorantes-, pues
como ellos mismo se ostentan, son organizaciones civiles. En el momento en que
deciden formar parte de un sistema de tratamiento de rehabilitación, si tiene
esa iniciativa debe considerar que tiene la posibilidad económica de
hacerlo”.
El funcionario agrega que se trata de una situación que el gobierno no ha
tenido la posibilidad de atender económicamente, “eso no quiere decir que se les
deje desamparados”, indica Dorantes en relación a un recurso que aporta el
estado, y que este año será todavía mayor a través del Consejo Estatal contra
las Adicciones.
Refiere que la parte verificadora es Regulación Sanitaria, quienes los
visitan para asegurarse de que cumplan con los puntos permitidos en la
normatividad. Por eso revisan instalaciones, higiene, alimentación y programas
de rehabilitación, todo en función de la llamada Norma 028.
De acuerdo a Dorantes, en la entidad hay cinco centros con la posibilidad de
recibir a menores de edad. Uno está en Mexicali (el CIDA), tres en Tijuana y uno
más en Ensenada, en función de que se requiere de mayores cuidados. La mayoría
de los centros opera con el modelo de ayuda mutua, pero ese modelo no está
permitido con los menores.
”Más que el deseo de colaborar, se necesita tener la preparación”, asegura el
funcionario, por eso se exige -en el caso de los menores- que tengan personal
más especializado, que sean profesionales, lo que implica que los mismos centros
contraten psicólogos y personal calificado, además de cubrir esos gastos.
“Hay un recurso del Sector Salud que está a disposición de la población, si
algún padre de familia detecta que su hijo requiere un manejo de estas unidades
y no tiene el recurso económico, puede acudir al Instituto de Psiquiatría y los
referimos a alguno de estos centros que ya están trabajando, y le pagamos
nosotros la beca del tratamiento al centro”, expone el doctor.
La demanda de estos espacios para menores siempre ha sido la misma, incluso
ha disminuido por el trabajo preventivo que la dependencia que encabeza ha
realizado:
“La drogadicción en el caso de menores y en general, ha disminuido el
consumo de drogas, especialmente entre los grupos entre los 12 a los 21 años de
edad. En términos generales hay menos consumo de drogas en el estado”, establece
Enrique Dorantes, y para ello se basan en encuestas que aplican año con año en
la entidad, estimadas en 20 mil muestras.
”No sé si haría falta que se abrieran
más centros para menores, la ocupación ahorita es del 60, 70 por ciento, tenemos
espacios suficientes”, aunque acepta que el estado no opera directamente centros
de rehabilitación, ni para menores ni para adultos.
“No ha sido necesario porque
contamos con el apoyo de los centros”, dice.
“Por supuesto que hay una responsabilidad que asumimos, y estamos tratando de
solventarla de la mejor manera, pero definitivamente esto recae en los padres de
familia, son los que tiene que tomar las riendas en el sentido de la
rehabilitación de sus hijos, y la prevención es lo más indicado”, expresa el
funcionario, para puntualizar que ningún sistema de rehabilitación funciona si
los padres de familia no están insertados en el trabajo que se lleva a cabo.
Muchos internos
Osvaldo Iribe Macías es director operativo de los centros de Integración y
Recuperación para Enfermos Alcohólicos y Drogadictos (CIRAD), que operan en Baja
California desde 1991 y tienen inmuebles en Ensenada y Tijuana, en esta última
con espacios para niños y niñas con problemas de adicción. Junto con los adultos
y adultos mayores, se atiende a 500 internos en la entidad.
Mexicalense de origen, Iribe sostiene tener “limpio” alrededor de 14 años,
antes de eso fue adicto “a todo tipo de drogas e inhalantes”, pero menciona que
su adicción más grande era la heroína.
Comparte que desde que CIDAR inició operaciones ha tenido menores, pero una
vez iniciada la vigencia de la Norma 028 -en 2004- hubo necesidad de registrarse
para tener áreas especializadas para menores. Ahora, por medio de la Comisión
Interdisciplinaria de Centros de Rehabilitación, son revisados y les ayudan a
cubrir las exigencias de ese patrón.
Según Iribe Macías, en Tijuana tienen alrededor de 40 menores varones, más
otras 38, 40 niñas.
“Nos han llegado desde 10, 11 años, interactuamos con DIF municipal, DIF
Estatal y muchas veces nos mandan a las menores para allá por un tiempo,
mientras les buscan lugares en otra parte; otros son canalizados por la familia,
o por violencia doméstica”, declara el titular de CIRAD, a la vez de informar
que la mayoría de los menores llegan tras una fuerte adicción al
crystal.
Aparte de las sesiones de ayuda -dice-, cuentan con talleres de manualidades,
sesiones de psicología, área cuyo titular es un maestro que cuenta con
licenciatura en Psicología y Educación, quien es pagado por el propio centro.
“A
través de las labores que realizan los adultos, se puede costear el gasto delos
menores. A través de las pláticas y los talleres los sensibilizamos, los
tranquilizamos y empiezan a pensar diferente”, concluye Osvaldo, para quien es
más difícil el tratamiento en los adultos, por la cerrazón y el bloqueo al
entendimiento.
El día a día
En punto de las seis de la mañana, los menores inician su día en el centro
CIDA, con una junta de motivación. La sesión dura dos horas y, según comenta
Luis Eduardo Gallardo, quien lleva tres años de interno en el lugar, se trata de
mostrar el ánimo con el que se inicia la jornada. De ahí pasan al comedor y,
tras el desayuno, tienen un espacio de convivencia y deportes.
A las diez de la mañana inicia otra junta, la de estudio, donde guiados con
el modelo de Narcóticos Anónimos, donde paso por paso se analiza el reflejo de
cada interno.
Sigue la comida y otro receso dedicado a la limpieza y acomodo de
enseres.
Por la tarde hay otra junta, donde cada quien externa sus casos
personales en tribuna, “lo que trae cada quien dentro”, explica Gallardo, quien
dejó truncos los estudios de ingeniería en el CETYS por su adicción a la
heroína. Su capacidad ha sido aprovechada con asesorías de primaria y secundaria
en el centro por parte del Instituto Nacional para la Educación de los Adultos
(INEA).
“He aprendido mucho aquí en el centro”, confiesa el joven encargado en
relación a su visión de la problemática, de la participación de la familia, del
gobierno. “Me he nutrido bastante como persona”, complementa.
Relata que en el centro hay 28 menores que se basan en el libro de Narcóticos
Anónimos -igual que los adultos-, pero para los más jóvenes no es una terapia
tan directa: “En una persona adulta ya se puede trabajar más con el carácter, se
puede ser más directo, más duro emocionalmente hablando. Con los menores es
demostrarles las consecuencias de lo que hacen”.
Menciona que los jóvenes llegan con adiciones al crystal, a las
anfetaminas. “Vienen muy dañados psicológicamente, se desestabiliza el
organismo. Los menores son más vulnerables”. Regularmente se trata de una
estancia de tres meses, después los menores pueden salir y seguir el tratamiento
por fuera, con grupos de ayuda.
El problema es cuando no hay padres, cuando nadie se hace cargo. Gallardo
señala casos de menores que han llegado al centro, como el de Luis y Antonio, de
8 y 10, respectivamente. Venían del sur en un camión y se perdieron, llegaron a
un centro de acopio en Mexicali. “Venían buscando dónde estaba más buena la
droga, el crystal”.
El papá de uno de ellos era director de un centro en Sinaloa, los recogió el
Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) y los entregó a
familiares. Recientemente uno de ellos pasó a visitar el CIDA, iban de paso y
venían con la comitiva de un centro de rehabilitación donde estaba recluido.
“Aquí lo más dramático es el abandono, cuando la familia se olvida de ellos,
cuando ya no quieren saber nada de ellos; nosotros no podemos abandonarlos”,
finaliza Luis Eduardo Gallardo.
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