Hay un cadáver. Se escuchó en los radios matra de la Policía. Dieron
la dirección, los datos de la camioneta estacionada. El reporte se
multiplicó a la Policía Ministerial y al Ministerio Público, al cuerpo
de investigadores de homicidios dolosos y al Servicio Forense, a los
funerarios y a los reporteros.
Llegaron los fotógrafos y sus lentes captaron la calle, la gente, los
rostros, la camioneta y esa silueta ensombrecida de un hombre tirado
hacia su espalda, boca arriba y abierta, flácido y mortecino. Clic clic clic. Los de la Municipal acordonaron el área antes de que los reporteros husmearan cerca del vehículo.
No puede estar aquí, le dijeron a un vecino. Pero es mi calle. Métase
a su casa, por favor. Media vuelta y a recoger los pasos. Las vecinas
parecían aletear con labios y párpados de tanto mirar y mirar, y
cuchichear. Las luces rojas y azules de las torretas instalaban en el
barrio el imperio de los estrobos. Voces en los aparatos de
intercomunicación, el crac crac de los fusiles al chocar con las fornituras y otros aparatos colgantes.
Llegaron los ministeriales y los de investigación, también los
funerarios. Otros reporteros se unieron al contingente de mirones. Un
muerto más no llena las cavidades insondables del morbo. No había
casquillos ni orificios visibles. Cómo murió, preguntó un reportero al
poli que le impedía cruzar el plástico amarillo. No se sabe, no han
llegado los de periciales.
La camioneta permanecía cerrada. Los vapores ya habían hecho mapas
grises en los cristales: parecía una manta celestial cubriendo el
cuerpo. Llegó el Ejército para unirse al operativo de resguardo. La
espera se hizo densa, como esa cabina. Era muy temprano y ya lo
contabilizaban como el primer ejecutado del día.
Clic clic. A los fotógrafos se unieron los de las cámaras de
televisión: disputa de ángulos y cacería del casquillo, la mano caída de
la víctima, el detalle en ese casquillo o el charco de sangre. Pero
nada de eso era visible a sus ojos y aparatos, porque no habían abierto
la puerta del conductor de la camioneta.
Al fin arribaron los peritos. Los funerarios cerca. Eran los
protagonistas de la otra cacería, la del negocio de la muerte y del
pleito por el cadáver. Abrieron la puerta y cayó una mano y luego hubo
un brinco y alguien gritó. El hombre dormía: borracho y acedo. No había
heridas. El único fluido era la baba que emanaba de las comisuras de los
labios.
25 de octubre de 2013.
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