Vio al comandante
maltratando a varios campesinos y desde lejos le gritó. Déjalos. El hombre se
acercó mientras le seguía hablando al uniformado: qué te hacen, no abuses de la
gente humilde, no más porque traes patrulla y andas armado y con ese uniforme.
Si quieres acusarlos, pues detenlos y llévalos ante el Ministerio Público. Pero
no los insultes ni los andes zangoloteando.
El comandante lo vio
con el rostro surcado. Parecían hondas líneas las que aparecieron en su rostro,
a la hora de responderle a esa persona que le había impedido desquitar su furia
contra esos campesinos, a quienes ni los bolsillos les pudo esculcar para
sacarles unos cuantos billetes.
Vio la camioneta en
que se subió ese desconocido que había osado en hablarle de esa manera. Se
sintió ofendido, humillado, con el poder en entredicho y exhibido frente a los
otros agentes y a esos tacuaches que él siempre veía como enemigos, punteros al
servicio de los narcos del otro bando, delincuentes en potencia, enrabiados y
arrinconados con tantos operativos que les realizaba.
Apuntó las placas y
pidió a uno de los agentes que investigara. Quiero saber quién es este cabrón.
No era gran cosa: apenas un hombre honesto que se dedicaba al transporte de
material para construcción, que de vez en cuando tenía algo de dinero y otras veces
apenas sacaba para la comida y la escuela de sus hijos. Un empresario que al
mismo tiempo era albañil, chofer, cargador, vendedor y distribuidor, con dos
empleados a su servicio. Y también un ciudadano valiente, entero y digno.
Una tarde al señor
la falló una góndola y se fue con uno de sus empleados a la ciudad más cercana
a comprar la pieza descompuesta. En la refaccionaria le dijeron cuesta cinco
mil. Mucha lana. Fue a buscar una usada y la encontró a menos de dos mil. Unos
conocidos le invitaron una cerveza: no gracias, compa, no pisteo cuando estoy
trabajando y tengo la máquina atorada.
Circuló en esa
camioneta y se encontró con un retén. Cosa de que me detengan, esculquen la
camioneta, me pidan identificación, papeles. Eso pensó. Dijo dos minutos y nos
vamos. Un testigo contó que los bajaron y abrieron a navajazos el asiento y
destriparon el tablero y batieron todo. Dizque buscaban drogas, armas. No
encontraron nada, pero se los llevaron a ellos. Esposados, corvos, disminuidos.
Así los subieron a la patrulla.
Dos días después los
encontraron. Estaban en esa misma camioneta, en el fondo de un canal de riego y
esposados: los pies amarrados, las prendas perforadas y golpes contusos en
cabeza y rostro.
El que estaba al
frente del retén, dijo el testigo aquel, era el mismo comandante que ese hombre
enfrentó cuando abusaba de unos señores de campo. Era el mismo uniforme y
patrulla. Le apodaban el comandante del mal.
(RIODOCE/
COLUMNA MALAYERBA DE JAVIER VALDEZ/ OCTUBRE 12, 2014)
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