Siempre pensó que sus manos la iban a salvar, pero esa vez recurrió
además a su boca. Habló con el policía que era su cliente semanal y le
pidió de favor que se deshiciera de esos dos: eran dos homosexuales que
la ponían de malas con sus burlas y pedradas. Me malviajan estos
cabrones, dijo.
El hombre se recostó. Se puso boca arriba y le anunció que le dolía
la rodilla. Ella lo sobó con ahínco y más arriba. Él suspiró, cerró los
ojos: parecía dormido, separado del resto de su cuerpo, levitando. Sin
palabras de por medio entendió que si alguien debía moverse ahí era
ella. El silencio impuso en ambos un dispón de mí.
Ella siguió sus recorridos habituales. Sabía qué le gustaba y se
apuró a complacerlo. Pausas, prisas, lento, gemidos de ultratumba.
Mientras se movió volteó a ver los fierros: el chanate calibre dos
veintitrés acostado como ellos, pero en el sillón, la pistola en su
funda, ocho cargadores bien alimentados, tres teléfonos celulares y el
radio matra.
Con lengua y manos apagó esa ansiedad. Dos cigarros, una flama flaca
de encendedor. Gracias amor. Le contó que esos dos le habían mitoteado a
la dueña que ella llegaba tarde, que se quedaba con dinero, que
agarraba clientes para irse por su cuenta, que hacía mal uso de las
instalaciones y que malgastaba el material.
La dueña le reclamó. Ella negó todo, porque todo era falso. Son esos
dos, me quieren hacer la vida de cuadritos. Y bien que chingan los
cabrones, porque entre que es cierto o no, y entre que le dicen a la
dueña y ella viene y me reclama, pues ahí ando toda estresada. A veces
no duermo, preocupada. Y pues creo que ya estuvo bueno, que ya me
cansaron.
El hombre la escuchó. Sus palabras llevaban el estuche del humo que
expulsaba. Pujó varias veces y asintió con la mirada, con la cabeza y
con un endeble sí. Le confesó que esos dos ni a compañeros de trabajo
llegaban, porque se habían dedicado a patearle los ovarios desde que
llegaron. Uno como vigilante y el otro como encargado.
Son mis enemigos. Y hay días que llegan muy modositos, los cabrones.
Hipócritas. Me saludan de beso y todo, güé. Me preguntan por la familia,
que si los niños, que el frío o el calor. Y hasta me aconsejan, según
ellos. La verdad yo nada más le sigo el rollo y les digo a todo que sí,
que claro, que cómo no. Pero pura chingada.
Por eso quiero que te encargues, amor. Ponles una calentada.
Amenázalos. No más un sustito, pa que agarre la onda el pinche par de
jotitos. Él se sentó sobre la cama y empezó a equiparse.
Respondió que
él no hacía esos trabajos. Cómo no, respondió ella: a cada rato, con los
detenidos. Mira, reviró: yo no amenazo, mato. Si me los llevo, no los
vuelves a ver. Y no quiero que lleves eso en tu conciencia. Ten tus
quinientos.
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