Había salido del
banco y traía la bolsa llena. Era uno de sus primeros aguinaldos. La fiesta
navideña en el rostro: esa que da el dinero, la posibilidad de comprarse algo y
regalar, la seguridad que dan esos papeles con rostros de personajes nacionales
y cifras de dos y tres ceros en las esquinas.
Se subió a su
enclenque camioneta. Tosijosa por esos veinte años de uso, pero no dejaba de
encender el motor cada mañana, aunque a veces, durante la marcha, se arranaba o
tardaba en reaccionar cuando ella aplastaba el acelerador. Pensó dirigirse a
casa de sus sobrinos. Su hermana tendría algo de comer y además era muy buena
para cocinar. Movió la camioneta para atrás y luego para adelante, con cuidado
de anciana. Sintió un ligero arrempujón trasero y se asomó al retrovisor.
Atrás, un carro Lincoln
blanco y reluciente, tanto que podía ver su reflejo. Los accesorios cromados y
los vidrios tan polarizados que parecían una noria sin fondo. Se bajó y
preguntó qué pasó. Dos hombres se le aprontaron y uno le dijo me chocaste. El
otro permaneció atrás, como cuidándolo. Me chocaste, págame. Pero si no tiene
ningún golpe, además parece que tú me pegaste a mí. El otro insistió: me acabas
de chocar, págame y no la hagas de pedo y asunto arreglado.
Ella vio que el
estacionamiento estaba solo y subió a la camioneta. Miró al hombre y le dijo
voy a sacar el carro y me orillo aquí, adelantito. Adelante, varios metros,
había una guardería y varios comercios. Así lo hizo y apenas quiso bajar de
nuevo cuando ya tenía encima a esos dos. Mira hija de la chingada, ni con tu
camioneta pedorra ni con tu vida tacuache me pagas el carro. Dame todo lo que
traigas. Entonces quiso arrebatarle el bolso. Ella forcejeó y empezó a gritar
auxilio, me están asaltando. Auxilio, auxilio.
Los padres que iban
por los hijos a la guardería comenzaron a voltear. Se hicieron bolitas de
personas alrededor de los comercios. Todos los ojos sobre ellos. Los hombres
ahí, desconcertados. El que iba atrás se llevó la mano a la cintura pero no
mostró arma alguna. El otro volteó para todos lados y se le notaron las chispas
en esa mirada. Vámonos, güé. Esta pinche vieja ya nos partió el jale.
Se subieron al carro
blanco. Ningún rasguño ni lesión en la carrocería. Aquellos lo que querían era
extorsionarla, quedarse con su aguinaldo y ganarse el infierno a punto de
amenazas y puñetazos. Una camioneta blanca se paró adelante y le cerró el paso
a los del Lincoln. Bajaron dos hombres armados y luego otro que parecía el
jefe. Ese se dirigió hacia los dos que seguían dentro del vehículo. Ropa versach
y zapatos de espejo. Abrió la puerta y algo le gritó al que manejaba. Casi lo
sacó a jalones y luego le dio una cachetada. Llévenselos, ordenó. Y en la calle
todos volvieron a sus andadas.
(RIODOCE/
COLUMNA MALAYERBA DE JAVIER VALDEZ/ 15 febrero, 2015)
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