La noche del
26 de septiembre de 2014, cuando 43 de sus estudiantes fueron secuestrados y
desaparecidos, la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” se convirtió en el lugar
donde decenas de familiares levantan recuerdos de los suyos, con la esperanza
de que aparezcan. “Aquí nos la pasamos diario”, dice Anayali Guerrero, hermana
de Jhosivani, uno de los jóvenes cuyo paradero aún no se sabe
Ayotzinapa,
Guerrero.- Un camino terregoso lleva a Ayotzinapa, polvoriento y retorcido.
Aquel lugar no es una ciudad ni un pueblo, ni tiene gobierno ni Policía, y la
noche del 26 de septiembre de 2014, dejó de ser una escuela.
Un kilómetro une a
Ayotzinapa con la carretera que lleva de Chilpancingo, la capital de Guerrero a
Tixtla, un pequeño municipio de apenas 20 mil habitantes. Tan pequeño que su
población total no alcanzaría ni para llenar un cuarto del Estadio Olímpico
Universitario en la Ciudad de México.
El camino queda
entre barrancas e imponentes árboles, casas más que solas y tierras de cultivo.
Solo un arco de color adobe con letras blancas, anuncian lo que queda de la
Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” y un escudo en el centro.
Ayotzinapa es el
sitio de remembranza de los 43 normalistas desaparecidos. Ayotzinapa es la
localidad donde alguna vez respiró la Escuela Normal. Fuera de eso, se puede
decir que aquí ya no queda nada.
Mucho antes de llegar
a la Normal, a lo largo de la carretera, sus rostros aparecen en mantas,
algunas firmadas por sus padres y compañeros, otras por el gobierno, unas
culpan al Estado y otras ofrecen -en nombre del gobierno de Guerrero- un millón
de pesos por información que lleven a su paradero.
Detrás de un portón
negro, sobre el cual descansan dos tortugas verdes en manera vertical, se asoma
la Normal. Su fachada conserva el estilo de una hacienda; siete hectáreas
fueron donadas para que el maestro Raúl Isidro Burgos construyera salones de
clase en la década de los treinta.
Los pasillos narran
con murales el enfrentamiento histórico entre estudiantes y gobierno. En las
partes altas descansan las escenas de asesinatos, desapariciones en los setenta
y ochenta, la persecución del priato. Libros consumidos por el fuego frente a
perros negros con el hocico abierto y los dientes de fuera.
Al centro de la
explanada superior, el monumento del guerrillero Lucio Cabañas, egresado de
Ayotzinapa. Los primeros salones a la vista, cerrados con candados y cadenas.
Algunas ventanas dejan entrever que al interior se han apilado mesabancos casi
hasta el techo para hacer espacio a costales de granos, pasta y comida. Son
bodegas improvisadas.
Ayotzinapa dejó de
ser una escuela. Desde la desaparición de 43 de sus estudiantes, se
interrumpieron las clases. Se convirtió en centro de alojamiento para decenas
de padres, familiares, amigos, universitarios y ciudadanos, quienes exigen la
aparición con vida de los jóvenes.
AHÍ ESTÁN LOS FAMILIARES DOLIDOS
En la cancha de
basquetbol, se ha instalado un campamento, temporal de inicio y ahora
permanente. Familiares de los normalistas y miembros del Movimiento por
Ayotzinapa, pasan el día entre sofás y mesas replegables.
Unas minas de gas
alimentan la cocina comunitaria, atendida por mujeres y jóvenes que toman
turnos para preparar los alimentos y lavar los trastes. A sus espaldas, un
librero marca el inicio de la zona de lectura. Ni alimentos ni bebidas, separa
una cartulina.
Son 43 mesabancos de
color naranja, cada uno con la fotografía de un estudiante, en los cuales se
concentran las miradas, están colocados detrás de un altar con figuras de
santos y veladoras, así como de un árbol de Navidad decorado con cartas para los
normalistas, debajo de sus fotos.
Es el espacio en que
familiares cuidan de quienes fueron secuestrados la noche del 26 de septiembre.
Sacuden el polvo de los mesabancos a diario, dejan manteles tejidos a mano y
los niños dibujan que extrañan a los suyos.
LOS HIJOS QUE NUNCA VIO
“Aquí nos la pasamos
diario”, sonríe Anayeli Guerrero de la Cruz. Sus dedos desenredan una bola de
estambre rosa con blanco. Es hermana de Jhosivani Guerrero de la Cruz, quien
este domingo 15 de febrero, cumplirá 20 años.
La mujer de rostro
amable, teje un gorro para su sobrina recién nacida. Un día antes, el 5 de
febrero, mientras marchaba junto a su familia de Chilpancingo a Ayotzinapa, en
una de las movilizaciones para exigir la presentación con vida de su hermano y
de sus 42 compañeros, su hermana inició labor de parto.
“Embarazada, ella
estaba aquí en el campamento, pero ayer fue a checarse al Hospital de la Madre
y el Niño y ahí la tuvo”, cuenta sin despegar la mirada de su tejido. La
familia de Jhosivani es una de las más numerosas dentro del campamento.
Martina, su mamá,
dio a luz a siete hijos, Jhosivani es el menor de ellos. El segundo más joven
fue asesinado hace seis años en Estados Unidos. Los cinco hermanos restantes se
trasladaron a Ayotzinapa desde octubre.
Uno de ellos
sostiene a su hija de cinco meses, la que nació dos semanas antes de que
Jhosivani fuese secuestrado por la Policía Municipal de Iguala, Guerrero. “Él
se regresó de Texas, allá estaba, pero llegó apoyándonos en las búsquedas y
marchas”.
Es el segundo día de
actividades de la Convención Nacional Popular dentro de la Normal de
Ayotzinapa. Familiares de los jóvenes desaparecidos, profesores, activistas y
organizaciones sindicales, proponen, discuten y acuerdan el plan de trabajo que
presentarán como resultado de sus mesas de trabajo.
Son las cinco de la
tarde del viernes 6 de febrero y solo algunos permanecen en el campamento.
Anayeli, junto a su esposo y tres hijas, espera a que Margarito, su padre,
salga de las reuniones. “Nos dijeron que mañana tenemos que estar a las cuatro
de la mañana en el camión para salir a la Ciudad de México”.
Al día siguiente,
sábado 7 de febrero, los padres y familiares de los 43 normalistas se reunirán
con el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en el Distrito Federal.
Los peritos que
participaron en la identificación de restos óseos en el basurero de Cocula,
informarán a los padres una serie de irregularidades que detectaron en la
“verdad histórica” con que la Procuraduría General de la República (PGR)
explicó el secuestro, asesinato e incineración de los normalistas.
“¿Qué no ellos
habían dicho que venían para acá cuando tuvieran noticias?”, pregunta una de
las mujeres en el campamento. Anayeli encoge los hombros y sigue tejiendo.
La familia Guerrero
de la Cruz vive en Omeapa, Guerrero, de donde tres jóvenes más de los 43
normalistas son originarios.
Omeapa es uno de los
poblados pertenecientes a Tixtla. Muy cerca de Ayotzinapa. Por eso, los padres
y cinco hermanos -a veces con parejas e hijos- de Jhosivani acuden diariamente
al campamento.
“Uno tiene su vida
en la casa. Tenemos puercos y en los días que tenemos que salir, los animales
no comen”, explica Anayeli, mientras deshace el último nudo del tejido sobre su
rodilla.
“Nuestra vida ha
cambiado bastante, ya es más difícil”, dice mientras dos de sus hijas cargan y
pasean a su mascota, un cachorro de color beige.
La mayoría de los
días en el campamento, Anayeli se dedica a cocinar o esperar a que surja alguna
actividad, como marchas, movilizaciones o conferencias de prensa en la Ciudad
de México.
Han pasado 133 días
desde que en un viernes, como éste, Jhosivani salió de Ayotzinapa. Su hermana
guarda una fotografía de él en su celular. No es la que ha recorrido el mundo
para informar de su desaparición, tomada en el ingreso a la Normal, en blanco y
negro.
En esta otra,
aparece con un sombrero, montado en un caballo y frente a él, una niña de no
más de cuatro años. Tampoco sonríe, ni ve a la cámara.
Anayeli recuerda
cómo su hermano se encargaba de “las vaquitas, les iba a dar agua después de la
escuela”. También vendía contenedores de agua Rotoplas para ayudar con los
gastos de su casa.
Su familia lo espera
en el campamento. “Le falta un macizo al gorro”, comenta Anayeli, y lo deshace,
otra vez.
EN VELA
Una tras otra,
alrededor de la cancha, cuelgan mantas de apoyo a Ayotzinapa. Asociaciones y
escuelas se han unido a la exigencia de la presentación con vida de los
normalistas. Se repiten las imágenes de la matanza en Iguala, Guerrero, de su
ex alcalde José Luis Abarca, de su esposa María de los Ángeles Pineda y del
Presidente de la República, Enrique Peña Nieto.
Hay dibujos hechos
por niños que con cuerpos caídos, policías, soldados y sangre explican lo que
entienden ocurrió con sus familiares. Ganchos para la ropa, los sostienen en
mecates debajo de las mantas.
Los salones ya no se
usan para las clases. Los mesabancos fueron sacados de ahí y agrupados en
montones alrededor de la escuela. En su lugar, hay colchones para quienes han
hecho de la Normal, su hogar desde hace 19 semanas. De las ventanas y
barandales, cuelgan toallas o ropa.
Los nuevos
inquilinos son familiares, aquellos que viajan desde localidades lejanas. Otros
son activistas, o bien, estudiantes universitarios, quienes conviven con los
normalistas e imparten talleres artísticos.
“Les gusta tomarse
fotos en el mural del Che Guevara”, dice “Hulkencio”, como es apodado un
estudiante y señala a la reportera uno de los murales más altos de la escuela,
donde fue dibujado el líder de la Revolución Cubana.
Frente a los
dormitorios de segundo año, unas varillas oxidadas quedaron a la intemperie,
rodeadas de pequeñas montañas de arena. La construcción quedó suspendida desde
la noche del 26 de septiembre de 2014, como el resto de la Normal.
Los 520 alumnos de
los cuatro años, así como la planta de maestros y administrativos, están en
paro de labores desde entonces.
Días antes del
recorrido realizado por ZETA, se presentó un grupo de 43 estudiantes para
solicitar el ingreso a la Normal y ocupar los espacios disponibles, pero todavía no se les ha dado respuesta.
Sin clases ni
prácticas escolares, los estudiantes pasan el tiempo leyendo, acostados en sus
literas, jugando basquetbol o como en ese día, compartiendo una lata de
cerveza.
La cancha de futbol,
está ocupada con camiones de pasajeros. Dos choferes que montan guardias,
saludan a los muchachos.
Y es que la Normal
firmó un convenio con la línea de autobuses Estrella de Oro, poco después de lo
ocurrido en Iguala, para brindarles servicio. Eso incluye a los conductores.
En la amplia cancha,
sin césped, descansan también pipas y algunos otros vehículos tomados por los
alumnos en protestas y marchas.
“No teníamos qué dar
de comer a todas las personas que llegaban, entonces tomamos los camiones
repartidores para conseguir comida”, explica uno de los normalistas.
La consigna es estar
presentes en caso de movilizaciones o cuando los padres nos necesiten,
comparten los estudiantes.
Por cada año
escolar, hay un edificio de dormitorios. A excepción de “las cavernas”, como
llaman al edificio destinado a alumnos de primer año, las construcciones de
bloque y dos pisos, se encuentran en la parte posterior de la Normal.
Generalmente, una
habitación con dos literas es compartida por cuatro alumnos. En el pasillo
central, se encuentran baños y regaderas.
No es común que un
medio de comunicación llegué más allá de la cancha, más raro aún es llegar a
las habitaciones, le explican a la reportera que recorrió los dormitorios de
segundo y tercer año.
Otras áreas como la
alberca, la biblioteca y el centro de cómputo, se encuentran inhabilitados.
Solo los clubes de rondallas y danza continúan sus actividades.
Este semestre, el
Comité de Estudiantes acordó con los maestros la asignación de calificaciones.
No habrá clases, pero los alumnos no perderán un periodo de estudios.
Sin embargo, algunos
normalistas lamentan la pérdida de actividades escolares. Un ejemplo: los
alumnos de segundo año son enviados una o dos semanas a realizar estancias en
escuelas primarias rurales. Observan a los maestros en clase, diseñan planes de
estudio e imparten algunas materias. Es el primer acercamiento a sus futuras
profesiones.
Sí, se aburren,
confiesan algunos. Los que viven en las comunidades más próximas, van y
regresan a sus hogares. El resto, no tiene esa opción.
Claro que les
gustaría que la Normal regresara a ser lo que era cuando apenas ingresaron,
pero saben que así se tejen los sacrificios, grandes o pequeños, que mantienen
vivo al Movimiento. Porque regresar a la normalidad, significa para muchos,
olvidarse de sus 43 desaparecidos.
(SEMANARIO
ZETA/ REPORTAJEZ/ Inés García Ramos / 16 de Febrero del 2015 a las 19:12:00)
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