John M. Ackerman
MÉXICO, D.F.
(Proceso).- La unificación bajo un solo mando de las diversas expresiones de la
oligarquía mexicana y de la clase política nacional no es motivo de celebración
sino de preocupación. En teoría la democracia representativa y el
constitucionalismo moderno sirven para controlar los excesos del poder
económico y limitar los abusos del poder público. Pero para funcionar en la
práctica, se requiere de una sociedad diversa y empoderada, con una variedad de
intereses en conflicto. Sin una vibrante pluralidad política que constantemente
cuestiona las decisiones de la autoridad y llama a cuentas a los poderes
fácticos, las instituciones rápidamente dejan de defender el bien público y
terminan por cuidar solamente los intereses de los poderosos.
Es un grave error
confundir la “modernidad” con el consenso. Las sociedades modernas son
precisamente aquellas que fomentan el debate y permiten el florecimiento de la
más amplia diversidad de puntos de vista. La modernidad tampoco significa el
fin de las “ideologías”. Al contrario, las sociedades avanzadas son
precisamente aquellas donde conviven todas las ideologías en absoluta igualdad
de condiciones.
Ian Shapiro,
destacado teórico de la Universidad de Yale, ha definido la democracia como “un
medio para manejar relaciones de poder con el fin de minimizar la dominación”.
De acuerdo con esta definición, el sistema político en México hoy se
encontraría de cabeza. Con la consolidación del Pacto por México como el nuevo
poder supremo de la nación, nuestras instituciones supuestamente democráticas
se habrían convertido en medios muy efectivos para “manejar relaciones de
poder” pero con el fin de maximizar, en lugar de minimizar, la dominación.
Las reformas
laboral, educativa y de telecomunicaciones, así como la próxima reforma
energética, tienen el propósito de expandir las oportunidades de explotación
para los empresarios más poderosos del país, así como minimizar el control
ciudadano. La absoluta exclusión de la sociedad civil en el debate y la
discusión de estas modificaciones legales es el indicador más claro de su
verdadero objetivo.
Los nuevos
gobernantes hacen esfuerzos olímpicos por recubrir este proyecto de dominación
con un discurso supuestamente tecnocrático. Manlio Fabio Beltrones ha señalado
que la reforma en materia de telecomunicaciones “no es para desahogar
agravios”, sino únicamente para “servir a los mexicanos”. Luis Videgaray repite
hasta el cansancio que habría que deshacerse de las “ideologías” con respecto
al petróleo y que el enfoque de la reforma energética debe ser “pragmático”.
Este discurso es
profundamente engañoso porque no hace más que esconder la clara ideología
neoliberal de sus promotores. El Financial Times, por ejemplo, ha señalado
abiertamente que el reto de Peña Nieto sería llenar el supuesto vacío de
liderazgo político en América Latina que deja la muerte de Hugo Chávez para
revivir el “Washington consensus”.
El enfoque
tecnocrático también busca cancelar el debate público sobre los grandes temas
nacionales y desmovilizar a la sociedad. El propósito es alejar al ciudadano de
la política con el fin de dejar las decisiones fundamentales en manos de Peña
Nieto y sus amigos…
Fragmento del
análisis que se publica en la edición 1899 de la revista Proceso, ya en
circulación.
www.johnackerman.blogspot.com
Twitter: @JohnMAckerman
(PROCESO/ John M. Ackerman25 de marzo de 2013)
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