La militarización de la
frontera con México emprendida desde el viernes pasado por el Presidente Donald
Trump, no es distinta a la que hicieron sus tres antecesores, Bill Clinton,
George W. Bush y Barack Obama. Lo que cambió fue el tono belicoso, altanero y
agresivo contra un país entero que provocó una respuesta de repudio casi
unánime, en México y en Estados Unidos. Pero también, lleva a la reflexión si
los muchos años de trabajo sucio realizado por gobiernos mexicanos para Estados
Unidos en materia de migración y delincuencia organizada, siguiendo los
designios de Washington deben, cuando menos, ponerse a revisión. En todos estos
años, la variable del Tratado de Libre Comercio de América del Norte ha sido la
rectora del alcance de la dependencia mantenida en secreto de los mexicanos.
Como hoy, justamente.
La última estampa de esa
fotografía nos la regaló el sábado The Washington Post, al hacer una nueva
revelación de esta colaboración. Desde 2014, con una ayuda de 75 millones de
dólares acordada dentro de la Iniciativa Mérida –que el gobierno del Presidente
Enrique Peña Nieto había dicho al iniciar la administración que iba a revisar y
modificar-, se instalaron escáneres biométricos en Iztapalapa, en la Ciudad de
México, y Tapachula, para obtener información de centroamericanos detenidos sin
documentos y darle un acceso sin precedente a las cárceles mexicanas a
oficiales estadounidenses para que pudieran identificar a criminales,
pandilleros y terroristas potenciales antes de que llegaran a la frontera común.
Los escáneres son manejados por agentes del Departamento de Seguridad Interna,
y en los 13 últimos meses, añadió el Post, recopilaron información de 30 mil
centroamericanos.
En este campo, la
colaboración tiene casi 30 años de ser intensa y secreta. En el gobierno de
Carlos Salinas, por petición del gobierno de Estados Unidos se incrementaron
sustancialmente los retenes en las carreteras del sur de México para detener a
centroamericanos, y se enviaba toda la información recopilada al entonces
llamado Servicio de Migración y Naturalización de esa nación. De mucho tiempo
atrás, intensificado durante los años de la Guerra Fría, todas las fotografías
de los pasajeros que llegaban a los aeropuertos mexicanos –tomadas en los
pasillos antes de cruzar Migración-, eran compartidas con los servicios de
inteligencia en la Embajada de Estados Unidos, que a su vez cotejaban con sus
bancos de datos y, si encontraban “personas de interés”, pedían a las
autoridades mexicanas que los siguieran o detuvieran.
Durante mucho tiempo,
Washington presionó a los gobiernos mexicanos para que le permitieran a sus
agentes, particularmente de la DEA, portar armas en territorio mexicano, que
siempre recibió una respuesta negativa hasta el gobierno de Felipe Calderón,
con la Procuraduría General de la República bajo el mando de Eduardo Medina
Mora, funcionario peñista después, le dio un acceso sin precedente a la DEA.
Los agentes antinarcóticos pudieron,, primero, estar presentes en los
interrogatorios a personas presuntamente vinculadas con el narcotráfico, y más
adelante, autorizó que realizaran primeros los interrogatorios y después el
Ministerio Público Federal, en una violación completa de la ley.
La cooperación llegó a
niveles increíbles. Por ejemplo, el operativo donde se abatió a Arturo Beltrán
Leyva en diciembre de 2009 fue realizado por un comando de marinos que había
llegado 15 días antes de entrenamiento en Estados Unidos, quienes recibieron
las instrucciones tácticas en inglés, por parte de un comandante
estadounidense. Las dos capturas de Joaquín “El Chapo” Guzmán, en febrero de
2014 y en enero de 2016, fueron realizadas por comandos de la Marina, pero con
la participación directa en la operación de agentes de la CIA y la Oficina de
Alguaciles del Departamento de Justicia en comunicaciones.
Durante los últimos seis
gobiernos del PRI y el PAN, los niveles de cooperación con Estados Unidos han
tenido distintos grados, pero la subordinación a Washington ha tenido un quid
pro quo económico y político, del cual se ha beneficiado sucesivamente Los
Pinos. Esta racional de costo-beneficio está rota por la virulencia retórica de
Trump, y la respuesta se ha tardado. Jorge G. Castañeda, ex Secretario de
Relaciones Exteriores, ha sido la voz más insistente en exigir, desde el año
pasado, un cambio en la cooperación de México con Estados Unidos, pero pocos lo
escucharon.
Lo reiteró la semana pasada
en su artículo en El Financiero, y lo expuso a través del candidato
presidencial Ricardo Anaya –del cual es hoy coordinador de estrategia-, por cuya
boca mandó el mensaje de condicionar la cooperación en materia migratoria, de
seguridad y combate a las drogas, al cese de las agresiones estadounidenses.
Castañeda no dijo el cómo –lo que es correcto-, pero el qué y el porqué es algo
en lo cual debe pensarse seriamente. El espacio para hacerlo y motivar al
Presidente a hacer algo en ese sentido se lo dio el Senado, que ante las
amenazas de Trump le demandó suspender la colaboración con Estados Unidos en
materia migratoria y de lucha contra el crimen organizado.
Peña Nieto tuvo una respuesta
inusitada –por su nivel de descrédito- cuando la semana pasada se plantó ante
el jefe de la Casa Blanca, lo que muestra que, en este tema, la nación lo
apoya. La demanda de un cambio debe atenderse. No tiene que ser pública, pero
sí clara y contundente. Si el TLCAN no va a ser a cualquier precio, tiene que
haber reciprocidad: las agresiones de Trump sí cuestan. Que lo sientan quienes
se verán afectados por ello en Estados Unidos, y que lo amarren. Ya es tiempo
de pasarles a ellos el manejo de su vitriólico Presidente.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 09/04/2018 | 04:06 AM)
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