Hace algún tiempo, en una
reunión con un grupo de periodistas, el Presidente Enrique Peña Nieto tiró la
toalla en cuanto a cómo revertir sus altos niveles de desaprobación. No tenía
solución, decía el Presidente, frustrado y con un sentir de incomprensión, por
lo que ya no intentaría cambiar el rumbo de la opinión pública. Lo juzgaría la
historia, como a Fidel Castro, en función de los méritos que había hecho. Su
creencia era que la política de comunicación social del Gobierno había sido
deficiente -queja eterna de gobiernos mexicanos, salvo quizás el de Carlos
Salinas- y que su mala imagen era irreversible. Lo que ni el Presidente ni su
equipo entendió fue que no se trataba de comunicación social per se, sino en la
forma obsesiva como se buscó sembrar en la cabeza de cada mexicano el proceso de
reforma. Pero hubo un error: siempre utilizaron la palabra “reforma” en cada
spot, mensaje, discurso, ignorando que esa palabra, que significa una
alteración del status quo, tiene por definición un rechazo universal.
El Presidente y su equipo
tenían una confusión conceptual, y se mantuvieron en la lógica que a través de
martillar en el cerebro la palabra “reforma”, mostrarían las bondades de la
revolución económica hecha en el sexenio y, al final de su gestión, un
referéndum avalaría lo mucho que se hizo. Para lograr esa proeza política,
inundaron los medios con los spots del Gobierno, y dedicaron amplias tajadas
presupuestales para presumir los logros en Google, Yahoo y Facebook. La
racional era llegar a grandes audiencias, no buscar calidad del mercado o la
persuasión de aquellos sectores que podían incidir en la opinión pública. El
resultado fue la destrucción de la credibilidad presidencial y su condena a la
desaprobación eterna.
Se puede argumentar que la
confusión conceptual llevó a decisiones equivocadas en materia de opinión
pública que aniquiló sus niveles de aprobación y, como consecuencia, está
arrastrando a José Antonio Meade, su candidato presidencial, al tercer lugar de
preferencias electorales. La comunicación social no pudo comunicar con
eficiencia el mensaje presidencial, pero el mensaje en sí mismo era equívoco.
Según un análisis de Fundar de los primeros cuatro años de gobierno, el gasto
en publicidad fue de 37 mil millones de pesos. Es decir, cada día de los dos
primeros tercios del sexenio, el gasto fue poco más de 24 millones de pesos. En
la mayoría de esos spots, la palabra “reforma” era la constante dominante.
Nunca corrigieron el error en
Los Pinos. En los 10 primeros meses de 2013, un ejercicio empírico mostró que
si a los casi 2 mil 500 millones de pesos que para ese entonces se habían
invertido en spots, se les asignara un valor para determinar cuánto habría
equivalido en tiempo que el Presidente hablara directamente con cada uno de los
aproximadamente 78 millones de mexicanos -en ese entonces- con educación
superior a la primaria, el total de minutos que habría tenido con cada uno de
ellos habría sido de alrededor de seis, que parecen eternos para hacer un
trabajo de persuasión.
La desaprobación presidencial
comenzó en el otoño de 2013, y para noviembre, los negativos de Peña Nieto
empezaron a crecer claros. El cruce se dio tras la reforma fiscal, y tuvo
altibajos durante la primavera y el verano de 2014, como resultado de las
reformas educativas y energética. La palabra “reforma” se convirtió en el
caballo de batalla presidencial que chocó con discursos de contrarreforma, pero
traducidos en términos totalmente asequibles para todos: nos quieren despojar
de nuestra riqueza y vender el petróleo; quieren acabar con los maestros para
privatizar la educación. Frente a imágenes claras y simples, la complejidad de
explicar una reforma que no iba a dar resultados inmediatos sino muchos años
después, cayó derrotada. Un Gobierno debe administrar las expectativas, pero no
mostrar el cielo azul a un futuro lejano.
Después del otoño de 2014,
con la casa blanca y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, Peña
Nieto nunca más estuvo en positivos cuando se medía su nivel de acuerdo
nacional. Sin embargo, no dejó de utilizarse “reforma” en sus mensajes. La idea
comunicacional de repetir una palabra hasta que entre en la cabeza del receptor
del mensaje tuvo resultados negativos al lograrse el cometido. El problema para
Peña Nieto es que no era una palabra tan negativa en la cabeza de la gente, la
que hubiera deseado que se incubara.
El rechazo al Presidente y el
repudio a lo que significaba el PRI cobró su cuota de votos en 2015 y 2016, lo
que llevó a que la selección de candidato presidencial fuera en alguien sin
filiación priista. Un ciudadano como Meade, fue la receta electoral. Lo que no
habían calculado es que se había acumulado tanta molestia con el Presidente y
el PRI, que los negativos están hundiendo la campaña presidencial. Las
encuestas lo dicen como un patrón: casi la mitad de los mexicanos afirman que
jamás votarían por el PRI, y un porcentaje similar dicen que no votarán por el
candidato ciudadano vestido de tricolor.
Para esta enfermedad, no hay
medicina. Meade, con todos sus atributos y experiencia no está pudiendo darle
la vuelta a las tendencias de voto. Quizás porque los diagnósticos
comunicacionales son los mismos que llevaron a Peña Nieto al infierno de la
opinión pública. Después de todo, quienes desarrollaron la estrategia del
mensaje en Los Pinos, son los mismos que ahora mandan en la campaña
presidencial. ¿Cambiarlos? No está en el ADN del Presidente. ¿Y Meade? Ni
quiere, ni puede hacerlo.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 12/04/2018 | 04:05 AM)
No hay comentarios:
Publicar un comentario