Se dice que desde hace un año
los precios de las gasolinas están determinados por la oferta y la demanda, más
aún cuando desde el 30 de noviembre de 2017 tales precios ya son “libres”. En
realidad, esa afirmación es un engaño. Esos precios están controlados por el
gobierno a través de un gravamen móvil, según el cual, cuando suben o bajan
“demasiado”, la autoridad hacendaria puede modificar cada mes la tasa del IEPS
(Impuesto Especial sobre Producción y Servicios), sin consultar con el
Congreso.
El punto que el gobierno
defiende es dejar que las gasolinas suban de precio para que el gobierno
alcance unos ingresos complementarios, aunque lleguen a estar más caras que en
los otros lados de nuestras fronteras, tal como está ocurriendo. El sistema
fiscal se convierte así en factor directo de encarecimiento, lo cual resulta al
final más oneroso que cobrar unas tasas fijas y moderadas.
Veamos. El gobierno genera
primero un subsidio virtual a través de una alta tasa impositiva que no se recauda
efectivamente en su totalidad. Luego, denuncia la existencia de 200 mil
millones de pesos anuales de dicho subsidio, suficientes para sufragar
anualmente 20 universidades públicas, las cuales, sin embargo, siguen sin
existir. En consecuencia y para aumentar por esa vía los ingresos (“no se
aumentarán impuestos”, ha dicho la actual administración), se eleva la tasa
real de IEPS y se cobra de manera regulada, en prevención de un disparo en los
precios internos con motivo de la participación de las compañías importadoras y
distribuidoras de gasolinas que están arribando al país.
Pero, ¿para qué querría
México tener unas empresas privadas de gasolina? La respuesta es simple, aunque
contradictoria. El país ha tenido el crudo y ha podido producir los refinados,
sin embargo, la reforma energética tiene como propósito rematar la riqueza
nacional de hidrocarburos y, también, dejar de producir gasolinas con el
argumento de que así serán más baratas y sin “subsidios”. El problema es que
México no se va a beneficiar en el balance final, sino que serán las empresas
privadas, en su mayoría extranjeras, las cuales importarán el combustible. Todo
esto no es más que un negocio promovido y protegido.
La reforma energética es
también una derivación del dogma que sostiene que el Estado no debe hacerse
cargo de la producción ni de la distribución de bienes y servicios. Por tanto,
en la concepción del neoliberalismo en boga desde hace 30 años, la existencia
de Pemex y la CFE habría sido un error histórico.
El resultado de la
privatización no es sólo lograr que la oferta y la demanda se conviertan en
cobertura de un emporio abigarrado de intereses particulares, sino que todo
control de precios se efectúe en el marco de negocios privados, pero
exclusivamente por cuenta de ingresos públicos. Es lo de siempre, las ganancias
se privatizan, las pérdidas se socializan. Ahora tenemos tasas impositivas
indexadas a las utilidades de unas cuantas empresas.
Además, el país deja de
desarrollar su propia ingeniería para resolver problemas que van a seguir
presentes durante varias décadas. Por desgracia, las gasolinas no serán
sustituidas del todo dentro de diez o veinte años y, cuando por fin ocurra, la
petroquímica seguirá siendo una de las bases industriales de cualquier país.
La oferta y demanda
“internacional” no es lo que opera para la fijación de los precios internos de
las gasolinas sino el nivel del IEPS petrolero, es decir, tenemos que, en los
hechos, un duplicado gravamen al consumo se ha convertido en un renglón privilegiado
de ingresos públicos.
Algo peor ha ocurrido con la
súbita revolución del precio del gas doméstico, bajo la “desregulación” del
gobierno, pues su monstruoso aumento golpea en forma fuerte y súbita la
economía de las familias pobres. Mejor sería abaratar ese gas produciendo más
dentro del país.
Ahora bien, la inflación está
entrando en una espiral por dos factores directos y un resultado esperado. El
primero es la política de aumento de precios de bienes y servicios del sector
público, la cual no se quiere revisar. El segundo consiste en que en el pasado
reciente se incrementó la deuda pública por encima de la capacidad de pago,
debido a que la economía creció muy poco; ahora viene la resaca que consiste en
el superávit primario que le quita recursos a lo importante para lanzarlos a la
esfera de la especulación financiera, es decir, sin que sean devueltos a la
sociedad.
El resultado esperado
consistió en la depreciación del peso con la consecuente subida de la tasa de
interés como medio para prevenir la exportación de capital-dinero. No obstante,
el aumento del rédito opera a favor de la inflación y, con ello, se volatiliza
uno de los efectos deseados del aumento original de la tasa de interés que
consiste en estabilizar el peso. Como la depreciación de la moneda está casi
siempre a la puerta y, de la mano, el rédito se ha triplicado, entonces muchos
precios tienden con frecuencia a subir.
En conclusión, al margen de
las inicuas mentiras neoliberales, hay que cambiar la política económica,
fortalecer la inversión productiva, aumentar los ingresos bajos, producir en
suficiencia alimentos básicos, controlar bien los precios al público de los
hidrocarburos, asumir la conducción e impulso del sector de la energía,
modificar el sistema de financiamiento del Estado, administrar mejor y dejar de
despilfarrar ingresos públicos, reimpulsar la política social y promover desde
el Estado el crecimiento de la economía.
No sería la gran cosa, pero
todo eso ya es una urgencia nacional.
Artículo publicado el 7 de enero de 2018 en la edición
780 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ PABLO GÓMEZ/ 11 ENERO, 2018)
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