En
unas horas Juan Pablo Escobar Henao pasó de ser el hijo bien amado del capo más
poderoso del continente a perder a su papá y su fortuna y ser sentenciado a
muerte por la mafia. Tuvo que huir y rehacer su vida en Argentina casi desde
cero. Ahora –a más de 20 años del asesinato del jefe del Cártel de Medellín–
Sebastián Marroquín Santos, como se rebautizó durante su exilio en Buenos
Aires, ofrece un relato de su vida en el libro Pablo Escobar, mi padre, que en
parte refleja los problemas de Colombia durante y después del reinado del
narcotraficante.
BOGOTÁ
(Proceso).- Juan Pablo Escobar Henao fue un niño que creció aislado del mundo y
con pocos amigos. Sus compañeros de juego eran algunos de los mayores asesinos
de Colombia, a quienes recuerda por sus alias del mundo criminal: Arete, Otto,
Mugre, Pinina, Chopo, Misterio y Agonías, entre otros.
Con
ellos jugaba futbol y Nintendo, pues los padres de familia del colegio al que
asistía les prohibían a sus hijos relacionarse con él.
Eran
finales de los ochenta y el padre de Juan Pablo, Pablo Escobar Gaviria, jefe
del Cártel de Medellín, era considerado por la revista Forbes el hombre más
rico de Colombia, con una fortuna de 3 mil millones de dólares.
También
era el asesino más implacable del país. Ya había mandado matar al ministro de
Justicia, Rodrigo Lara Bonilla; al director del diario El Espectador, Guillermo
Cano; al líder liberal Luis Carlos Galán, y a 107 pasajeros de un avión de
Avianca al que ordenó ponerle una bomba. Integrantes de la elite hacían
negocios con él, pero no lo aceptaban como amigo. El Club Campestre de Medellín
lo rechazó como socio.
Juan
Pablo –primogénito y único hijo varón de Pablo– fue un niño mimado y feliz. A
los cuatro años su papá le compró su primera motocicleta, una Suzuki amarilla
con rueditas laterales para no caerse. Al cumplir 11 años ya tenía una
colección de 30 motos. Entre sus regalos de infancia recuerda la espada
original del libertador Simón Bolívar y un departamento de soltero con enormes
alcobas, bar y una alfombra de piel de cebra en la sala. Los chocolates de su
primera comunión fueron traídos desde Suiza en el jet privado del Patrón, como
llamaban a su padre los sicarios a su servicio.
Además
de las excentricidades, Juan Pablo recuerda a un papá cariñoso y cercano que
aun en sus largas temporadas de clandestinidad se las arregló para mantener
contacto con sus dos hijos –él y su hermana menor, Manuela– y con su esposa,
María Victoria Henao, la madre de ambos. Lo hacía mediante cartas “con muy
buenos consejos”, mensajes de audio grabados en casetes y visitas intempestivas
a donde ellos estuvieran.
En
medio de su guerra contra el Estado colombiano, el jefe del Cártel de Medellín
solía contar cuentos infantiles a sus dos hijos. Era capaz de ordenar un
asesinato por los radioteléfonos que utilizaba como sistema privado de
comunicaciones y un minuto después portarse como un diligente padre y esposo.
La familia era su debilidad y sus enemigos lo sabían demasiado bien. Tanto, que
ese factor fue determinante en su muerte, ocurrida el 2 de diciembre de 1993.
Ese
día, Escobar Gaviria –que desde su fuga de la cárcel La Catedral, 16 meses
antes, había logrado eludir al Bloque de Búsqueda, una fuerza policiaca y
militar de elite creada exprofeso para dar con su paradero– fue ubicado
mediante un rastreo electrónico de la CIA en una casa en Medellín. Una llamada
telefónica a Juan Pablo, quien estaba en un hotel bogotano con su madre y su
hermana, permitió su localización. El narcotraficante fue abatido de tres
disparos mientras intentaba huir por un tejado.
DOBLE IDENTIDAD
A
partir de ese día Juan Pablo Escobar Henao –quien afirma que su padre en
realidad se suicidó de un disparo en el oído derecho– supo que ya no podía
vivir con ese nombre. Seis meses después se lo cambió en una notaría de
Medellín por el de Sebastián Marroquín Santos. Más de la mitad de sus casi 38
años se ha llamado así.
Es un
hombre con dos identidades, la del arquitecto y diseñador industrial que reside
en Buenos Aires; y la del niño y adolescente que fue en Medellín. Una y otra
tienen la marca ineludible de Pablo Escobar Gaviria.
“Yo
siento el corazón y el alma partidos a la mitad. Por un lado tienes un enorme
afecto por el padre, por ese ser querido y muy presente a nivel familiar, por
sus detalles, no por la calidad de los regalos que me daba, sino por la calidad
humana que sentía de él. Pero por otro está el Pablo Escobar que fuera de la
casa no temía a nada ni a nadie y que con su poder económico, su poder militar,
su poder corruptor y destructor, terminó avasallando un país. Y no puedo ser
ajeno al dolor de las víctimas que él causó”, dice en entrevista.
Por
primera vez en dos décadas Juan Pablo ha vuelto a utilizar su nombre de
infancia. Lo hizo para presentar el libro Pablo Escobar, mi padre, que lanzó en
Colombia, Argentina y Uruguay en noviembre pasado bajo el sello de Planeta y en
el cual desarrolla “una investigación personal e íntima” del hombre al que la
justicia colombiana vincula con unos 5 mil homicidios.
Sostiene
que en el proceso de elaboración debió enfrentarse de nuevo a su padre, a quien
ama “de manera profunda” pero a quien reprocha el daño causado a tantos
colombianos: “A ese personaje violento yo lo cuestioné con ferocidad. Yo lo
enfrentaba, porque nunca estuve de acuerdo con las bombas que ponía”, asegura.
–Eras
un niño. ¿Te dabas cuenta de lo que hacía? –se le pregunta.
–Sí,
por supuesto, y yo y mi madre activamente le recriminábamos por su violencia.
Yo te diría, sin temor a equivocarme, que dentro de su entorno prácticamente mi
madre y yo éramos las únicas personas que no le aplaudíamos su violencia,
porque además sabíamos y éramos conscientes de que toda la violencia volvería
contra nosotros. Y de hecho así ocurrió.
DIEZ MINUTOS DE IRA
A las 3
de la tarde del 2 de diciembre de 1993, Juan Pablo se enteró por la radio de
que su padre había sido abatido por el Bloque de Búsqueda. Su primera reacción
fue de incredulidad, pues siete minutos antes había hablado por teléfono con
él, pero pronto la noticia adquirió rango de hecho consumado. Ofuscado, dijo
vía telefónica a un noticiario de televisión que vengaría esa muerte:
“Al que
lo mató, yo solo voy a matar a esos hijueputas, yo solo los mato a esos
malparidos”, sentenció en declaraciones que dieron la vuelta al mundo. Tenía 16
años.
“El
deseo de vengarme era muy grande y sí llegué a pensar cómo iba a hacer para
cumplir mi amenaza, pero eso duró 10 minutos, porque ahí supe que la decisión
que tomara era la definitiva en mi vida. O me convertía en un bandido peor que
mi padre o dejaba de lado para siempre su mal ejemplo. Ahí pensé que no podía
tomar el camino que tanto le criticaba y que tanto nos había hecho sufrir a
todos como familia”, sostiene.
Esos 10
minutos de ira, sin embargo, le costaron caro, pues lo convirtieron en un
objetivo militar del grupo Perseguidos por Pablo Escobar, los Pepes. Esa
organización criminal, que congregó a la flor y nata de la mafia colombiana,
estaba liderada por los capos del Cártel de Cali, Gilberto y Miguel Rodríguez
Orejuela, y los jefes paramilitares Fidel y Carlos Castaño.
Los
Pepes tenían el propósito de dar de baja al jefe del Cártel de Medellín “sin
importar a quién hubiera que torturar, matar y cortar en pedacitos”, dijo
alguna vez Carlos Castaño.
Una vez
que Escobar fue eliminado, los Pepes quedaron con el campo libre para cobrar el
botín de guerra. María Victoria, la viuda del capo, fue convocada a Cali, donde
los Rodríguez Orejuela, Carlos Castaño y una treintena de mafiosos más la
sentaron en una mesa y le exigieron 120 millones de dólares para respetar la
vida de ella, la familia y los hombres del capo muerto, aunque con una
excepción.
“A su
hijo se lo vamos a matar”, le dijo Miguel Rodríguez Orejuela.
Ella
imploró por la vida de Juan Pablo. “Si quieren nos vamos de Colombia para
siempre, pero les garantizo que él seguirá por el camino del bien”, aseguró a
los jefes del crimen organizado del país.
Miguel
le respondió que si Juan Pablo quedaba vivo y lleno de dinero algún día querría
hacer realidad la promesa de vengar la muerte de su padre. “Por eso nuestra
consigna es que sólo las mujeres queden con vida”, acotó.
La
sentencia de muerte se anuló cuando Juan Pablo fue con su madre a Cali a
prometer que nunca se involucraría en el negocio del narcotráfico y cuando la
familia entregó a los vencedores de la guerra decenas de bienes: desde enormes
lotes urbanos –donde hoy funcionan hoteles y centros comerciales en Medellín–
hasta edificios, obras de arte, fincas de entre 10 mil y 100 mil hectáreas,
aviones, helicópteros y vehículos de lujo.
Entre
los acreedores de Escobar figuraba el narcotraficante Leonidas Vargas Don Leo,
conocido por su bravura y sus nexos con los cárteles mexicanos. Era socio de
Amado Carrillo Fuentes El Señor de los Cielos, jefe del Cártel de Juárez, y fue
quien se encargó de conectar a este mafioso mexicano con el jefe del Cártel de
Medellín.
“Mi
padre y Leonidas (quien fue asesinado en Madrid hace seis años) hicieron muy
exitosas las rutas por México con Amado Carrillo”, señala Juan Pablo.
Tan
rentable era la ruta, que el hijo de Pablo Escobar recuerda que en una sola
“vuelta en México”, en 1992, mientras se encontraba recluido en la cárcel La
Catedral, su padre obtuvo una utilidad de 32 millones de dólares, según le
dijo. De ese dinero pagó una deuda de 24 millones de dólares a sus socios
Fernando Galeano y Gerardo Kiko Moncada, a quienes habría de asesinar en esa
prisión aledaña a Medellín ese mismo año.
De
acuerdo con Juan Pablo, en 1994, luego de la muerte de su padre, Don Leo, quien
se encontraba preso en la cárcel La Picota de Bogotá, les hizo saber a él y a
su madre que el extinto jefe del Cártel de Medellín le debía un millón de
dólares y necesitaba que se lo pagaran. La deuda quedó saldada con un avión.
“Fuimos
despojados de la totalidad de los bienes de mi padre. Lo que no nos quitó el
gobierno por la vía legal nos lo quitaron nuestros enemigos a punta de pistola.
Nos tocó volver a empezar la vida, reinventarnos. Yo había sido criado como
hijo de un millonario y cuando llegué a Argentina me tocó empezar a trabajar y
volver a empezar”, asegura Juan Pablo.
EXILIO
La
familia de Pablo Escobar Gaviria llegó a Buenos Aires el 24 de diciembre de
1994 con nuevos nombres, adquiridos seis meses antes en Colombia mediante un
procedimiento legal.
María
Isabel Santos y sus hijos Sebastián y Juana Marroquín Santos decidieron
instalarse en la capital argentina luego de una fallida estancia de tres días
en Maputo, Mozambique, donde pensaban radicar hasta que se dieron cuenta de que
ése era un país destruido por la guerra civil, donde no había supermercados ni
universidades.
Eligieron
Buenos Aires porque en Argentina no les pedían visa y en el viaje hacia Maputo
hicieron una escala en esa ciudad y les agradó el esplendor del verano austral
en sus calles. Sebastián, quien viajó al exilio con su novia Andrea, traía los
bolsillos llenos de joyas.
“No
llegamos a Argentina con las manos vacías, pero no llegamos con las manos
llenas. Llegamos con lo básico para alquilar un apartamento, ni siquiera para
comprar un vehículo. Yo llegué a estudiar, a prepararme y a trabajar
inmediatamente porque no teníamos forma de mantenernos.”
Juan
Pablo, Andrea, María Victoria y Manuela acordaron nunca más volverse a llamar
entre ellos con esos nombres sino con los que adquirieron en una notaría de
Medellín. Andrea eligió el de María Ángeles Sarmiento.
–Hablando
en plata, Sebastián, a ustedes les debe haber quedado una fortuna –se le
comenta.
–No.
Los enemigos de mi padre nos dijeron: “Si esconden una moneda, ustedes están
muertos”. Te imaginarás que con el nivel de violencia al que ya habíamos estado
expuestos no íbamos a ser tan estúpidos de querer esconder nada. Y fuera de
eso, terminamos con tan mala suerte que, con las traiciones familiares, lo poco
que se iba a salvar terminó siendo robado por los hermanos de mi padre.
Según
Sebastián, sus tíos Escobar Gaviria y su abuela Hermilda se lanzaron con
voracidad sobre la herencia y se apropiaron de varias fincas del capo que
estaban a nombre de terceros. “Nos robaron”. Sostiene que sus parientes incluso
falsificaron documentos.
Dice
que su tío Roberto, El Osito, subalterno de Pablo a lo largo de su carrera
delictiva, se apropió de 3 millones de dólares en efectivo que su padre había
dejado para ellos, mientras a su tía Alba Marina le pidieron recuperar varias
cajas de dólares escondidas en dos caletas en una casa en Medellín, pero se
quedó con el dinero.
Las
migajas de la fortuna del capo del Cártel de Medellín terminaron de repartirse
en 2014, cuando culminó un litigio judicial de 13 años promovido por Sebastián
y su hermana contra sus tíos Alba Marina, Gloria, Argemiro y Roberto Escobar
Gaviria.
Sebastián
señala que él y Juana quedaron con la propiedad legal de los edificios Mónaco,
Dallas y Ovni, en Medellín, y con la hacienda Nápoles, fortín al que Pablo
nombró así porque en esa ciudad italiana nació Gabrielle Capone, padre del
mafioso estadunidense Al Capone.
Sin
embargo, abunda, esas propiedades están en manos del Estado colombiano mediante
la figura de extinción de dominio. “Todas ellas han sido malvendidas a empresas
privadas a través de actos de corrupción que sólo beneficiaron a la clase
política colombiana y no a las víctimas”, indica.
–Ustedes
llegaron a Argentina con joyas en los bolsillos, según cuentas en tu libro. ¿De
qué han vivido estos años?
–Mi
madre trabaja. Yo trabajo. Soy diseñador industrial, soy arquitecto, y
rápidamente me pude incorporar a la vida laboral. Eso me dio estabilidad y
pudimos salir delante de a poquito. También la ayuda de la familia de mi madre
fue muy importante. Y otra de las formas con que nos ayudábamos era
vendiéndoles archivos familiares de fotografías y videos a los medios.
Dice
que su madre trabaja en la venta de bienes raíces y obras de arte. Este último
negocio lo aprendió durante sus años de matrimonio con el capo, cuando llegó a
acumular en su penthouse de mil 500 metros cuadrados, en el edificio Mónaco,
una de las colecciones privadas de arte más importantes de América Latina, con
obras de Botero, Rodin, Guayasamín y Dalí, entre otros.
Él y su
madre fueron detenidos en 1999 en Argentina bajo cargos de lavado de dinero.
Vivían en un departamento a nombre de ella, en Saavedra, un barrio de clase
media alta en Buenos Aires. La policía reportó que tenían cuatro empleadas de
servicio, dos de ellas colombianas. Sebastián permaneció cinco semanas en
prisión y María Isabel, 20 meses. La Corte Suprema de Justicia argentina los
absolvió tras un proceso de siete años. Sebastián sostiene que el único delito
de los dos es ser hijo y viuda de Escobar Gaviria.
A lo
largo de los 20 años que ha radicado en Argentina, expresa, ha vivido de sus
trabajos como arquitecto, diseñador industrial y profesor universitario.
También lanzó una línea de ropa con imágenes de su padre, lo cual le generó
críticas de familiares de las víctimas. Un banco incluso canceló sus cuentas, y
empresas textiles se negaron a hacer negocios con él por considerar que hacía
apología de un criminal y asesino.
“Aprendimos
a vivir en forma honrada y digna –dice–. Yo no ando en carros de lujo, vivo
normal y tranquilo, sin ostentaciones, con mi esposa y mi hijo (de dos años).
No me quejo. Muchos piensan que vivimos de la gran herencia de mi papá, pero
no. No la he necesitado para tener felicidad, aprendí a vivir sin ella y estoy
agradecido de que no la tengo.”
(PROCESO
/ REPORTAJE ESPECIAL/ RAFAEL CRODA/ 6 DE FEBRERO DE 2015)
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