lunes, 11 de noviembre de 2013

DEUDA

Cuando escuchó los balazos, pensó en el dinero que les debían. Agachado él, tras las bocinas. Otros corrían, se atochaban temblorosos: cerraban los ojos para no escuchar la tracatera, los gritos, los pasos accidentados, los muebles cayendo, los lamentos de los que yacían heridos.

Los habían contratado para tocar en esa fiesta privada. Les informaron que les iban a pagar bien. La mitad por adelantado. Va a estar el jefe, anunciaron en voz baja. Eso significaba que tocarían otros grupos norteños, como ellos, y también la banda.

Buena paga. Valía la pena estar entre empistolados y uno que otro con el rostro cubierto con capucha. Los enriflados rodeando a los jefes, cuya mesa no tenía espacio para más bucanas ni viandas de mariscos. Mujeres allá y más acá, encima, a un lado, con las manos sobre los hombros y más abajo. En los muslos y más arriba. En manos ajenas.

Miradas con alas de mariposas. Susurros en cartílagos óticos. Orejas pellizcadas, presas de mordiditas. Mojadas de lengua. Ellas altas, espigadas, con las anchuras y los bultos en su lugar: mostrando por todos lados los patios traseros del paraíso. Ellos en sus aposentos, sonrientes, frenando a pasones de la blanca los fangos de la embriaguez.

Sonaba el acordeón y la tarola. Chicoteaba el tololoche.

Alternaban unos u otros. Luego la tuba, el sonido de El Niño Perdido protagonizado por dos trompetas alejadas del estrado. Le siguieron El Sauce y la Palma, El Sinaloense, Caminos de Michoacán y El Palo Verde. Los asistentes, selectos y enhiestos, movían sus partes y hacían viento. Los meseros en apuros. Los gritos de fiesta.

No sabían que afuera hombres de verde camuflaje rodeaban el local e iban despachando uno a uno a vigilantes, punteros y escoltas. Ingresaron al local y empezó la corredera. Mesas, sillas y sillones fueron lanzados a los lados. Los gritos ahora eran de terror. El jefe de los uniformados ordenó algo que pocos escucharon. Hizo señas con las manos y aquello se descompuso estrepitosamente.

Se oyeron disparos de un lado. Ráfagas. Hombres con casco y lentes avanzaban como robots, sin mucha resistencia y en medio del azoro. Unos cayeron heridos. Otros levantaron las manos para que no les hicieran nada. Culatazos. Huída por la puerta de emergencia. Prendan las luces, gritó alguien. Fuera estrobos y oscuridad.

Sangre, prendas, heridos en el piso y los sillones. Mujeres, llanto y olor a orines y güisqui pasado por terror. Hielos vencidos, agua vulnerada. Todo se hizo viejo y con olor a muerte y dolor. Al suelo, somos del Ejército. No encontraban al jefe. Huyó, dijo alguien. Y él y sus músicos agachados: uno de ellos tenía un balazo en la espalda.
Él pensó, Hijuelachingada. Ya no nos van a pagar el resto.

8 de noviembre de 2013.

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