Rosendo Zavala
Saltillo, Coah.-
Cuando escuchó que lo llamaron por su sobrenombre, “La Gringa”, volteó
sorprendido y comprendió que sus días de escondite habían terminado, porque el
destino le cobraría con cárcel haberse embriagado hasta cometer el peor delito…
asesinar a su amigo.
Aquella voz ronca
que lo sacó de sus andanzas era la del agente ministerial que lo encontró
vestido de decencia, lejos de su tierra, donde pretendía enderezar el camino
para olvidar la amarga experiencia que lo había marcado para siempre.
En medio del
torbellino emocional que lo confundía de sobremanera, el jornalero retornó a
Saltillo, donde comenzó su calvario penitenciario tras reconocer que se había
convertido en criminal por apuñalar a su pariente lejano, durante la borrachera
festiva que se convirtió en tragedia.
Pura cerveza
Mientras la tarde
caía sobre la maleza del ejido Guelatao, los murmullos mostraban el ambiente
festivo del lugar, ajeno a la tragedia que se postraría con el amanecer más
rojo de que se tenga memoria en el pueblo.
Y es que Andrés hizo
planes para dar el borrachazo de su vida, sin sospechar que su afición al vino
lo traicionaría irremediablemente, cuando en un arrebato de furia atentaría
contra su propia sangre, dejando una estela de dolor, que hasta hoy siguen
llorando los deudos.
Pero mientras la
muerte se aproximaba cautelosa hasta el punto de acuerdo, la música retumbaba
feroz en la casona de Luis, que junto a su grupo de amigos departía en el que
sería el último convivio terrenal, antes de caer abatido por su propio
invitado.
Mientras las farolas
de la cabecera municipal figuraban como luciérnagas en el horizonte, en el
ejido los brindis eufóricos se dejaban escuchar, entre palabras y carcajadas
que diluían aparentemente cualquier posibilidad de que algo saliera mal.
Dese tiempo atrás,
los jornaleros habían acordado involuntariamente protegerse como si fueran
allegados, pero la repentina discusión, matizada con el veneno del odio, se
encargó de matar la relación de ambos, que terminaron en lugares tan distantes,
pero tan unidos por la misma situación.
Ajenos a lo que
pasaría aquella noche de noviembre, Andrés y Luis se reunieron con los
conocidos que aderezarían la reunión donde el alcohol corrió indeleble, contribuyendo
a la alegría ficticia en la que todos se envolvieron con el correr del tiempo.
Mientras los
acordeones norteños zumbaban en las viejas bocinas que animaban a los
presentes, el fantasma de la desgracia comenzaba a tomar forma, sin que nadie
se diera cuenta, así comenzó a gestarse la odisea que culminaría de la peor
manera frente a los ofendidos deudos.
Esto, porque “La
Gringa” portaba en su cintura lo que acabaría de tajo con la festividad que
hasta entonces parecía reinar, no sólo en Guelatao, sino en todo General
Cepeda, que súbitamente se fundió en el silencio que provocan la tragedia.
A puñaladas
Espantando el frío
infernal que corría por todos lados, los fiesteros mitigaban el invierno con la
antorcha de la indiferencia, mientras las anécdotas de la semana en el campo
competían por erigirse como la mejor historia, esa que los dejara ante la
concurrencia como los mejores jornaleros del rumbo.
Pero lo que hasta
entonces era la mejor de las reuniones se convertiría en la peor de las desgracias,
cuando un desacuerdo renació las diferencias entre los “primos” que tratando de
lucirse ante el grupo dieron lo mejor de su repertorio verbal para no quedar
mal ante su gente.
Tras varios minutos
de una mezclada discusión, en la que todos parecían tener injerencia, “La
Gringa” y Luis tomaron muy personal el asunto que se salió de control sin que
nadie lo advirtiera, pero que resultaría definitivo en las aspiraciones
vivenciales del fallecido.
Repentinamente, el
mundo pareció detenerse y los dos rijosos se hicieron de palabras, formando el
círculo imaginario donde todos figuraron como testigos del duelo que se tiñó de
sangre, porque sería entonces cuando el infortunio se metió de lleno en la
discordia, donde habría un perdedor.
Aprovechando la confusión
que para entonces invadía a los presentes, Andrés sacó una daga de entre sus
ropas y, apoyado en el barullo del momento, asestó una puñalada a su rival de
ocasión, que herido de muerte cayó desplomado, ante el asombro de quienes nada
pudieron hacer para ayudarlo.
Sorprendido de su
propia obra, el atacante corrió por las calles del pueblo para perderse bajo el
manto de la noche, mientras los familiares de Luis se arremolinaban en torno al
cuerpo, que para entonces ya había escrito su destino final.
Buscando remediar lo
irremediable, los potenciales deudos se postraron sobre el charco de sangre que
escapaba de las entrañas del herido, que balbuceando sus últimas palabras fue
subido en la camioneta que a toda prisa devoró los siete kilómetros de terracería
que separaban la vida de la muerte.
Minutos después, el
vehículo se detuvo abruptamente en las afueras del centro de salud, a donde el
moribundo fue ingresado sin posibilidades, porque cuando el médico de guardia,
lo revisó ya había exhalado su último suspiro.
Tras confirmarse el
deceso de Lucho, un grito de dolor se dejó escuchar en el lugar, poniendo la
etiqueta de crimen a la discusión que comenzó como una simple borrachera, pero
que se distorsionó hasta dejar a un hombre muerto sin motivo aparente.
Aterrorizado
Al mismo tiempo,
elementos municipales llegaban a la escena de la gresca, donde interrogaron a
los testigos sobre los hechos, sacando las primeras conclusiones para cooperar
con el fiscal encargado del caso, que hizo lo propio en la clínica donde se
reportó la defunción.
Por su parte, “La
Gringa” temblaba al sentirse acosado por los pensamientos fatalistas y buscando
salvar su integridad se refugió en un punto ciego de la región, sabedor de que
nadie lo encontraría porque, de lo contrario, su futuro podría ser el mismo del
hombre victimado minutos antes.
Sintiendo que la
furia de los deudos lo alcanzaba sin tenerlos enfrente, Andrés huyó a
Monterrey, donde intentó comenzar una nueva historia, lejos de los
señalamientos sociales o los recuerdos de un pasado que todos los días se
convertía en presente.
Durante más de siete
meses, el hombre de pinta militar y esperanzas rotas deambuló por las calles
regiomontanas buscando el futuro que nunca llegó, porque ni sus múltiples
intentos por aprender un oficio lo salvarían de encarar la realidad que lo
acechaba peligrosamente.
Una tarde de junio,
el prófugo de la justicia se entretenía aplicando sus dotes de ciudadano
informal, cuando una voz desconocida lo alertó de sobremanera, y presagiando el
principio del fin, volteó lentamente, tan sólo para percatarse de que su
pesadilla tomaría un nuevo rumbo.
Viendo fijamente a
los hombres que llegaron buscándolo, el güero suspiró hondo sin preguntar nada,
porque las miradas que cruzaron ambas partes dejaban en claro que los días de
correr sin rumbo fijo habían terminado justo en ese instante.
Resignado, al
criminal no le quedo más que aceptar las circunstancias y subir en la patrulla
ministerial, en la que regresó a Coahuila, sabiendo que le esperaba un negro
porvenir, donde los barrotes del encierro serían su único panorama durante los
siguientes años.
Antes de volver a su
auténtica realidad, el hombre dio los motivos que lo orillaron a tomar la
trágica decisión, narrando a los investigadores la forma como se desarrollaron
los hechos que lo convirtieron en homicida, señalando la discusión fortuita
como el elemento que lo incitó a pecar mortalmente.
Sobresaltado,
manifestó que se fue del pueblo por temor a represalias, porque sabía que si se
quedaba podía ser presa de los enfurecidos parientes del muerto, sacando
distancia para evadir el problema en que se había metido por no contener su
carácter.
Acusado
Inmerso en los
recuerdos que volvieron de la nada, Andrés enfrentó su proceso legal ante un
juez penal de Saltillo, argumentando en todo momento que fue provocado por Luis
aquel fin de semana, donde se convirtió en asesino.
Tratando de evadir
el encierro definitivo en el Cereso para varones de la localidad, “La Gringa”
aportó los elementos que resultaron ser los necesarios para consolidar su deseo
de mantener la libertad perdida tras una noche de borrachera.
Y es que como parte
del litigio que llevó durante casi medio año, el inculpado ofreció una cantidad
importante de pruebas, entre las que destacó la versión de los testigos, lo que
le valió para que las autoridades dieran un fallo definitivo en las diligencias
que se prolongaron hasta la víspera de la Navidad.
Bajo el panorama de
lo recabado durante las actividades de investigación, el fiscal asignado dio su
veredicto y dictó una sentencia de 5 años con 9 meses de prisión a Andrés por
el delito de homicidio simple doloso en contra de Luis.
Sin embargo, la
penalidad impuesta bastó para que el inculpado se acogiera a los beneficios que
el castigo le brindaba, aceptando la libertad bajo caución a la que tenía
derecho, siempre que cumpliera con las disposiciones de ley que debía acatar
para acceder a la calle.
Fue así como “La
Gringa” sintió que el alma le volvía al cuerpo, aunque para eso tenía que pagar
30 mil pesos por concepto de multa y reparación del daño, además de
comprometerse a estar cerca de las autoridades para atender el llamado de éstas
cuando fuera requerido.
Andrés fue
sentenciado por un juez penal de Saltillo a 5 años 9 meses de prisión bajo el
delito de homicidio simple doloso, se le brindó el beneficio de la libertad
bajo caución, teniendo que pagar 30 mil pesos por concepto de multa y
reparación del daño.
(ZOCALO/ REVISTA IMPACTO SALTILLO/ Rosendo Zavala /29/01/2013
- 01:10 PM)
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