Pelo corto y un cuerpo
compacto, como de brazos y tórax blindados. Recuerda esa vez que les dieron el
pitazo: ahí, en esa casa blanca de pilares rojos, está El alacrán, un narco
pesado de la localidad. Lo mandaron a él y a varios de su grupo. Cuando
llegaron, el hombre estaba desarmado, sentado en la silla del comedor, junto a
su esposa y un hijo. El hombre quiso brincar, tomar el fusil y enfrentarlos. No
tuvo tiempo: ya lo tenían encañonado y varios uniformados encima.
Ellos llegaron gritando Secretaría
de Marina. Pum. Tumbaron la puerta. Dos pasos, tres. Ya estaban frente a él,
sometiéndolo. La esposa llorando, abrazándose al niño, que también chillaba.
Vengo por él. Vengo por él. Gritó dos veces, viendo a la esposa y al hijo,
intentando que no se preocuparan. Pero el cielo de hogar ya estaba quebrado,
igual que la vida de esos tres. Salieron de ahí con la misma efectividad y el
cincho atando las muñecas de ese hombre, uno de los más buscados por la
autoridad.
Misión cumplida, le dijo a su
superior. Era una de sus primeras encomiendas y la había atendido, como reza
ese discurso tan usado por los políticos cuando anuncian una detención, sin
disparar un solo tiro. Varios años en la marina y demasiada teoría en los
salones de clase. A él le hubiera gustado más adiestramiento en cuanto al uso
de armas, tácticas, enfrentamientos y casos de rehenes, francotirador, uso de
explosivos, cuerpos de elite, etcétera. Pero no, poca formación militar y mucha
teoría. Para él, los mejor adiestrados en cuanto al combate y operativos, son
los militares. Los ve con envidia y añoranza.
Ese día que le dijeron que
los iban a trasladar a Tamaulipas el suelo se le movió. Habían participado en
un enfrentamiento: los civiles pusieron tres muertos, ellos ninguno. Su esposa
estaba embarazada y la de su compañero tenía un bebé que apenas iba a cumplir
el año. Y ellos ahí, mirando el abismo y pensando que iban a pisar el fuego del
infierno: ahí, todos, uniformados y sicarios, alimentan las fauces de la
muerte, que no tiene llenadera.
Él la pensó y la pensó. Ir a
Tamaulipas, estar en medio de la guerra entre dos o tres organizaciones
criminales. Patrullar con su gtrés en calles oscuras y zonas deshabitadas,
propicias para la emboscada y para que les perforen el uniforme y los trocen la
piel, los músculos, sus órganos intestinos. No le gustó nada. Se puso nervioso
y se lo contó a su esposa. Ella lloró y le dijo no te vayas, agarrándose la
panza. Al día siguiente él se presentó al cuartel a renunciar.
Su amigo le dijo yo me voy.
No me va a pasar nada. Se despidió de su bebé y de su esposa de veintitrés. Lo
sorprendieron patrullando, cuando hacía guardia. Les dispararon desde todos
lados y ni siquiera tocó el gatillo. Su esposa le llora. Su hijo pregunta
cuándo va a regresar su papá.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 29 MAYO, 2016)
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