El viernes por la noche vi cómo mataron a un
hombre. No podía moverse. Estaba adolorido, muy adolorido de todo el cuerpo.
Apenas podía hablar. Cuando lo hacía se le dificultaba mucho. Pálido el rostro
dejaba ver con claridad los huesos. Resaltaba porque traía la barba crecida,
negra y desordenada. También el pelo. Enchinado le caía hasta media frente. El
bigote sin recortar, le tapaba completamente el labio superior. Sus ojos
hundidos sobre el obscuro de sus párpados. Traía lentes redondos y blancos. De
armazón tipo estudiante. Me los imagino precisamente adecuados a su cara cuando
era normal. Ahora se le veían grandes, desproporcionados. La mirada me pareció
cansada, desilusionada y sin brillo.
Traía pantalones de mezclilla
y una camisa a cuadros azul y negro en diversos tonos. Estaba en una silla de
ruedas. La cámara de video, no profesional, fu colocada fija frente a él y
también grababa el sonido. De pronto se oyó una voz: “¿Estás listo?”. Y el
hombre, con mucho trabajo y no inmediatamente, pronunció un “sí”. Otra vez,
fuera de cuadro alguien le recordó que firmó un documento para aprobar su
muerte sin culpar a nadie. Se ve entonces la videograbación pasada, el momento
cuando el hombre con harto entorpecimiento estampa su nombre al final de una
hoja. Se escucha otra pregunta: “¿Puedes levantar la mano izquierda”? Y apenas
dobló la muñeca hacia arriba. No pudo despegar los dedos ni el resto del brazo
recargados en la silla. Le preguntaron si no estaba arrepentido para morir. Que
todavía había tiempo para cancelar todo. “¿Quieres que nos esperemos dos
semanas?… ¿una?”. El hombre dice sí. Pero sin la cámara despegar de su figura,
se oye otra voz narrando: El mismo día que dijo eso, en la noche, le pidió a su
familia que ya, que lo mataran. Una semana de espera no. Se nota cuando apagan
y vuelven a prender la videograbación. Le preguntan si está listo escuchándose
un “sí” arrastrado y angustioso. El dramático monosílabo me conmovió y
estremeció. Entonces se escucha la voz de siempre, anunciando “vamos a
proceder”.
Apareció de espaldas un
hombre. Por lo que vi de su nunca y lo canoso de su pelo ya es grande. Tomó el
brazo izquierdo del enfermo. Buscó la vena. Metió la aguja. Ni siquiera
reaccionó el ensillado al dolor del piquete. Se oyó una voz diciendo que
primero le inyectarán Seconal para dormirlo. Rápidamente surte efectos.
Lentamente dobló su cabeza primero al lado izquierdo y luego hacia abajo, casi
hasta tocar la barbilla con el pecho. Inmediatamente le aplicaron un relajante
muscular. “Ya no se puede mover”. Y por último una dosis de cloridio de
potasio. Esto le paralizará el corazón. Creo que en esos momentos sintió cómo
se le iba la vida. Pero ni podía moverse ni tampoco gritar. Debió ser terrible
esa impotencia. Ni poder quejarse. Tragarse el dolor, todo y hasta lo último.
Hundirse en la obscuridad que anuncia la muerte. Empezó a levantar lentamente
su cabeza. Sus ojos cerrados. La boca abierta en forma de un cero. No vi dolor
en su cara que finalmente se fue hacia atrás, hasta el respaldo de su silla.
Parecía dormir. De pronto, un movimiento pequeño de pecho y cara. Como que
quiso jalar aire. Me dio la impresión de que algo invisible tapó lo abierto de
la boca a pesar de sus labios separados del todo. Creo que, en ese momento,
cuando las palpitaciones se alejaban de su corazón, el mío se aceleró. Estaba
asombrado. Sentado en mi sofá, me paré rápidamente. Solté libreta y lápiz. Vi
cómo el hombre aquel tuvo un pequeño estremecimiento. Enseguida se oyó la voz
del hombre que lo inyectó: “Ya está muerto”.
Cuando niño vi cómo un hombre
mató a otro en un pleito. Estaba cerca de ellos. Los dos andaban borrachos.
Pero aquella vez me impresionó más el regadero de sangre que ni siquiera tuve
tiempo para fijarme en la cara de la víctima. He visto muchas veces cómo se
dramatizan muertes en las películas o en teatro. Tan bien, que a veces son
impresionantes y hasta grotescas. Pero ninguna como ésta. Me atolondró.
Seguramente al ser prevenido en el programa que se trataba de un hecho real y
así lo aseguró el legendario reportero Mike Wallace.
El hombre que fue muerto por
inyecciones ante la cámara de video se llamaba Tom Yauk. Él mismo pidió la
muerte y sus hermanos, todos mayores de edad, estuvieron de acuerdo. Inclusive
cuando lo inyectaron, se les pidió salir de la casa para no caer en alguna
responsabilidad. Tom era una hombre saludable y feliz. Transmitieron fotos
cuando todo iba bien para él. Fuerte y sonriente. Pero de repente fue atacado
por el “Mal de Lour Gherigh”. Así se llamaba un beisbolista famoso por su
agresividad e inmensa riqueza por sus acciones de Coca-Cola. Esa enfermedad es
progresiva. Va dañando lenta pero certeramente todo el cuerpo hasta impedir
movimientos. Afecta los huesos. Atrofia. No tiene cura ni para detener su
avance ni para disminuir su dolor.
El Servicio Médico Forense
determinó la causa: suicidio. Pero el doctor Jack Kevorkian que lo inyectó
dictaminó eutanasia. Con esta palabra se identifica la teoría para defender la
legalidad de poner fin a los sufrimientos físicos de un enfermo incurable. Este
médico fue llamado por los hermanos de Tom. Sabían de su fama para lo que él
llama “atender y ayudar a un suicidio” para llegar a la eutanasia. La
parentela, todos entre cuarenta y cincuenta años, fueron entrevistados por el
periodista Mike Wallace. Declararon su agradecimiento al doctor. Dijeron que
fue muy humano para su hermano. Calificaron de útil para todo mundo, haber
exhibido el video. Pero el doctor Mark Ziegler, Director de Ética de la
Universidad de Chicago, lo calificó “un acto espeluznante”. Y lo resaltó
contrario a la profesión. Los médicos, dijo, estudian para proteger la vida, no
para acabarla.
En Estados Unidos le dicen
“El Doctor Muerte” a Kevorkian. Confesó que “asistió” a 138 personas antes que
a Tom. Según él, defiende un derecho fundamental humano: “La libertad para
decidir cuándo morir”. Tiene más de 70 años. Justificó la muerte de Tom. Vivía
diariamente con los dolores e incomodidades, pero más con el terror de ahogarse
con su propia saliva al no poder controlar más su cuerpo. Kevorkian acaparó
muchos espacios en la prensa y nunca hubo una acción jurídica en su contra.
Pero finalmente fue procesado y sentenciado a diez años de prisión. Sus
abogados han logrado una próxima audiencia para demostrar nuevas teorías que le
permitan la libertad. No quiere estar en prisión. Desea la asistencia de un
médico para ayudarlo a morir cuando se le llegue la hora. Ni siquiera piensa en
un ataque al corazón o un accidente. Tiene metido en la cabeza que una
enfermedad le hará sufrir y entonces, así como él inyectó y mató a muchas
personas, también quiere lo mismo.
Es increíble: Desde fin de
mayo y principio de junio, millones de estadounidenses deseaban ver en vivo la
ejecución de Timothy Veigh, el hombre que colocó un carro-bomba frente a un
edificio público y mató a 168 personas. No se autorizó a pesar de que a través
de sus abogados lo pidió a las cadenas de televisión. Lo mataron con el mismo
sistema que a Tom. Dos diferencias. Veigh sobre una camilla reclinable especial
y en la parte superior dos sostenes para colocar los brazos. Amarrado. Según
las crónicas murió con los ojos abiertos. Pero la muerte de Tom la vimos. No se
prohibió. Veigh mató a 168 personas intencionalmente y lo condenaron a la pena
de muerte. Kevorkian acabó con la vida de 138, también intencionalmente, y lo
sentenciaron a diez años de prisión. Es un desatino. No he sabido de algún
médico en México como “El Doctor Muerte”.
Tomado de la colección Dobleplana de Jesús
Blancornelas, publicado por última vez
el 29 de Octubre de 2002.
(SEMANARIO ZETA/ DOBLEPLANA JESÚS BLANCORNELAS /LUNES, 13 NOVIEMBRE, 2017
12:00 PM)
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