Foto: Archivo
Nunca lo olvidaré. Trajeado y de corbata. Bigote bien recortado. Labios gruesos. Nariz achatada. Moreno.
Lentes café obscuro con arillo plateado, tipo mosca. Peinado como yupie. No más
de 35 años. Sentado en la parte trasera del auto verde obscuro y nuevo. Bajó el
cristal de control eléctrico. Pistola en mano sacó su brazo. Tieso. Lo vi
cuando nos apuntó y empezó a disparar. Los estallidos me aturdieron. La
sorpresa no le dio tiempo a mi susto. A mi pavor. Diez minutos antes, al salir
de casa, el acostumbrado “nos vemos” a mi esposa. Subí a la camioneta Explorer.
“Buenos días”, dije a Valero, cuando luego de abrir la puerta me trepé al
vehículo. “Buenos días” me contestó Luis. Tenía las manos en el volante. Lancé
atrás mi maletín y la cangurera anidando una pistola Beretta. Debía llevarla a
la mano, pero no esperaba que precisamente ese día nos atacaran. Valero se
ofreció amablemente como escolta desde seis meses atrás de aquel noviembre 27
del 97. Cuando entonces publiqué en abril sentirme bajo peligro, dejó su
modesto pero tranquilo negocio de grúas para protegerme. Esa mañana, como
siempre, tenía su pistola bajo el muslo derecho, a la mano y con cartucho
cortado. Días antes vi cómo disparaba. Fuimos al campo de tiro. Me enseñó a
tomar el arma. Cómo sostenerla. Estirar el brazo e indicándome cuándo apretar
el gatillo. “Hágalo hasta que se sienta Usted mejor”.
Entonces le dimos gusto al
dedo y nos despachamos varias cajas de cartuchos. Pero en la emboscada, nuestra
Explorer terminó con 183 impactos de entrada y otros tantos de salida. Cuando
el joven aquel bien vestido empezó a tirotearnos, apuntó primero a Luis que en
lugar de sacar su arma frenó y metió reversa rápidamente. Me aventó al piso de
la camioneta cuando yo estaba tieso viendo al asesino. “¡Agáchese!” gritó y su
mano salvadora me lanzó al hueco bajo la guantera, donde el motor me protegía
como escudo.
Hincado, puse mi cabeza de
lado izquierdo sobre el asiento. Entonces vi a Valero soltar el volante y
doblarse hacia mí. Alcancé el radio conectado a la central de ZETA y de mi
casa. Pedí auxilio. “Nos están disparando cerca de la casa del Meñín”, un gran
amigo de mi hijo René y estimado por nuestra familia. Vi cuatro, seis y no se
me olvida, hasta ocho hoyos sangrantes en el pecho de Luis. Doblándose, todavía
me dijo trabajosamente “cuidado señor, cuidado”. Un par de balas alcanzaron de
rozón mi mano derecha. La tenía a centímetros de mi cara. La sangre salpicó mis
lentes. Y entonces, doblándose, la cabeza de Luis quedó junto a la mía. De
repente sentí como si me hubieran pegado con un garrote en la espalda. Me
sofocó. La respiración se me dificultó. Creí que en cualquier momento dejaría
de hacerlo. Murmuré: “Dios mío, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Pensé en
mi familia. En la familia de Luis. En el periódico. En mis compañeros. Todavía
le pude decir a Valero: “Aguante Luis, aguante, ahorita vienen por nosotros”.
El traca-traca terminó. Un
silencio sentí como jamás. Oí un rechinar de llantas. Supuse que los pistoleros
huían. Escuché una sirena a lo lejos y cada vez más cerca hasta aturdirme.
Alguien abrió la portezuela y me gritó: “¡Manos arriba! ¡Arriba las manos!”.
Era un paramédico. Nada más alcé la izquierda. Me jalaron y tendieron en una
camilla. Vi un rostro. “Te vamos a llevar a la Cruz Roja. Todo está bien”. Como
pude le dije que al Hospital del Prado por estar más cerca. No recuerdo cuando
fui subido a la ambulancia. Mi compañera Adela Navarro iba en el asiento
delantero. No escuché cuando insistió, bajo su responsabilidad, al Hospital del
Prado. Ni sentí cuando me bajaron. Solamente me caló muy fuerte en los ojos una
lámpara. Hombres de bata blanca me dijeron “estese tranquilo” al momento que
ordenaban rasgar mi ropa. De pronto todo se volvió negro. Oía voces a lo lejos.
No sentía dolor. Ya respiraba bien. Pero no podía moverme. Entré a una negrura
insonora. Ni de dónde agarrarme, ni viendo el fondo. Como flotando. Después me
perdí. Así debe ser tal vez el momento de la muerte.
Sentí otra vez eso. Creía que
era lo mismo pero no. Habían pasado dos días y ahora me anestesiaban para una
segunda operación. El doctor Luis Pizano y su padre me explicaron que tenía una
bala alojada cerca de la columna y el corazón. “Todo saldrá bien. No vamos a
tardar mucho”. Vi cuando se persignaron. Tomé la mano de la doctora María
Bernarda Lara para que me diera su bendición. Empecé otra vez a ver negro pero
no perdí tan pronto. Veía rayas apareciendo velozmente. Pensé en mi padre, en
qué día era, recordaba la cara del asesino. Buscaba a Luis. Sentí que pasaron unos
cinco, diez minutos, cuando desperté. Luego supe: Fue una operación de cinco
horas. Deliraba, vomitaba y estuve –me dijeron después– a punto de morir. Pero
gracias al doctor Villegas, a la doctora Lara, al pendiente de los doctores
Juan Medrano y Miguel Ángel Robles, como dijo un médico, “lo sacaron cuando ya
iba bajando a la sepultura”. De la primera operación ni cuenta me di. Me
abrieron del ombligo al esternón y luego para abajo, como si fuera rasgo de
triángulo hasta el costado derecho. Restañaron los destrozos en mis adentros
con efectividad y seguridad.
Cuando volví a tener uso de
razón pregunté por Luis. Decían que estaba en otro cuarto o dormido. Que no
podían moverlo, ni a mí tampoco. Pedí hablar por teléfono con él y me
contestaron que sí pero no cuándo. Los veinte días hospitalizado ni vi
periódicos o televisión. Una noche antes de salir del hospital mi esposa me
dijo a solas: “Luis murió. Por órdenes de los médicos no te lo podíamos decir
antes”. Lloré de coraje, de tristeza, de impotencia. Al ver en aquellos días el
sufrimiento de mi familia, supuse que era mayor el de la suya. Recé por él. Lo
sigo haciendo. Agradecido toda lo que de vida me queda.
En todos esos días y meses
después, mis compañeros editores y reporteros trabajaron tan bien que
identificaron y me sorprendí, a diez pistoleros que nos emboscaron. La Comisión
Nacional de Derechos Humanos realizó un excelente investigación y análisis.
Envió en marzo del 98 una recomendación al Gobernador Sustituto del Estado,
Licenciado Alejandro González Alcocer. El documento indicaba indagar al ex
Procurador Licenciado José Luis Anaya y sus agentes. Se pidió actuar civil y
penalmente. La Contraloría del Estado me solicitó datos. La PGR tiene el caso.
Todavía es hora que no aclaran nada. En mayo les solicité información. Ninguna
respuesta. Todo mundo sabe cuántos y cómo se llaman los que dispararon. No es
un secreto quién ordenó hacerlo. No creo que sean incapaces para capturarlos.
Ni que tengan miedo. Son de los mismos.
Tomado de la colección Dobleplana de Jesús
Blancornelas, publicado por última vez el 24 de noviembre de 2000.
(SEMANARIO ZETA/ DESTACADOS JESÚS BLANCORNELAS/ LUNES, 27 NOVIEMBRE, 2017
03:40 PM)
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