sábado, 10 de noviembre de 2012

USTÉ PERDONE, LE DIJERON


Javier Valdez   
Notó que lo seguían pero no le dio importancia: en el tráfico vehicular los insectos motorizados pululaban como plaga de acero y luces y plástico, amontonados, encimados, formados salvajemente frente a los semáforos, camellones y aceras. Más de lo mismo. Frunció la boca. No quiso voltear.

Lo hizo cuando escuchó primero un crac crac. Luego vio a un hombre que iba con medio cuerpo colgando de la ventanilla izquierda, de la puerta trasera de un automóvil, y luego un zumbido y otro y otro. Muchos sin sin sin: veloces e invisibles, como jejenes, como cavernarias y hambrientas abejas africanas que se abalanzan sobre la presa.

Él quiso cubrirse la cara, el cuerpo. Subió una pierna al tablero, luego otra. Sus manos se enredaron en su pecho, una con otra, en el volante. Venteó. Se tiró sobre el otro asiento pero la palanca de los cambios se le hundió en la panza. Sofocado, gritando, queriendo cubrir su cuerpo con sí mismo.

No cupo bajo el tablero. Alto, flaco y torpe. Esa vida del otro lado del mostrador no le había dado para mucho. Sus movimientos eran de parsimonia, de burgués felino que permanece echado en el confortable sillón de una tibia y silenciosa y gigantesca sala de descanso.

Los clientes se le amontonaban por su lentitud. Apenas se bajaba de ese banquito con asiento acojinado y ya sentía que se cansaba. No corría entre pasillos ni se subía a la escalera con llantas para alcanzar lo que le pedían los clientes y estaba en las partes superiores de los compartimentos. No. Para eso tenía a sus trabajadores.

Él tomaba nota, pasaba el reporte, sacaba cuentas y cobraba. El dueño le dijo, Tú eres el encargado. Tus funciones son atender bien a los clientes, estar aquí frente a ellos, vigilar a los empleados para que no roben y tengan todo en orden y limpio. Y cobrar, porque en eso se nos pierden productos y dinero.

Así pasaba sus días, entre ese sillón y ese mostrador, gritándoles a los trabajadores para que trajeran esto o aquello. Y lo hicieran rápidamente. Y sonriendo sin sonreír ni mirar, ante la llegada de los clientes. Y de ahí a la casa. Y al otro día de la casa a la ferretería. Feliz, cómodo, agüevonado.

No pudo hacerse concha ni tirarse al suelo ni brincar hacia el sillón de atrás de ese Sentra con quemacocos. Solo gritó, Ay mamá. Y un no disparen que repitió en tres ocasiones, pero que las ráfagas y los zumbidos de los proyectiles apagaron con la misma velocidad que pasaban o se incrustaban en la carrocería, perforaban los cristales y se alojaban en fierro y plástico.

Después de la primera sesión de proyectiles, un silencio de humo se instaló en aquella escena criminal. Escuchó que alguien dijo, Ve y fíjate. Y si está vivo, remátalo. Dejó el chanate a un lado y sacó una pistola escuadra. De frente, sin dejar de apuntar, avanzó hacia el conductor al que había dirigido la ráfaga.

Lo vio medio acostado, echo bola, queriendo cubrirse con sus morenas manos extendidas y agigantadas. Un balazo en el brazo y otro en la pierna. No me mates, por favor. El hombre lo vio. Y volvió a mirarlo. Ay cabrón, dijo. Nos equivocamos. Usté perdone.

1 de octubre de 2012.

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