Eduardo no quería cerrar los
ojos: esa pesadilla seguro estaba ahí, bajo la cama, en algún rincón oscuro, en
esos pasadizos estrechos y misteriosos de su sistema neurológico, en los
escondites y laberintos, en algún callejón sin salida de su cabeza negra y de
cabello largo. Esperará a que cierre los ojos, le gane el cansancio y el sueño
llegue y pum, aparecerá dentro de su frente, como película de terror.
Todo empezó cuando aquella
tarde le tocaron las mesas que están más cerca de la calle. Pero esa tarde,
antes de que el sol se acunara del otro lado del mar, llegaron como seis
hombres. Todos traían cuerno de chivo y pistola al cinto. Se fueron derechito
hacia unos que estaban en una de las mesas y dispararon a corta distancia, sin
decir agua va. No más se escucharon los rafagazos y la gente empezó a gritar y
correr. Se atropellaron entre las sillas blancas, de plástico, y las mesas
cuadradas.
Esos que estaban en esa mesa
de madera fueron perforados por los proyectiles: las balas zumbaban y pof,
ingresaron inmisericordes rasgando la piel, abriéndolo todo, expulsando masa
gris y otros jugos rojos unos, y blancos y grisáceos otros. Los matones vieron
cómo cayeron al piso, malheridos. Viraron a los lados, como abanicos. Bajaron
sus armas y se fueron sin prisa.
Uno de los que estaban
tirados en el suelo quería decir algo. Le brotaba sangre por la boca, ahogado
en ese río tibio y mortal. Él lo vio, se acercó. Acuclillado le dijo tranquilo
compa, ya viene la ambulancia. Pero el hombre pronunciaba estertores y salían
burbujas. Sonidos guturales que él percibió cuando le tomó la mano y empezó a
sobársela. Solo repetía tranquilo, tranquilo. No se le ocurría nada más. Se
agachó y acercó su oído para tratar de captar alguna sílaba, armar esos pedazos
de voz anegada. No pudo. Estiró su brazo y dio con el cuello. Pulso débil.
La mano se enfriaba y aquel
hombre, que todavía movía los ojos, parecía abandonarse sobre ese charco.
Tranquilo, mi compa. Le apretó la mano, pero ésta se enfriaba. Llegaron los
paramédicos y uno apenas le buscó el pulso. Sin mucha convicción, movió la
cabeza y le pusieron la sábana azul.
Ahora, Eduardo ya no tiene
esas pesadillas. No, desde que la mamá del muerto fue y preguntó dónde había
quedado y él le dijo ahí, yo le tomé la mano. La señora lloró, le dio las
gracias y le dijo qué bueno que mi hijo no murió solo. Y él descansó: había pensado
en que no había hecho lo suficiente, que pudo haberlo salvado. Se sintió torpe
y frustrado. Y entonces se despidió del muerto, lo soñó tranquilo, en paz y
agradecido, y acabaron las pesadillas.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 22 noviembre, 2015)
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