Para Teo, Valadéz, Crista y toda la
banda de Zacatecas. Porque sí.
Nadie sabe por qué pero de
repente fueron por ella y se la llevaron. Madre joven y guapa y trabajadora. No
se explican la saña: apareció destrozada a balazos, en un baldío donde la
maleza jamás creció y ahora todo es perenne y la mancha de esos residuos
humanos quedaron como una silueta de la desolación, del no está ni estuvo pero
existió.
Sus tres hijos le lloraron
hasta que se les secó la existencia. El mayor, de apenas trece años, quiere
empezar a trabajar y dejar la escuela. Tenía que hacerse cargo de sus hermanos.
Abandonados y sin padre, se fueron a refugiar en casa de la abuela. Ella hizo
grande el nido y abrió sus brazos como alas encendidas para que todos entraran.
Todos caben ahí, en ese pecho que amamantó, en esa flacidez que resiste y se
mantiene fuerte, a pesar de los embates del calendario y tanta paridera. Pero
las malas noticias llegan en pandilla: su otra hija, la más chica, una joven
que apenas asomaba a la calle y la banqueta se le hacía grande y dar la vuelta
a la esquina era conocer otro país, fue también levantada y asesinada.
Otros tres hijos se quedaron
sin madre. Esos también fueron a dar a casa de la abuela materna y ella
extendió todavía más las alas y puso brasas, de esas que siempre están
encendidas y que no queman, para que cupieran los otros tres y sumaran siete en
ese cuchitril de quinto mundo. No importa, dijo. Aquí caben todos: corazón de
condominio, de vecindad, de pecho abarcándole el tronco y las extremidades, el
follaje y la raíz, la savia y la sombra.
Seis pequeños bajo su mentón,
enredados en sus piernas y escalando su pelvis y la espalda. Nana esto. Nana lo
otro. El llanto de allá se hizo sonrisa aquí y la mirada perdida y rostro
despoblado, se hizo playa y selva y lluvia de enero en abril. Les dio comida,
los llevó a la escuela y alimentó. Sopa seca, caldo de pollo, cornfleics los
domingos y pan de dulce a veces.
Al mayor lo tuvo que llevar
al médico. Estaba enfermo, decaído. Sonreía pero rápido desaparecían los
músculos de la felicidad de su cara y se instalaba la dureza inevitable. Qué
tiene, doctor. Le hicieron estudios y le dieron el diagnóstico. Cáncer y
atardecer en su vida. La muerte llegará en meses, quizá antes. El niño lo supo,
lo vio en el rostro de la abuela. Le dijo a quien quiso escucharlo. Amigos,
vecinos, parientes, conocidos. Su sueño era, es. Una casa con dos cuartitos
para su nana y sus primos y hermanos. Llorando les dijo que ya no iba a poder,
porque moriría pronto.
Por eso hicieron fiestas,
rifas, subastas y coperacha. Juntaron el dinero y le compraron una casa
pequeña. Quince niños, conocidos todos, cortaron el listón y se la entregaron.
Después de esas dos muertes y antes de la suya, ese niño revivió.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 15 noviembre, 2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario