El municipio colombiano de Tumaco, el
lugar del mundo donde se produce más cocaína, fue escenario de una matanza de
campesinos el pasado jueves 5, cuando la fuerza pública disparó contra los
cultivadores de hoja de coca que se oponían a la erradicación forzada de su
medio de sustento. Los cocaleros de la zona se han ido sumando a un programa
voluntario de sustitución de cultivos… pero ese día las cosas se salieron de
control. Según las autoridades, detrás de todo están las mafias que se
enriquecen con la producción de la droga y habrían sido quienes provocaron la
masacre.
BOGOTÁ (Proceso).- El jueves
5 todo salió mal en el remoto caserío El Tandil, del municipio de Tumaco, el
lugar del mundo donde más cocaína se produce.
Ese día, muy temprano, unos
mil 500 campesinos formaron una barrera para impedir que los policías y
soldados, enviados cuatro días antes, cumplieran su tarea: erradicar por la fuerza
los plantíos de hoja de coca.
La llegada de los
uniformados, quienes se instalaron en un campamento a orillas del río La
Hondita, generó gran malestar entre las comunidades indígenas, negras y
mestizas que habitan la zona, pues la siembra de hoja de coca es su única
fuente de ingresos.
Para esos campesinos, la
mejor opción es acogerse al programa de sustitución voluntaria de cultivos
ilícitos, que desarrolla el gobierno colombiano como parte de los acuerdos de
paz con la exguerrilla de las FARC y el cual prevé un financiamiento de 12 mil
dólares por familia en un plazo de dos años.
Pero muchas familias
cocaleras no han sido admitidas en el programa por irregularidades en la
tenencia de la tierra o porque, según el gobierno, tienen cultivos “industriales”
de hoja de coca, como se denomina a los que ocupan extensiones de más de 3.8
hectáreas.
Y como el gobierno colombiano
tiene encima la presión de Washington para reducir los cultivos ilícitos, de
manera paralela a la sustitución voluntaria –que no produce resultados
inmediatos– aplica un programa de erradicación forzosa que, por su naturaleza represiva,
causa un gran malestar en las comunidades y en los grupos criminales que se
benefician del negocio de la cocaína. Entre estos figuran los cárteles
mexicanos de la droga.
El gobierno asegura que sólo
está erradicando por la fuerza los cultivos “industriales”, detrás de los
cuales hay bandas de narcotraficantes. Pero abundan los testimonios de
campesinos con pequeños cultivos que indican que, incluso después de haberse
acogido al plan de sustitución voluntaria, llegan tropas de la policía y el Ejército
a destruir sus plantíos.
A El Tandil habían llegado el
domingo 1 unos 200 efectivos, entre policías antinarcóticos, policías
antimotines y soldados. El martes 3, unos 65 guardias indígenas de la etnia awá
se presentaron en el campamento de los uniformados para explicarles que no
podían estar allí, porque esas son tierras de un resguardo indígena en el que
no se admite fuerza pública.
“La respuesta fue una
agresión a los guardias indígenas con gases lacrimógenos, bombas de
aturdimiento y balas de fusil. Dos compañeros resultaron heridos”, dice a
Proceso el dirigente de la Organización Nacional Indígena de Colombia, Óscar
Montero.
La mañana del miércoles 4,
una pequeña comisión de indígenas awá volvió al campamento de la fuerza pública
y un oficial, que no se identificó, les reiteró que no se irían del sitio y que
iban a cumplir la orden de erradicar manualmente en la zona unas 3 mil
hectáreas de plantíos de hoja de coca, la mitad de las que están cultivadas en
ese sector.
“Los guardias awá le dijeron
al oficial que se fueran porque eso es un territorio protegido. Le mostraron un
mapa oficial, le dijeron que la comunidad estaba muy inquieta y que todos se
querían acoger al programa de sustitución voluntaria, pero no lo pudieron hacer
entrar en razón”, relata Montero.
Campesinos de la Asociación
de Juntas de Acción Comunal de los Ríos Mira, Nulpe y Mataje también les
pidieron a los uniformados que suspendieran el operativo, para dialogar con el
gobierno.
“Pero no nos hicieron caso y
querían seguir erradicando. Aquí no defendemos los cultivos ilícitos, sino
nuestro derecho a subsistir, y la mata de coca es lo único que tenemos”, dice a
este semanario un campesino cocalero identificado como Wilmer.
Desde las 06:00 horas del
jueves 5, campesinos procedentes de varias veredas (caseríos) se congregaron en
El Tandil para montar un cerco en torno a los cultivos de hoja de coca que
serían destruidos manualmente por soldados y policías. El ambiente ya era muy
tirante.
Un reporte de la Fundación
Paz y Reconciliación, que envió investigadores al lugar, asegura que algunos
campesinos participaban en la protesta “de forma voluntaria y, otros, forzados
por el grupo de seguridad privada de narcotraficantes mexicanos al mando de
Cachi (alias del exguerrillero de las FARC Jefferson Chávez Toro)”.
A las 09:30 horas, unos 300
campesinos se acercaron al campamento de la fuerza pública. Unos 110 policías
antinarcóticos, con los fusiles al hombro, salieron a su encuentro. Los
soldados y la unidad antidisturbios se mantuvieron en la retaguardia. Un
capitán de la policía tomó la palabra.
“Parecía que estábamos
dialogando. El capitán nos dijo que íbamos a instalar una mesa de diálogo
–recuerda Wilmer–, pero eso fue subiendo de tono y hubo gritos, porque ellos
decían que tenían que erradicar y nosotros que no… Y entonces no sé qué pasó,
pero uno de los (policías) antinarcóticos disparó, y luego siguieron ráfagas y
más ráfagas.”
Durante unos segundos el
campesino pensó que eran disparos al aire, pero cuando vio que a unos metros de
él algunos de sus compañeros comenzaron a caer supo que los tiros eran contra
ellos.
“Yo corrí entre los árboles,
no sé cuánto, hacia abajo, hasta que tropecé con algo y me caí. Cuando vi
atrás, había tres compañeros tirados. Pensé en si estarían muertos o heridos.
Ahí me quedé un momento largo, en el suelo, hasta que pensé que habían dejado
de echar bala”, recuerda Wilmer.
Pero luego de un momento, los
disparos siguieron. Algunos campesinos gritaban “paren, paren, que hay civiles
heridos”. A Wilmer le pareció que la balacera se prolongó varios minutos.
A las 10:00 horas de ese
jueves 5, en ese sector de la vereda El Tandil del municipio de Tumaco había
unos 35 campesinos, entre muertos y heridos.
El ataque dejó de inmediato
seis muertos y un campesino más falleció el jueves 12 en el hospital de Tumaco
al que fue llevado. Pero la cifra total no se ha precisado porque, según
denuncias de los cocaleros, hay cadáveres que no han sido hallados. Los heridos
fueron 21.
“LOS MEXICANOS”
Según un comunicado del
Ministerio de Defensa, la muerte de los campesinos ocurrió cuando disidentes de
la exguerrilla de las FARC, hoy dedicados al narcotráfico, lanzaron artefactos
explosivos “contra los integrantes de la Fuerza Pública y contra la multitud
que se encontraba en el lugar, y luego atacaron con fuego indiscriminado de
fusiles y ametralladoras a los manifestantes y a las autoridades”.
El gobierno asegura que los
disidentes están encabezados por Walter Patricio Artizala, Guacho, y Jefferson
Chávez Toro, el Cachi, exguerrilleros del desaparecido Frente Daniel Aldana de
las FARC. El segundo comanda un grupo armado que se hace llamar Los Mexicanos,
por sus estrechas relaciones con los cárteles de la droga de México. Su zona de
operación es donde ocurrieron los hechos del jueves 5.
Pero la abundancia de
testimonios de los campesinos, que señalan como autores de los disparos a los
policías, y la ausencia de huellas de explosiones en el lugar, desacreditaron
muy pronto ante la opinión pública la versión oficial.
Luego, una misión de la
Defensoría del Pueblo (el ómbudsman colombiano) visitó Tumaco y reportó que,
según todos los testimonios, los manifestantes “fueron atacados con arma de
fuego por miembros de la policía antinarcóticos”.
Además, los testigos
señalaron a los enviados de la Defensoría que en el momento de los hechos “no
hubo intervención de grupos armados ilegales (como) disidencias de las FARC ni
tampoco se registró el lanzamiento o activación de cilindros bomba o ‘tatucos’
(explosivos artesanales), contrario a lo informado por las autoridades”.
Y la autopsia a seis de los
cuerpos determinó que todos fallecieron por lesiones de proyectiles de alta
velocidad, es decir, de fusil, mientras que el informe de balística indica que
el calibre de la munición es 5.56, el mismo que usan las armas largas de los
agentes antinarcóticos.
Otro dato revelador es que
ninguno de los policías resultó herido ni por proyectiles de arma de fuego ni
por esquirlas.
La policía mantiene la
versión de que sus agentes fueron atacados por grupos criminales infiltrados en
la manifestación cocalera, pero suspendió a cuatro integrantes de la
institución “que presuntamente accionaron sus armas de fuego” contra los
campesinos.
La investigación no ha estado
exenta de tropiezos. Tres días después de la matanza, una misión humanitaria
con personal de la ONU, la OEA, la Diócesis de Tumaco y varias ONG fue atacada
por la policía en El Tandil con cuatro bombas de aturdimiento, gas lacrimógeno
y disparos al aire.
La misión intentaba llegar a
la parte trasera del campamento de los policías, donde según varios testimonios
estaba el cadáver de un indígena muerto en el ataque.
“La comunidad piensa que si
recibieron a balazos a una comisión internacional y oficial, es porque los
policías estaban dispuestos a pagar un alto costo por ocultar algo. La gente
dice que allí puede haber muchos más cadáveres”, afirma la dirigente de la ONG
Minga, Sonia Cifuentes, quien formaba parte de la misión humanitaria atacada.
Pobladores del sector cercano
al campamento de la policía reportaron que, antes de retirarse de la zona, los
112 agentes antinarcóticos que estaban allí, les impidieron ingresar a sus
casas durante tres días. Al menos una de las viviendas fue saqueada, y en otras
sus habitantes reportaron robo de leña.
En pocas horas se esparció
por toda la vereda el rumor de que en las tres noches que siguieron a la
tragedia se veían grandes fogatas y se percibía en el aire un “olor a carne”.
SE VEÍA VENIR
Tumaco, donde según la ONU
había sembradas 23 mil 148 hectáreas de hoja de coca en 2016, con una capacidad
de producción de unas 137 toneladas de cocaína al año, es el municipio del
mundo donde más se produce esa droga. También es una de las poblaciones más
pobres y violentas de Colombia y un centro estratégico del narcotráfico
internacional.
Ese municipio y puerto
colombiano del Pacífico, en la frontera con Ecuador, ofrece condiciones
excepcionales a las mafias de la droga. En su territorio de 3 mil 601
kilómetros cuadrados, mayoritariamente rurales y selváticos, no se concentran
los más extensos cultivos de hoja de coca de Colombia, sino cientos de
laboratorios para procesar pasta base y de clorhidrato de cocaína.
Bajo la espesura verde hay
varios ríos por donde se saca la droga en pequeñas lanchas hacia el Pacífico.
Ya en alta mar, se carga en semisumergibles y en enormes lanchas rápidas para
ser transportada a Centroamérica y México.
Desde abril pasado, las
protestas contra la erradicación forzosa de cultivos ilícitos mantienen en alta
tensión a Tumaco. Ese mes, campesinos cocaleros retuvieron a 11 policías más de
24 horas y les robaron los fusiles; además un joven agente fue asesinado con
arma de fuego.
El general José Ángel
Mendoza, director antidrogas de la Policía Nacional, afirma que detrás de las
protestas hay mafias del narcotráfico que pagan o presionan a los campesinos
para enfrentar a los uniformados.
Los campesinos están entre
dos fuegos. Las bandas criminales demandan pasta base de hoja de coca para procesar
cocaína y la fuerza pública tiene órdenes de intensificar la erradicación
forzosa de los cultivos ilícitos.
En medio de esas tensiones,
el pasado martes 17, sólo 12 días después de la masacre en El Tandil, fue
asesinado el líder social Jairo Cortés, integrante de la Junta de Gobierno del
Consejo Comunitario del Alto Mira y Frontera, una organización que posee parte
de los terrenos donde ocurrió el ataque a los campesinos cocaleros.
El vicario de la Diócesis de
Tumaco, Arnulfo Mina, recuerda que desde hace medio año advirtió al gobierno
central que, si no intervenía en forma urgente para hacer frente a la compleja
problemática de violencia, desempleo –ocho de cada 10 jóvenes carecen de
trabajo formal– y pobreza, que llega al 83%, “aquí iba a haber un estallido”.
Y por desgracia, dice el
sacerdote católico, “ya estamos viendo esa explosión”.
Con la masacre de campesinos
y el asesinato del líder social Jairo Cortés, el número de muertes violentas en
Tumaco llegó a 139 en el transcurso de este año, 37 más que todo 2016. La tasa
de homicidios en ese municipio es de 65 por cada 100 mil habitantes, casi tres
veces más que el promedio nacional.
Las FARC eran el grupo armado
dominante en la región hasta que esa exguerrilla firmó los acuerdos de paz en
noviembre pasado. Tras su salida del territorio, se desató una dura disputa
entre bandas como el Clan del Golfo, las Guerrillas Unidas del Pacífico,
Renacer, Los Mexicanos y el insurgente ELN.
De acuerdo con el subdirector
de la Fundación Paz y Reconciliación, Ariel Ávila, lo que hay en Tumaco es una
“anarquía criminal” y muchas tensiones entre la fuerza pública y las
comunidades que se oponen a la erradicación forzosa de cultivos ilícitos.
“Y en esa lucha –afirma el
politólogo–, los cárteles mexicanos, que son los que tienen una especie de
monopolio en la compra de pasta base y de clorhidrato de cocaína, están
generando arreglos para que esa disputa no afecte el mercado.”
Este reportaje se publicó el 22 de octubre de 2017 en
la edición 2138 de la revista Proceso.
(PROCESO/ REPORTAJE ESPECIAL/ RAFAEL CRODA/29 OCTUBRE,
2017)
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