lunes, 4 de marzo de 2013

EL FIGUEROA, RASTREADOR DE MIGRANTES



En medio de la permanente violencia que padecen los centroamericanos al cruzar territorio mexicano, muchos de ellos desaparecen sin dejar huella. Encontrarlos es tarea incumplida de las autoridades y solo la solidaridad humana los rescata.

Alejandro Almazán
• ¿Por qué cree usted que los traficantes de personas amenazan a Rubén Figueroa, un treintañero sin un peso en la bolsa? A) porque él también es pollero; B) porque es un indocumentado; C) porque en México se mata a la gente como si estorbara; D) porque desde hace año y medio se dedica a buscar migrantes vivos.

Si piensa que la respuesta A es correcta, se equivoca: es cierto que Rubén sabe quiénes son los grandes traficantes en el Golfo y cuáles son sus mañas, pero no tiene el corazón tan endurecido como para ensangrentar destinos. Podría ser la B, solo que se me escapó un dato: Rubén fue migrante durante cinco años y no volverá a serlo jamás. La C tiene mucho sentido ahora que en este país se mata por capricho. Pero si cree que la respuesta es la D, entonces esta historia puede interesarle.

***

Rubén me dirá que haber venido a Guadalajara para buscar al joven hondureño Óscar López Enamorado podría ser el caso más difícil que haya tomado. Pero eso me lo dirá hasta mañana. Ahora es medianoche y Rubén mira por la ventanilla del autobús al cual nos hemos trepado. Por lo que me platica supongo que no alcanza a ver el futuro, pero sí su pasado: los aguaceros que inundaban Villa San Manuel, las casuchas amontonadas y el suelo lleno de hoyos donde se arrastró mientras aprendía a caminar, los ríos que fueron contaminados cuando los petroleros llegaron a Las Choapas para cercenarlo todo, y ese día en que su padre salió temprano de la Villa y nunca más regresó. Se acuerda también de la vez en que su madre, doña Emilia, se resignó al abandono del marido y cómo ella se percató que era infeliz. Intenta acordarse de la mañana con truenos en que doña Emilia se llevó a sus hijos a Huimanguillo y terminaron de arrimados en casa del abuelo. Recuerda los pantalones rotos, el carrito sin ruedas, la tierra que se echaba a la boca, los perros dormilones, los huevos duros que lo hacían ensalivar, el pantano atestado de cocodrilos donde nadie metía siquiera un dedo y todas aquellas horas muertas en que, encaramado en los árboles, pensaba que la vida era muy injusta. Se remonta a aquel día en que doña Emilia comenzó a lavar ropa ajena y cómo, pasadas las semanas, pudo llevar carne por primera vez a casa. Evoca el río limpio de Mezcalapa, donde los chicos de su pueblo flotaban para sentir cómo el agua jugaba con sus cuerpos y ahora entiende que los mangos, las guanábanas y los plátanos que comían no eran tan buenos como decían. Recuerda las aventuras en los recodos con sus amigos El Tyson, El Capi, Cando y El Tilo. Rememora cuando su hermana María, apenas cumplidos los 10 años, tuvo que trabajar de sirvienta y él debió abandonar la secundaria por falta de plata. Le duele todavía pensar en los mosquitos que le chupaban la sangre y en aquella tarde cuando su hermano Fredy fue encarcelado por un pleito callejero. Se acuerda de aquellas noches en que escuchaba a los mayores decir que la única manera de salir adelante era irse a Estados Unidos, un lugar que él solo sabía que estaba arribita de México. Recapitula esa ocasión en que El Berna, un chico del pueblo, le dijo que él tenía un hermano en Texas y podía pagarles los coyotes en cuanto cruzaran. Le lleva casi 10 minutos contarme que él no estaba resignado a la mediocridad, que él quería ser alguien, que no tardaría en comprarle una casa a doña Emilia, en regalarle ropa a su hermana y en pagarle un abogado a Fredy. Me cuenta que sonsacó al Tyson para irse de indocumentados y que fue a la cárcel a despedirse de su hermano. “Nomás que si no pasas, no te aferres, Rubén, porque es malo llevarle la contraria al pinche destino”. Recuerda que El Tyson y él pudieron juntar mil 500 pesos, dinero que en 1999 todavía alcanzaba para algo, y evoca la manera tan dolorosa en que doña Emilia lo despidió. Platica del camioncito viejo que los llevó a Villahermosa, del autobús incómodo en el que recorrieron Tampico y Monterrey, y cómo en ese viaje plano les costó trabajo aceptar la redondez de la Tierra. Me habla de su llegada a Piedras Negras, de los enganchadores que olieron la carne fresca de sus 16 años y de cómo a todos les comenzó a parecer peligroso el momento. “No sabíamo nada del mundo, no sabíamo qué hacer”, me dice Rubén con ese acento tabasqueño, donde las "S" finales suelen atascarse a mitad del paladar. Entonces me dice que se arrodillaron y le pidieron al Sagrado Corazón que le avisara a Dios que tres de sus hijos lo necesitaban con urgencia.

CASO 1

Me acuerdo que fue a principios de noviembre de 2011, porque la primera caravana de madres centroamericanas andaba por San Luis Potosí. Guadalupe Rivas, una señora de Nicaragua con un corazón bien grandote, me había hablado de su hijo, Max Rivas, desde hacía meses. “Ayúdame a encontrarlo, Rubén; un pariente en Guatemala dice que mi muchacho se fue a Chiapas”, me platicaba por teléfono y no se me ocurría qué contestarle. En ese’ntonces, el Movimiento Migrante Mesoamericano no hacía búsquedas. Pero quién era yo pa’quitarle la esperanza a Guadalupe. Hablé con Elvira Arellano y con Marta Zárate, mis jefas, y ellas se entusiasmaron con la idea de ir a buscar a Max. Solo había un problema: dinero. Hubieras visto lo trabajoso que fue pedir prestado; creo que apenas juntamos 500 pesos. Con eso me fui a Chiapas. El contacto en Guatemala me había dicho que la última vez que Max le había hablado le contó que trabajaba de gallero en Tuxtla Gutiérrez. Pero en Tuxtla no fue fácil la búsqueda. La gente fue apática y no ayudó de mucho. Hasta como a los dos días pude contactar a un señor que se dedicaba a las peleas de gallos. Él me mandó con otra y esa otra con alguien en Bochil. “Conozco al que me describes, pero se llama Max Funes”, me dijo el gallero de Bochil. “Lo vi hace como tres años en la feria de Berriozabal”. Mi pensamiento me dijo que Max Funes era Max Rivas y ai te voy a Berriozabal. Cuando eres nuevo en esto la cagas y yo me la pasé preguntando todo un día por él, en vez de buscar a los galleros. En la mañana, fui a casa de uno y me dijo que Max Funes era su amigo, nomás que, hasta donde sabía, era colombiano. Me dio su dirección y le caí en la casa. Me abrió un gordo, moreno y de bigote. Si Guadalupe me hubiera dicho que ese era su hijo, yo no le hubiera creído. No se parecía en nada a la descripción que traía. “Estoy buscando a Max Rivas”, le dije y lueguito, pa’no darle oportunidad de nada, le solté: “Me dicen que eres tú”. Él se me quedó viendo como si enfrente tuviera a un pinche loco. “Pos yo no soy”, me contestó y a mí casi se me cayó la cara de vergüenza. Lo único que se me ocurrió fue platicarle de Guadalupe. Le conté que desde hacía cinco años estaba buscando a Max, que en esos momentos andaba en la caravana con la esperanza de encontrarlo, que estaba enferma del azúcar, que ella se había hecho cargo de los cinco hijos que Max dejó en Guatemala y que solo quería volver a abrazarlo. Él se disculpó por no poder ayudarme, pero anotó mi número y el de Guadalupe por si sabía algo. Yo no me fui tan convencido, pero ni modo que lo forzara. Fue hasta el 2012 que el bato le habló a Guadalupe. ¿Y qué crees? Sí era Max Rivas, tenía 38 años, estaba por casarse y me había mentido porque pensó que yo era un güey de migración. El movimiento logró que se reencontraran en la segunda caravana y Guadalupe me dio uno los abrazos más amorosos que yo recuerde.

***

Todavía vamos camino a Guadalajara, y ahora Rubén reconstruye los dos días que él, El Tyson y El Berna pasaron metidos en unos cuartos pulgosos de Piedras Negras. Recuerda a los coyotes que quisieron robarlos y otros que amenazaron con matarlos. Evoca los minutos que les llevó desnudarse para pasar el río Bravo, los 40 kilómetros que caminaron con un guía borracho, las horas que debieron detenerse para que el guía recuperara la sobriedad y el momento en que se vieron rodeados de agentes de la Border Patrol. “Ahí no sentimo miedo, sentimo curiosidad, porque era la primera vez que veíamo a un gringo”. Repara en cómo los deportaron y cómo intentaron cruzar de nuevo, solo que aquella segunda ocasión se les atravesaron los de la DEA. “Berna y yo corrimo pa’un lado y Tyson pa’otro; nunca volví a saber de él”. Me dice que lloró mucho por El Tyson, que quiso regresarse a su pueblo, pero Berna habló con otro coyote y ahora sí pudieron tocar tierra firme: Austin, Texas. Le cala acordarse de que el hermano de Berna solo pagó por éste y él se quedó más de tres días encerrado en una bodega, hasta que ocurrió un golpe de suerte: la policía hizo una redada y Rubén salió corriendo. “Me subí al coche de un chavo de Monterrey y él me llevó hasta un rancho, a las afueras de Jiuston”. Me cuenta que ahí pasó 15 días, que solo entonces habló con su madre, que le contó de El Tyson, y que unos amigos de su hermana María le mandaron dinero para que se trasladara a Virginia. Rememora aquella babel de voces en el autobús, sus nuevas súplicas a Dios para que no lo detuviera la migra y el alma samaritana de una pocha que lo cuidó durante casi todo el viaje a Virginia. Me habla de todos los oficios en los que trabajó en Martinsville, de sus problemas para entender el inglés, de su mudanza a Durham, en Carolina del Norte, y de cómo en la soledad uno va perdiendo el temor. Antes de que se quede dormido, Rubén me habla de Betsy Divers, una estadunidense de padres argentinos que conoció en la iglesia. “Ella formó mi vida, me enseñó inglé, me hizo entender que lo’ migrante’ somo’ una fuerza importante y que no debían verno como si fuéramo’ animale’”. También me cuenta que ahí comenzó a masticar la idea de regresar a México y cómo, después de cinco años en Estados Unidos, volvió a Huimanguillo, abrazó a doña Emilia, supo que El Tyson estaba vivo y se fue a Oaxaca a trabajar con unos misioneros. Ya luego, de vuelta a Huimanguillo, gastó todos sus ahorros por dar de comer a los indocumentados que bajaban del tren. Fue entonces cuando conoció a Elvira Arellano y se metió a trabajar en el Movimiento Migrante Mesoamericano.

Alguna vez leí que el altruismo era una mentira porque, en realidad, en ese acto no había compasión ni amor. Después de conocer a Rubén, creo que tiraré ese libro.

CASO 2

Servelio Mateo se salió de Honduras cuando cumplió los 18 años. Entró a México por Tenosique en el 2001. En una parada del tren se bajó porque traía harta hambre. Mendigó en las casas y, cuando regresó, vio que el tren ya se había pelado. Imagínate lo cabrón que fue pa’Servelio: no conocía a nadie y no sabía leer ni escribir. Anduvo vagando por Tenosique hasta que unas gentes le dieron trabajo en un rancho. Nunca pudo comunicarse con su mamá, porque en su pueblo nomás por la radio comunitaria saben de uno. Quiso regresar a Honduras, pero pa’ntonces Los Zetas ya andaban matando a mucho migrante y se quedó. Todos los domingos iba a la estación del tren pa’ver si veía a alguien de su pueblo y le ayudaba a hablar por teléfono. Ya sé que te suena increíble, si quieres hasta tonto, pero el migrante es así en cuanto llega a México: se esconde, se le impone el miedo, se le acaba el mundo. Servelio pudo hablar dos veces con su mamá y después desapareció. Todo lo que te estoy contando de Servelio lo supe hasta que resolví el caso, así que será mejor contarte desde el inicio. Quién sabe quién le contó de mí a Silveria Campos, pero por agosto de 2012 me llamó pa’pedirme que buscara a su hijo. Ella me dijo que Servelio le había dicho que estaba en Tabasco y no más. Yo estaba en Tenosique, porque suelo ayudarle a Fray Tomás en el albergue de la 72. Con mis contactos, rastreamos en hospitales, en las cárceles. Nada. Fui a la radio y alguien de Tlacotlalpan llamó pa’decirme que allá había un bato que se llamaba Heriberto y checaba con la descripción que di. En esto de la búsqueda, cada dato es una pista y no puedes desperdiciarla. Llegué con Heriberto. Era hondureño, pero no era Servelio. Pa’mi suerte, Heriberto me dijo que él había conocido a un bato en Jalapa y me dio las señas pa’llegar. Tardé como dos días pa’encontrar la dirección. Ahí vivía un güey que tampoco era Servelio. Ya cuando me iba, la esposa salió y me dijo que ahí cerquitas, en la colonia Calicanto, ella había visto a un hondureño, que era el yerno de doña Carmen. Y pos ai te voy a buscar a doña Carmen. Me abrió, le platiqué de mí, del movimiento, de Silveria y la doña nomás se me quedaba viendo. Después de media hora, le habló a su hija y, cuando salió, le dijo: “Buscan a tu marido, a Servelio”. La esposa se puso a llorar y me dijo: “A Servelio le va a dar mucho gusto saber de su familia, siempre se pone triste por su mamá; ya hasta quería ir con la señorita Laura, la de la televisión, pa’que le ayudara”. Servelio llegó al ratito y se puso a chillar como niño. Trabajaba de albañil y, aunque era muy pobre, se veía que era un buen hombre, un buen padre. Quise marcarle a Silveria hasta Honduras, pero ya no tenía saldo en el teléfono. Me metí a internet y en el féisbuk le pedí a la raza que me prestaran una recarga. Como a la media hora alguien me puso saldo. “Señora, ya encontramos a su hijo”, le dije a Silveria y se lo pasé. Pinche corazón se me revolvió. Fue hasta octubre de 2012, cuando hicimos la segunda caravana, que Silveria pudo reencontrarse con Servelio después de ocho años. Silveria no quiso quedarse con su hijo. Le pregunté que por qué, si ya había encontrado a Servelio. “Todos los desaparecidos son mis hijos”, me dijo y siguió en la caravana con nosotros.

***

A Rubén no le agradan las hipocresías. Tampoco le gusta la vida mundana. No fuma. No bebe. No lee. No sabe lavar. No tiene dinero —toda su riqueza cabe en una pequeña mochila Wilson: dos jeans, cuatro playeras que le regalaron los de Amnistía Internacional, un desodorante que irrita, un cepillo de dientes, un toalla y una sábana roídas, unas tijeras que nunca ha utilizado, una clavija, su pasaporte, algunos calzoncillos, una hattah, una computadora vieja que alguien le donó y un bolígrafo que a veces no pinta—. Rubén tampoco come tacos que cuesten más de seis pesos. No se siente cómodo cuando usa zapatos —siempre que puede se pone unas sandalias—. No comulga con ciertas ideas del poeta Javier Sicilia. No sabe dibujar. No puede dormir más de cuatro horas seguidas. No confía en el gobierno ni confiará. No entiende qué hace Ana Gabriela Guevara como presidenta de la Comisión de Migración en el Senado. Nunca deja que lo humillen por sus rasgos indígenas. No tiene tiempo para buscar novia. No le gusta practicar el inglés. No hay hora en que quiera conectarse a Facebook. No cree en el feminismo. Y no sabe si Dios existe, pero está seguro de que debe haber una fuerza porque, de lo contario, no estaría vivo.

CASO 3 Y MEDIO

En la caravana de madres del año pasado, traía el gusanito de ir a buscar a Brígido Mateo López en Veracruz. En Honduras, Tesia, su mamá, me había contado que el bato tenía casi 10 años desaparecidos y un primo suyo, que todavía está de ilegal en Estados Unidos, me había dicho por teléfono que Brígido ya no se llamaba así, sino Wilfredo Pacheco López. “Ese fue el nombre que me dio la última vez que hablamos”, me dijo el primo. “¿Y no te platicó dónde vivía?”, le pregunté. “Pos le oí algo de Veracruz, algo cerca del mar”. Yo, que soy adicto al Google, me metí y puse el nombre de Wilfredo. De volada me apareció una nota de un año antes, donde decía que el albañil Jesús Wilfredo López había sido detenido por una riña en la colonia Ortiz Rubio del puerto de Veracruz. Te va a sonar muy acá, pero mi pensamiento me dijo: “Ese cabrón es Brígido”. Si no fui de inmediato fue porque estábamos organizando la caravana y porque no tenía dinero. Pero cuando la caravana llegó a Tlaxcala, dije: “Orita es cuando”. Pa’ntonces ya se había corrido el rumor entre las mamás de que yo iba pa’Veracruz a buscar a un desaparecido. Eso envalentonó a Paola Bolonesi, la coordinadora de las madres nicaragüenses, pa’decirme que, ya que iba pa’Veracruz, buscara al hijo de María Teodora Ñamendi, la más anciana de la caravana. “En tus manos pongo el caso de Francisco Dioniso Cordero”, me dijo Paola. “Doña Teodora no puede morirse sin saber dónde está su hijo”.

La única pista de Francisco era una carta que había mandado hacía 25 años. ¡Imagínate! Total que con esas dos búsquedas me fui a Veracruz. Rodrigo Soberanes, un camarada del DF, me puso en contacto con Félix Márquez, un fotógrafo de Cuarto Oscuro y AP. Cuando me recogió en la central camionera llegó con Nacho Carbajal, reportero de La Jornada, y con Ángel Ramos, de la agencia Imagen del Golfo. Te hablo de ellos porque les debo mucho. Ellos fueron los que me dijeron que ir a la colonia Ortiz Rubio era peligroso, que era territorio Zeta, así que primero fuimos a buscar a Francisco. La dirección que venía en la carta sí existía, pero habían construido una nueva casa hacía 10 años y ahí no sabían nada de Francisco. Los tres compas que te digo y yo nos pusimos a preguntarle a los vecinos. Una viejita nos dijo que quizá era el fontanero que había vivido ahí. “Lo vi hace como un mes en el mercado, tengo su tarjeta, espérense”, nos dijo y la trajo lueguito. Ahí venía la dirección y teléfono del fontanero. Fuimos. Allá nos abrió una jovencita que nos hacía muchas preguntas raras y nosotros pensábamos que el fontanero era al que estábamos buscando. Como la jovencita nomás nos daba vueltas, opté por hablarle por marcar el número del fontanero. No quise arriesgarme y de entrada le dije que él era Francisco y que necesitaba verlo. El bato me pidió que lo fuera a ver a un taller y pos ai te vamos. El fontanero nos contó que él era boliviano, que incluso ya era ciudadano mexicano, pero nos dijo que conocía a un señor de apellido Cordero, que iba mucho a un grupo de alcohólicos anónimos y nos llevó con la suegra. Apenas le conté a la señora a quién buscaba, se llevó las manos al pecho y dijo: “Es mi yerno”. Yo todavía estaba que no me lo creía cuando la señora volvió a decirnos: “Miren, va llegando”. Volteamos y vimos que Francisco venía en una motito. Le conté de su mamá y se soltó a llorar. “Yo pensé que ya estaba muerta”. Francisco fue sandinista. Salió huyendo de Nicaragua pa’que no lo mataran y, apenas se asentó en Veracruz, comenzó a escribirle a su mamá. Dejó de hacerlo porque cada carta que mandaba se la rebotan. Ahora tiene tres hijos y ha superado el alcoholismo. Cuando les hablé a Elvira y a Martha pa’contarles, les pedí que no le avisaran a la mamá, a Teodora, porque me daba miedo de que le diera un infarto. Quedamos que yo le iba a decir y me regresé a DF. La bronca fue que en la mañana la noticia ya se sabía: mis compas la habían publicado. Cuando llegué al DF me contaron que a Teodora se le había bajado la presión. “Mijo, no tengo con qué pagarte”, me dijo apenas la vi y lloramos los dos. Después regresé a Veracruz a buscar a Brígido. Los compas de la prensa que te digo y yo anduvimos pregunte y pregunte en la Ortiz Rubio. Lo único que hemos conseguido saber es que Wilfredo Pacheco López sí es Brígido y que salió de la cárcel hace poco. Por eso te digo que este es el caso tres y medio, porque me falta verle la cara a Brígido. Pero ya regresaré. Quiero darle una buena noticia a Tesia, la mamá.

***

La última amenaza que recibió Rubén fue hace unos días en Tenosique. Un tipo fue al albergue de la 72 a advertirle que se cuidara o terminaría convirtiéndose en un festín para los gusanos. “Tú sabes cómo corre el agua, hijo de la chingada”, le dijo el matoncillo aquel de forma más pedagógica. Rubén también ha recibido llamadas anónimas, ha sido hostigado por los militares y la policía y, meses atrás, unos hombres armados que fueron enviados por la Procuraduría General de la República entraron a la 72 sólo para joder. “Estoy dispuesto a que me rompan la madre”, me dijo Rubén en octubre pasado, cuando lo conocí. “E’parte 'e mi trabajo”.

Si bien la experiencia de verse perseguido por toda esta clase de simios le ha enseñado a no intimidarse por el tono y la placa, el cuatro de mayo de 2011 ocurrió algo más grave. Resulta que Rubén, Elvira Arellano e Irineo Mújica venían trepados en ese tren que los migrantes llaman La Bestia. La idea era, junto con los indocumentados, unirse a la gran marcha del silencio contra la violencia que había convocado Javier Sicilia. Cuando salieron de Ixtepec, Oaxaca, de un camionetón que parecían potro salvaje se asomó un tipo con un cuerno de chivo e hizo alarde del rifle. No disparó, pero con sus ademanes les dejó en claro que podría hacerlo sin sentimiento de culpa alguno. Más adelante, en Orizaba, bajaron del tren para hacer una marcha a orillas de las vías. Apenas llevaban 10 minutos manifestándose cuando aparecieron tres camionetas Suburban negras. De ellas descendieron más de 10 hombres con pistolas hasta por debajo de la lengua. Uno, el más bravucón, se acercó a Rubén, a Elvira y a Irineo y les dijo: “Ya los andamos cazando, déjense de meter”. Entonces se fueron los pistoleros y las alertas comenzaron en la red de ONG. Al final, ni la denuncia del propio Sicilia en Topilejo, Morelos, donde pidió garantías de seguridad y protección para los caravanistas, tuvo respuesta alguna.

—Arriesgan mucho el pellejo, Rubén.

—Pos sí, pero si nosotro' no hacemo' algo, no hay nadie má' que vea por el migrante.

***

“El nuevo terror de lo’ indocumentado’ en el Golfo son lo’ Mara’”, dice Rubén, con su acento tabasqueño, mientras pica un plato de frutas. “Lo Zeta son quiene’ lo’ protegen”. En la mesa, Rubén afila las ideas. Me cuenta que si Los Zetas secuestraban, extorsionaban, violaban y mataban, ahora sus trabajadores, los Maras, cobran 100 dólares a cada migrante por subirse al tren y, si no pagan, lo avientan a la vía. Los Maras también se están dedicando a la trata de mujeres y a la prostitución infantil. “Son gente que comete mucha cobardía”. Rubén también piensa que a Enrique Peña le importan un carajo los migrantes. “Salió igualito a Felipe Calderón”, dice ahora que se empuja el café. “Él nomá’ quiere quedar bien con lo gringo, por eso orita hay mucho grupo de choque que nomá’ quiere exterminar a lo' migrante”. De los gobiernos estatales tampoco espera buena voluntad. De hecho, cree que son peores. “En el de Veracrú’, la señora que ve lo de lo migrante se la pasa pidiendo dato’ por féibuk y luego dice que e’ una académica chingona”. Rubén ahora come unos huevos fritos y habla de la persona que más trae marcada: Emeteria Martínez. Ella era una hondureña que se volvió activista el día en que desapareció su hija. Siguió en las caravanas de 2011 y 2012, a pesar de que ya la había encontrado después de 21 años. “Ella me inspiraba, era un símbolo de la esperanza”, cuenta el rechoncho Rubén. “La vi en diciembre, en el hospital, porque había sufrido un derrame despué’ de la caravana; le dije que su historia estaba marcada por la búsqueda de la vida; ella levantó la mano en señal de victoria y yo la besé; en enero me hablaron pa’decirme que había muerto; su muerte me rompió la madre”. Rubén se levanta de la mesa, pero no quiere seguir sin contarme su lema: “El que no camine en tu camino, no siente tu sentir”.

POSDATA

El jueves 14 de febrero, Rubén me mandó un mensaje al celular: “Alex, lo encontré!!!”. Rubén se refería a Brígido, el hondureño perdido en Veracruz. Hablamos por teléfono, lo escuché orgulloso. “El caso tres y medio ya está completo”, le dije, y lo imaginé con sus ojos pulidos de emoción. Él me contestó: “El hombre debe saber qué necesita el otro y debe dárselo, y yo ya le cumplí a la mamá”.

(MILENIO SEMANAL/Alejandro Almazán/ 3 Marzo 2013 - 1:37am)

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