Roberto es alto y de una sonrisa que salpica. Tiene el sol en ese
rostro y buena conversación. Quien lo ve no encuentra en él rastros de
los proyectiles que recibió en la espalda y la nalga ni el tiempo que
estuvo sentado, atado de pies y manos, frente a esos que no lo miraban
vivo sino amortajado.
Trae un vaso de etiqueta negra en la izquierda. Conversa y parece que
con las palabras alborota las cinco cilíndricas piezas de hielo que
pidió con el trago. Tintinean como si tuvieran frío, envueltos por ese
viento de marzo y abril que no deja atrás el invierno y que recuerda que
ya viene la larga y pegajosa temporada de calor.
Va con un hombre, mucho más joven que él. El joven va y viene al
automóvil, estacionado cerca. Le trae un teléfono celular: ya le llama
uno, ya le llama otra, le pasa algunos documentos, tercia muy poco en
las conversaciones y le recuerda discretamente asuntos que debe tratar
en las próximas horas.
Ese joven ayudante se para a un lado, atrás. Pone las manos enfrente y
luego las entrelaza, las suelta, las coloca en la cintura: a su derecha
parece traer una roca geométrica y él se asegura de que siga ahí, de
tenerla a su disposición. Voltea cuando se acerca un automóvil. Los
fanales jalan sus ojos, como el ruido de los pasos.
Roberto se ve relajado. Acaba de llegar de viaje y está visitando a
una parte de su familia que quedó en ese barrio en el que conserva
querencias. Pero también admiración. Los que lo siguen ahí, en las
cuadras del sector, las calles, las aceras, los carros cuando se mueve
cerca, parecen hacerlo de arriba abajo: el mandamás, de rostro
iluminado, que regresó de la perdición.
Esa vez lo detuvieron hombres armados que él conocía. Se desconcertó y
cuando estuvo desangrándose por las heridas de bala, a merced de ellos y
bajo una intensa y cavernaria tortura, le acusaron de traición: pusiste
al jefe, por eso mataron a los plebes y nos agandallaron con mercancía y
dinero. Era tanto el dolor, que pidió que lo mataran de una vez.
Dolor por esas heridas, la chicharra en sus güevos, quemadas de
cigarro y las cortadas. Dolor por ser señalado como traidor. Él, que
siempre había sido leal. Lo negó todo y no le creyeron. La orden era,
Tortúralo hasta el fin, pero antes que dé nombres.
No obtuvieron nada, porque era lo que traía: honestidad, fidelidad,
ya sin brillo en su sonrisa, sin el Dios que todos miraban cuando
circulaba por el barrio. Llegaron los jefes y hablaron con él. Uno de
ellos le creyó y su voz tenía peso. Suéltenlo, ordenó. A terapia
intensiva.
Ahora está ahí, en lo alto. Sus piezas de hielo siguen vagando en el
vaso güisquero, tintineantes. Es uno de los jefes locales de la misma
organización que lo mandó matar.
31 de mayo de 2013.
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