Para el Niquelado, ahora sí.
Javier Valdez/ Columna Malayerba
Vivió muchos años
con él hasta que decidió dejarlo. El hombre era plural con las mujeres: a todas
las aceptaba, con todas quería y a todas les decía que sí. Ella entonces dijo
no. Se llevó sus cosas, los hijos, unas cuantas monedas y partió a miles de
kilómetros. Y ahora lo tenía ahí, tendido.
Recordó que había
hablado muchas veces con él, por teléfono. Hablaban de la familia, de los
asuntos que todavía tenían pendientes, pero nunca de volver. Él seguía en las
mismas y ella buscando la manera de sobrevivir y mantener a los hijos en la
escuela, con comida y casa rentada, mientras conseguía una propia.
Después, las
conversaciones eran sobre sus hermanos, los de él, su mamá enferma, el trabajo
y esos viajes postergados de ver a los morros, como los sueños vigentes que
envejecen pero que nunca llegan. A ver si la semana que entra voy a verlos,
María. Si no, el mes que viene. O el año entrante.
Ilusiones oxidadas
en los oídos de esos dos plebes. Mi apá es un mentiroso, nunca va a cambiar.
Quimeras canceladas en el pecho de ella, navegando en el mar muerto de un amor
que se fue, que no está, que quedó atrás. Y aún así, se hablaban para saber uno
del otro y que al menos por el celular, los hijos y el padre se saludaran.
En el pueblo estaban
matando a los que trabajaban con el cártel contrario. Y a sus familias. Él le
contó que habían ido por un familiar muy cercano, porque trabajaba para los
otros. Los de la clica vencedora no querían dejar rastros consanguíneos,
herencias genéticas ni odios alojados en las nuevas generaciones. A chingar a
su madre todos.
Y se agarraron
matando a los padres, hermanos e hijos. Algo sintió ella, como que se agrietó
ese corazón enmohecido, cuando sonó el clic que anunció el fin de esa llamada.
No dijo nada: apretó los labios, cerró los ojos y volvió a cancelar emociones y
recuerdos.
Se enteró luego. Él
iba con la novia en turno. Los interceptaron a tres cuadras de la casa. Los
sicarios los subieron a una camioneta. Dos días desaparecidos y ella con el
Jesús crucificado en ese Rosario de madera, apretado entre el dedo gordo y el
índice.
Ya sabían que no lo
encontrarían vivo. Ni a ella. Ella desgarrada, con un balazo en la cabeza. Él a
pocos metros, entre el monte, con golpes por todos lados, cortadas en piernas y
brazos y la cara desfigurada. Dicen que los balazos no lo mataron, sino algo
duro que tapizó su rostro y quitó de su lugar la nariz y cerró entre sangre e
hinchazón los ojos.
Ella viajó para
estar en los funerales. Junto al ataúd sellado, una vecina se asomó y le dijo
que su marido estaba bien guapo.
(RIODOCE.COM.MX/ Javier Valdez / Abril 14, 2013)
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