Javier Valdez/Columna Malayerba
El Cochi estaba
preso y mandaba. Se paseaba por las celdas como si fuera su casa, el parque,
cualquier calle de la ciudad. Los que lo conocían decían que era necrófilo: no
es que le gusten los muertos, pero sí matar. Sanguinario, eso. Taladraba con
sus fusiles automáticos. Nomás porque le parecía.
Llegó hasta ahí
porque lo toparon los militares. Supo que la tenía perdida y no hizo
aspavientos cuando los tuvo enfrente. Ni pedo, dijo. Si hubieran sido agentes
de las policías judicial o municipal, cualquiera, ni lo detendrían. Pásale
comandante. Comandante Martínez, así se le conocía.
Llegaba con los
guardias y les daba órdenes. Entraba y salía de la oficina del director o del
jefe de seguridad del penal cuando quería. Intocado e intocable, hasta en su
calidad de reo. Ahí, dentro, había una escuela primaria. El objetivo era que
los presos aprendieran a leer y escribir, cursaran todos los años en menos
tiempo y terminaran con certificado y todo, y motivarlos a seguir estudiando.
Poco de eso pasaba, pero los maestros y el encargado del plantel le echaban
ganas.
Era el encargado de
la escuela y otras autoridades del penal, incluyendo los de seguridad y el
director, los que valoraban a los presos cuando estos aparecían en la lista de
candidatos a ser liberados: buena conducta, buen estudiante, disciplinado en la
celda y sin participaciones en amotinamientos, consumo o distribución de droga.
Todo eso veía el
Comité de Libertades. Cada uno por su cuenta revisaba y revisaba el perfil de
los candidatos. Taches y palomitas. Parecían deshojar margaritas. Hasta ellos,
por separado, llegaba el Cochi. Les preguntaba qué se les ofrecía, qué les
hacía falta en su trabajo, sus vidas, sus casas. Y luego disparaba: quiero que
liberen a este, a este y a este, por favor. Levantaba la mirada, ponía la mano
como mazo en el hombro.
No había pie para un
déjeme ver, espéreme a revisar, voy a checar lo que me pide. Sin cancha para la
insubordinación. Ni milímetros de esfínteres para hacerse a un lado. Alzaba la
cabeza. Y sin muchos ademanes ni palabras, pronunciaba un: Hágalo. Haga lo
posible.
Cuando los del
comité se reunían no permanecían quietos. Incómodos, buscando el disimulo. Se
decían unos a otros que coincidían, que esos, los de la lista, los aprobados,
eran precisamente los que ellos también traían. Al final, consenso por los
palomeados. Estos y estos salen libres.
El encargado de la
escuela andaba de compras en el mercado. Estacionó el carro y esperó a que
pasara un convoy de camionetas con hombres amontonados y sospechosos. El que
iba acompañando en la cabina al chofer lo reconoció. El maestro se hizo
chiquito. Profesor, cómo está, le gritó. Bien, bien.
Era el Cochi. Su
madre le preguntó quién es. Dios santo. No quieres saber, ma.
5 de abril de 2013.
(RIODOCE.COM.MX/Columna Malayerba de Javier Valdez/abril 7, 2013)
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