Los mexicanos somos xenófobos
y racistas. No es nuevo. Somos hipócritas y sibilinos, que al escudarnos
siempre en sonrisas y calidez al primer contacto, proyectamos una imagen
contraria a lo que somos debajo de la epidermis. Discriminamos por el color de
la piel, por condición socioeconómica, y hasta por la forma como se habla y
viste. Usamos palabras para marcar las diferencias –como al emplear nacos,
indios y fifís genéricamente, y georreferenciar el racismo, como cuando al
describir comportamientos se habla de los “satelucos”-. Hemos dividido la
Ciudad de México en corredores socioculturales que levantan fortalezas de norte
a sur y de oriente a poniente, edificados desde una edad temprana, cuando los
niños y las niñas cursan la primaria.
La nuestra es una sociedad
refractaria, rígida y hermética, aún entre nosotros mismos. Muchas veces no
queremos ver los monstruos que llevamos dentro. Somos de una cordialidad
extrema cuando decimos como parte de nuestros modales “la casa de usted” cuando
hacemos una referencia al lugar donde vivimos, sin que en la mayoría de las
veces demos pasos para adelante. ¿Cuántas personas que suelen decir eso como
muletilla de urbanidad pasan a la siguiente fase y abren realmente las puertas
de la casa de uno al extraño? Nos excedemos en atenciones cosméticas y siempre
decimos a quien hacía años no veíamos: “Qué gusto verte. He estado pensando
mucho en ti. ¿Cuándo nos tomamos un café?”. La respuesta es idéntica. Sabemos
que eso no se siente ni se piensa, pero forma parte de un código de
comunicación muy mexicano, y muy falso.
Vivimos en una sociedad
compleja. Recuerda a veces la japonesa, donde los grupos sociales son cerrados
y muy difíciles de penetrar. Quienes van a las escuelas pre-escolares
adecuadas, irán a las primarias, secundarias y preparatorias correctas para
ingresar a la Universidad de Tokio, estar en los clubes sociales de las élites,
en donde se casarán, escalarán en los trabajos y llegarán con solidez a la
política. Quienes no recorren ese camino tendrán una vida más azarosa y de
posibilidades acotadas. A veces, atisba espejos de sociedades podridas donde no
queremos reflejarnos, como el fanatismo ideológico llevó a genocidios como en
Camboya, o las diferencias de clase que provocaron la tragedia de Ruanda, o la
manipulación de los políticos que enfrentaron a una sociedad, como en
Venezuela.
No hemos llegado a
situaciones extremas, pero no hay nada que impida una evolución hacia esos
estancos indeseables, porque no estamos reflexionando lo suficiente en cómo la
crisis migratoria ha galvanizado nuestros viejos traumas y hecho florecer, por
obra y gracias de las redes sociales, la xenofobia y el racismo. La sumisión
gubernamental ante los deseos del presidente Donald Trump para que México le
haga el trabajo sucio de contener la migración en el Suchiate, ha colocado al
presidente Andrés Manuel López Obrador en una contradicción.
La política migratoria con un
énfasis en los derechos humanos de los migrantes, sin matices ni orden por la
urgencia política y existencial de revertir años de maltrato y corrupción de
las autoridades mexicanas en contra de las personas más vulnerables, por su
condición de refugiados económicos o que escapaban de la muerte, fue tan
éticamente acertada como increíblemente desarticulada, y llevó al cambio
radical urgente de dirección, ante las amenazas comerciales de Trump. Los
errores los pagamos caro todos, y en el caso del gobierno, se sigue
profundizando el costo. El racismo y la xenofobia son su peor cara, afloradas
con velocidad.
Apenas en octubre, la
hipocresía mexicana se disfrazaba de solidaridad al paso de las primeras
caravanas de hondureños, cuando la gente les regalaba comida, ropa, o
convertían sus vehículos en transporte colectivo para trasladarlos. Los
gobiernos locales abrieron albergues donde llegaban ciudadanos a expresar
materialmente su simpatía. Pero cuando comenzaron a taponearles la entrada a
Estados Unidos, el fenómeno se problematizó. Tijuana fue la primera llamada de
atención, donde el impacto de una asimilación forzada provocó que en breve
tiempo el apoyo a la migración se volviera rechazo.
La solidaridad se agotó
cuando los mexicanos vieron que sus empleos y servicios tendrían que
compartirlos con extranjeros que estaban de paso. Los discursos presidenciales
de proporcionarles techo, comida y empleo, aceptando las imposiciones de Trump
para que se quedaran en México durante meses mientras se procesaban sus
solicitudes de asilo, se volvieron contraproducentes. López Obrador insistió,
profundizando el malestar, anunciando creación de empleo para los migrantes
–cuando se está desplomando el empleo en México por su política de austeridad y
la desaceleración económica-, e inyección de recursos en El Salvador, cuando
las carencias en medicinas y el empantanamiento de los programas sociales han
generado indignación en muchos sectores.
Lo peor de la condición
humana emergió en México, al ver que los migrantes se convertían en un grupo
privilegiado por el gobierno a costa de su propio bienestar. Es difícil
argumentar con quienes se sienten afectados y despojados, que la reacción
desatada enferma a las sociedades de manera irreversible, con odios y rencores
que se incrustan en el estómago y envenenan el alma. Estar dispuesto a dar algo
a quien más lo necesita, siempre acompaña el discurso, pero es una actitud que
no prolifera cuando hay que actuar en consecuencia. No ayuda un gobierno que
hace de la lucha de clases un método para consolidar el poder. Así ha sido
siempre López Obrador, quien sin embargo, no había experimentado la
contradicción de sus actitudes políticas. Urge hoy que tome la bandera contra
la xenofobia y la discriminación, y que calme al monstruo que despertó, porque
es un búmeran que también le pegó.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
Twitter: @rivapa
(EJE CENTRAL/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 20 DE JUNIO DE 2019)
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