Vamos a un jale, lo
invitaron los amigos. Se le hizo fácil: pensó en todo lo que no tenía, en la
ausencia de padre y madre, en los cuidados que él debía otorgar a sus hermanos,
en todo lo que quería y añoraba, en nada. Y contestó que sí. Se alistó en un
dos por tres, llenó la mochila de trapos y se fue con ellos.
Era un joven como cualquiera.
Solo que a pesar de no tener quién lo guiara, a falta de progenitores había
salido adelante a punta de chingadazos. Bien en la escuela, disciplinado,
deportista, sin vicios y en general buena persona. Sus tíos, primos, vecinos y
amigos lo sabían y acudían a él por solidario y confiable. Había alcanzado, a
pesar de todo o quizá por eso, un lugar en ese entramado social y familiar de
joven honesto y trabajador.
Pero tenía sus
amigos malandros y lo sonsacaban para que anduviera con ellos. Se había
resistido a esa vida de espinas y cañones humeantes, de dinero rápido. A la
mota y la coca. A eso no, bato. Yo de plano paso sin ver. No le entro. Pudo dar
dos, tres pasos atrás. Supo hacerse a un lado, esquivar. Esgrima frente al
plomo y los bultos de quinientos, sin perder amistades, buenas relaciones y
cercanías.
En los deportes era
siempre el líder. Hasta lo distinguieron con el cargo de capitán en el equipo
de futbol. No faltaba a los entrenamientos y siempre tenía energías para más y
más y más. Impetuoso, sometido a la dinámica del grupo y del entrenador,
dispuesto a los sacrificios y a trabajar en equipo. Tejió redes de convivencia
que le permitieron tener contactos aquí y allá, a la vuelta de su casa y en la
colonia de enseguida, en los salones de al lado y con los de cuarto grado.
Pero esa vez que lo
invitaron, algo en él se descuidó. Aceptar ir con ellos, sabiendo a qué se
exponía. Ellos mismos le habían platicado de otros jales mal paridos, en los
que la sangre les había llegado a los tobillos y más arriba: los parches de los
amigos muertos en algunos enfrentamientos con enemigos, la policía y el
ejército, estaban en la panza pero más en el corazón. Cuando hablaban de esos
que habían sido trozados, sus ojos se deshidrataban y los parches mostraban sus
grietas.
Pero de esa no
regresó. Los torcieron en el camino. Y les dieron con todo, sorpresivamente.
Algunos se salvaron. Él no. Regresó en un traje de madera que le quedaba
grande. Los vecinos le lloraron, la familia se desvaneció a tal grado que
parecía un pelotón de vaho y los amigos cayeron en el sepelio, a pedazos y con
nuevos parches resquebrajados. Uno de ellos se acercó. Traía entre los dedos un
churro de yerba. Le dio un toque profundo. Aguantó el humo y lo esparció sobre
el ataúd, como queriendo abarcarlo todo con esa ola enervante. Le dijo te doy
mi bendición, morro amigo.
(RIODOCE/COLUMNA
MALA YERBA DE JAVIER VALDEZ/ 7 junio, 2015)
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