lunes, 7 de mayo de 2012

MURILLO: EL ÚLTIMO PIRATA MEXICANO


“Lo volvería a hacer una y mil veces más”, expresa el guaymense al recordar el secuestro  del transbordador ‘Diáz Ordaz’ con 600 pasajeros

Fernando Villa Escárciga
(Primera Parte/1996)

Con un brusco viraje a babor, el polizón de crespos cabellos enfiló el enorme barco hacia los tempestuosos mares de su destino plagado de audacias.



Marco Antonio Murillo Lozano, guaymense de cepa, recibió el gélido viento en la cara. Sus manos se aferraron al timón. Iba en el puente de mando armado con pistola, bien decidido.



El buque de pasajeros ‘Gustavo Díaz Ordaz’ enfiló la proa hacia la salida del Golfo de California, como si la enorme mole de acero anhelara su libertad.


Pero Marco Antonio no iba solo: cerca de seiscientos pasajeros y tripulantes, hombres, mujeres y niños le acompañaban de manera fortuita en su prodigiosa aventura.


Abogado y bien letrado en leyes del mar conocía los riesgos. Era un pirata en acción, un pirata sonorense en el mayor secuestro de una nave marítima en la historia nacional.


Hoy, a casi 26 años del suceso, reitera que lo volvería a hacer una y mil veces. “El objetivo era supremo, la historia en sus razones a veces reclama actos temerarios”.


 Asalto y razón
Y sí, el propósito entre otros era empujar lo que muchos consideraban inalcanzable: la soberanía definitiva de México sobre el Golfo de California que baña todas las costas de Sonora.


El secuestro del ferry nunca fue un acto espontáneo o surgido de la desesperación, explica, sino parte de un movimiento que aglutinó a cientos de guaymenses comprometidos con una causa sublime.



En el libro “El Golfo de California, Territorio Mexicano. Antología y Aclaración Necesaria”, de su autoría, Marco Antonio Murillo fundamentó jurídica y moralmente la necesidad de que México declarase la soberanía sobre ese cuerpo de agua.



De mirada firme, reblandece su ronca voz a sorbos de café con leche y tequila mientras suelta las amarras del silencio para navegar sobre el oleaje de su lúcida memoria.


Poco después de las ocho de la noche el ‘Díaz Ordaz’  partió de Santa Rosalía, Baja California Sur  para llegar a Guaymas al siguiente amanecer. Corría enero de 1981.


Todo era tranquilidad entre las apacibles aguas y el estrellado firmamento, excepto en siete furtivas sombras que se consumían de ansiedad a la par que sus cigarros.


Mientras la pesada nave dejaba su cauda espumosa sobre el Mar Bermejo, la luz de luna sorprendió a un hombre deslizarse hasta las alturas del puente de mando para someter al timonel.


Con su Beretta .25 en mano asumió el control de la nave.


Enterado del paradero del Capitán, lo encerró en su camarote mientras se solazaba en el dulce perfume de unos candentes brazos femeninos.


La calma brisa que acariciaba la modorra de la gente pareció agitarse ante la voz de trueno: ¡Señoras y señores pasajeros, el barco está secuestrado y nos vamos a Hawai!


Marco Antonio enfiló el timón hacia el Pacífico sur. Su rumbo quizá era incierto, pero no su objetivo. Tenía un ideal, una lucha entonces por muy pocos comprendida.


Filibustero de leyes

“Me jugaba todo pero la causa era justa; muchos lo entendieron después. Otros nunca”, recuerda Murillo mientras aspira su enésimo cigarro mentolado.


Pese a sus dolencias en ambas piernas, columna vertebral y cabeza, ríe a carcajadas, y habla a gritos, con muy veterana voz de tribuno de atribulados pulmones por tanto fumar.


Muchos y constantes dolores físicos padece. “Pero duelen más las heridas del alma, tenía muchas pero de a poco las voy curando. Estoy jodido pero contento”, expresa.


Marco Antonio Murillo está lejos de ser un “filibustero” de parche en el ojo, garfio en muñón e infaltable pata de palo. No, es un hombre de vasta erudición y respetuoso del Derecho.


Es mucho más, es un abogado que con leyes en mano y temeraria audacia ha enfrentado a connotados personajes de la política y del poder empresarial.

Tanto así que fue capaz de demandar penalmente a un candidato priísta a Presidente de la República cuando los tiempos más fieros del tricolor.


 “Ah, y que no diga empresarios poderosos;  debe precisarse que yo digo caciques de Guaymas… Chale, que fea palabra pero eso son”, aclara.

De inteligencia brillante, verbo fácil y adjetivos precisos, Murillo es parte de la historia viva en Guaymas y Sonora en asuntos de leyes y batallas por la razón.


Semipostrado, esclavo del bastón y las medicinas, su mirada lanza lumbre que a risas apaga al hurgar en los malabares del recuerdo algunos capítulos de su existir.


Es una especie de “abogado maldito”, que suele comprometerse con causas justas y enfrentarse a verdaderos titanes en cuestiones jurídicas.

Y muchas, pero muchas veces ha sido el vencedor.


Pionero de las luchas estudiantiles en la Universidad de Sonora –“mi gran Alma Mater”, dice— igual conoce los entretelones del poder y conceptúa a los gobernadores de las últimas décadas.



Senderos en la mar

Pero mientras conducía el enorme buque Murillo pensaba en asuntos más entrañables, sobre todo en su madre María Eugenia Lozano Acosta, originaria de Alamos.


Un lugar especial en su corazón y conciencia siempre ocupó su padre, el capitán Enrique Murillo Arnold, muy apreciado entre los porteños que le llamaban “El Capi” Murillo.


Fue su padre, ilustre “Guaymense Distinguido” a petición popular durante el gobierno de Edmundo Chávez Méndez,  quien le guió por los senderos de la mar y le inculcó el amor por los océanos.


Nacido un caluroso mediodía del 13 de junio de 1944 en Serdán y calle 17, Marco Antonio fue de esos chamacos a la par inquietos y avezados para el estudio.


Ni siquiera su formación en la primaria de párvulos en el Colegio de las Madres (hoy Colegio Ilustración) logró apaciguar su tempestuoso temperamento y espíritu rebelde.


Después siguió en el Colegio Kino, también de formación religiosa para continuar en la secundaria Miguel Hidalgo su estudios de nivel básico. Era un niño alegre como cualquiera de su condición, recuerda.


“No me gustaron los deportes de pelota, lo mío eran el agua, los cerros y el monte; me gustaba nadar y bucear, el alpinismo y la cacería aunque fueran cachoras y montar a caballo”, dice.


Desde los once años quedó ‘marcado’ por un primo que accidentalmente le pegó un balazo en la pantorrilla izquierda. “Como cazador fui cazado y desde ahí quedé patuleco”, comenta entre risas.


Las calamidades parecían caerle en cascada; luego un caballo llamado ‘Meteoro’ le aplastó contra una piedra la otra pierna que se le había enganchado en el estribo.


Participaba en un torneo de ski cuando fue embestido por una lancha que casi le parte la cabeza: en su memoria y el cuero cabelludo quedan cicatrices de aquel aciago suceso.

Apreciando la grandeza

Marco Antonio se ufana de haber aprendido a nadar por las enseñanzas de Damián Pizza, primer mexicano que cruzó el Canal de La Mancha, y por el campeón mundial de dorso Tonatiúh Gutiérrez.


Como líder estudiantil en la secundaria, comenta, apoyó la huelga magisterial de la Federación Sonorense de Maestros liderada por René Arvizu, quien luego fue secuestrado y después ocupó la Dirección de Educación Pública del Estado.

“Tenía todo, buena ropa, educación, los mejores carros y era algo noviero, pero siempre fui muy rebelde y le daba dolores de cabeza a mi padre, el hombre que más he admirado en mi vida”, recuerda.


Al cumplir quince años, su padre le regaló un viaje por el Pacífico mexicano a bordo del buque tanque ‘Poza Rica’, capitaneado por un capitán de apellido Rodríguez.


 Entonces comprendió la grandeza de los mares y la majestuosidad del Golfo de California, cuya riqueza en recursos y belleza le marcaron para siempre.

No concebía, dice, que los bienes de estas aguas fuesen explotadas por Estados Unidos, Japón y otros países cuyos barcos entraban y salían sin miramiento alguno.


Quizá aquellas remembranzas se entretejieron en su pensar mientras con cigarro entre dientes, pistola en mano y timón en ristre conducía el ‘Díaz Ordaz’ en aquel soberbio acto de pirataje.



A Murillo Lozano le acompañaron en aquel arrojo ocho miembros de la tribu yaqui, miembros de la Guardia Tradicional en acuerdo con los gobernadores de la etnia.



De hecho, el abogado mantiene relación cordial con la comunidad indígena a la que admira y aprecia, además de conocer parte de su cosmogonía, lengua y costumbres.


Su vida ha sido y es de estudio e investigación constante, con una cultura admirable y un tremendo intelecto enriquecido de conceptos que entre bromas entremezcla con una jerga de marinero perdulario.


Despuntaba a la juventud cuando arribó a la Universidad de Sonora (Unison) en el nivel de preparatoria en Hermosillo, para continuar en la misma casa de estudios como Licenciado en Derecho.


A partir de ahí, desde la Unison, Murillo Lozano empezó a lidiar con tempestades de verdad, en luchas que dan reciedumbre y alcanzaron su clímax en un acto de piratería que contribuyeron a hacer patria.


Porque el secuestro del ‘Díaz Ordaz’, aún con la suspicacia de los pusilánimes, se sumaría a las presiones hacia el gobierno mexicano para la declaración definitiva sobre la soberanía del Golfo de California…

2 comentarios:

  1. Fuimos compañeros de escuela en el Colegio Kino primero y luego en la secundaria. Cuando estábamos en el Colegio Kino éramos muy amigos; en un tiempo, llegaba por mí a mi casa en su bicicleta para irnos al Colegio. Y sí jugaba béisbol. Entre otros apodos que tuvo le decían el “Rawling” porque presumía de tener un guante de esa marca. Una vez, jugando béisbol en el campo de Fátima, al abanicar la pelota le propinó un batazo al cátcher, que era nada menos que nuestro profesor de sexto año, de nombre José Luis Ramírez.
    Descanse en paz, el gran amigo Marco Antonio Murillo Lozano!

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  2. Jesús Enrique Chávez Ramírez, de Guaymas, Sonora, vecino de Hermosillo.

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