lunes, 14 de mayo de 2012

HUIR DEL INFIERNO DE LA NARCOGUERRA EN LA SIERRA SINALOENSE




Aumentan los desplazados ante la indolencia del Gobierno


Judith Ortiz    
El desencadenado auge económico que se registró en Sinaloa en los últimos años está cobrando factura. A estas alturas el costo social es alto. Matar se ha vuelto fácil y barato. 



Fácil por la impunidad que reina y barato porque hoy la vida de una persona en manos de algún sicario que trabaja por cuenta propia, puede valer hasta dos mil pesos, sin el menor miramiento.


La violencia no solo viene ya de la lucha entre cárteles y entre estos y las fuerzas policiacas y militares, sino también de todo aquel que quiera aprovechar la situación para delinquir, en medio de una impunidad casi total. 


Con un mercado negro de armas en progreso y con grupos del narcotráfico que se extienden y ramifican, se propagan también las amenazas y extorsiones, los secuestros, los crímenes, la drogadicción, los robos de autos y de comercios, el cobro “de piso”, los asaltos en carreteras en falsos retenes, las amenazas a periodistas y las muertes por encargo.

En el estado, las cifras de asesinatos se incrementan cada año, pese a las declaraciones oficiales de que el índice viene a la baja. 



Los números hablan por sí mismos: 531 hombres y mujeres asesinados durante 2004, 610 en 2005, 604 en 2006, 747 en 2007, para incrementarse en un 60 por ciento en 2008 con mil 167 crímenes violentos, mil 255 en 2009 y 2 mil 238 en 2010. En 2011, según versiones gubernamentales, el número de caídos fue de mil 905.

Pero en los altos de Sinaloa, donde la violencia se intensifica al ritmo de la disputa por el control de espacios para el mercado de la droga, muchos mueren en despoblado sin abonar a las cifras oficiales de asesinatos. 



La razón es que allá, mucho menos se investigan los saldos de la guerra sexenal, que ha arrojado 60 mil muertos en el país hasta la fecha.

En esta sierra accidentada de difícil acceso, ideal para la siembra de enervantes, los narcotraficantes tienen prácticamente sus centros de operaciones. 



Y es en esa área, pocas veces recorrida por la Policía Federal o el Ejército, en donde se han suscitado el 65 por ciento de las ejecuciones del país.

Los habitantes de la sierra de Sinaloa lo saben mejor que nadie. Son víctimas colaterales, testigos directos de una guerra paralela entre cárteles de la droga que se libra con más intensidad en las inmediaciones de la zona conocida como el “triángulo dorado”, enclavada en los límites de los estados de Durango, Sinaloa y Chihuahua.

La masacre en Vinaterías
Vinaterías se convirtió hace unos días en un pueblo fantasma. Las 22 familias que vivían en esta comunidad de Sinaloa de Leyva, enclavada en una de las la zonas más intricadas y abruptas de la serranía del “triángulo dorado”, abandonaron sus casas, muebles y animales para emigrar hacia el valle. Salieron huyendo luego de que un grupo armado entró de madrugada y asesinó a diez jóvenes de entre 18 y 23 años.

A pesar de que las autoridades del Estado han ocultado estos hechos, Ríodoce obtuvo testimonios de una de las familias desplazadas.



Hacinados en un pequeño cuarto de una colonia periférica de Culiacán permanecen alrededor de 13 miembros de una familia completa, integrada por adolescentes con bebés en brazos, niños, hombres y mujeres jóvenes y ancianos.


Con miedo, pidiendo el anonimato, aceptaron narrar los hechos que los desarraigó de su pueblo en que nacieron y vivieron.

El hombre mayor de la familia, don Lupe, cuenta que el hecho que desató los asesinatos y la posterior huida, fue la muerte, en este caso accidental, de don Adolfo Hernández, un hombre de 75 años que conciliaba intereses y mantenía una aparente calma en la comunidad.

Cuando Vinaterías se quedó sin liderazgo, “la gavilla se animó a bajar y empezó la matazón”. 



Se apostaron de madrugada en las orillas del pueblo y al amanecer irrumpieron en las viviendas armados con rifles de alto poder, vestidos como militares: 


“Sacaron a dos plebes de sus casas y los mataron luego luego; a esos los pudieron recoger sus familias, pero luego fueron por otros dos y ai en la orilla del pueblo los dejaron tirados, amenazaron que’l que se arrimara a recogerlos ai también lo iban a matar… esos traiban miralejos y estaban vigilando, los tuvieron ai como cebo… pues le digo oiga, nadie se animó a ir por los muchachos y ai se quedaron, como carroña pa’los animales. 


A los días, los sicarios jalaron pa’rriba, iban en convoyes de camionetas nuevecitas, puras del año, de las que se roban aquí”.

Pero según lo narrado por don Lupe, los habitantes ya habían informado por radio al grupo contrario “porque créame oiga, allá la gente anda en los cerros bien comunicada, ai andan los punteros con radios, montados en motos o en bestias y avisan de todo”.

El grupo contrario envió dos avionetas con la estrategia de ubicar al convoy por aire, adelantarse y hacerles frente, pero los gavilleros se dieron cuenta y regresaron a la comunidad, donde mataron a otros seis jóvenes. 



No los pudieron velar, ai a las carreras los enterraron en una fosa común para evitar que los animales se los comieran como había pasado con los otros dos muertos.

Luego de la masacre, las 22 familias de Vinaterías subieron apresurados las pertenencias que pudieron cargar y enfilaron hacia Guamúchil y Culiacán, con amigos o parientes. 



Y mientras ellos salen, otros llegan a esos lugares para sembrar: “Dicen que han llevado 700 gentes de otros lados pa’meterlas en los pueblos desocupados y que siguen entrando, desde más pa’rriba”.

Don Lupe cuenta también el caso de una familia vecina:



 “Cuando el José miró la matazón echó lo que pudo a la camioneta, subió a la mujer y a los hijos y quiso salir del pueblo pero lo atoró el gavillón: ¿De dónde vienes?, le preguntaron. ¿Vienes de Bejuco? 


Y que lo regresan al pueblo y ellos con él a pedir informes a los que ai quedaban pa’saber de qué bando era, pero cuando comprobaron que no eran de ninguno, que era un hombre tranquilo, lo dejaron venirse”.

“Y pos aquí estamos un poco de raza, andamos buscando un solarcito o una casa pa’rentar porque hay mucha plebada, ai como ve, parece kínder aquí”. 



Y expresa con un aire de tristeza: “Créame oiga, allá se trata de pura envidia y venganzas; nos llegó la lumbre feo porque mucha gente se metió a matón y a asaltante”.

Al igual que Vinaterías, otros poblados aledaños más pequeños del municipio sinaloíta como El Bejuco, San Vicente, El Limón, Sacadeagua, Plan de Ocote, El Sauce y Rancho Blanco, también han sido abandonados por la mayoría de sus moradores. 



Otros pueblos afectados de ese municipio son la Sierrita de Germán, Ocuragui, Los Hornos, La Joya de los Martínez, La Vainilla, Las Tatemas, El Amapal, El Guamúchil y Portuguez de Norzagaray.

El éxodo silencioso
En los altos no solo es común la gente armada, sino las gavillas armadas que mantienen aterrorizados a los habitantes de pequeños poblados. 



Su dominio es tal que han desplazado a cientos de familias de sus comunidades de origen. 


Sinaloa es uno de los estados más afectados por esta migración, que se registra en las estribaciones de la sierra de los municipios de Sinaloa, Badiraguato, Choix, San Ignacio, Cosalá, Concordia, El Rosario y Elota.

En el sur, al menos diez comunidades han sido abandonadas por sus moradores en el municipio de San Ignacio en los últimos cinco años. Son Campanillas, El Verano, Bordontita, El Chilar, Santa Apolonia, Pueblo Nuevo, Huaracha, Güillapa, Contraestaca y Tepehuajes.

En el norte, localidades como Sasalpa, Comanito y Chicorato, del municipio de Mocorito, han sido “expropiadas” por el crimen organizado para usarlos como refugios, casas de “seguridad” o lugar de paso, convirtiéndolos en pueblos fantasmas. Bequillos, ahí mismo, es un pueblo abandonado desde hace años, junto con su Zinder, su escuela primaria y su plaza que un día presumió orgullosa la estatua del general de la revolución, Gregorio Cuevas.

A Surutato, una sindicatura de Badiraguato, han llegado a refugiarse de la violencia un total de 53 familias, 350 personas entre hombres, mujeres y niños de las comunidades de San José de los Hornos, Los Laureles, Ocorahui y La Joya de Los Martínez, pertenecientes al municipio de Sinaloa, según informó el síndico municipal de esa localidad, Omar Gilberto Ortiz Lozoya.

El alcalde de Sinaloa, Saúl Rubio Valenzuela, reconoció que el municipio a su cargo se ha convertido en un “foco rojo” y que la alarmante violencia ha obligado a las autoridades a replegarse. Tan solo en la cabecera municipal, dijo, hay más de 500 personas desplazadas de la sierra.

Por su parte, el presidente municipal de Badiraguato, Ángel Robles Bañuelos, sumó a la lista de pueblos fantasmas su sindicatura Cortijos de Guatéripa y la comunidad de Tareapa, colindantes con Culiacán. De ahí huyeron, hace dos meses, alrededor de 36 familias que buscaron refugio en ese municipio y en la capital sinaloense, luego de que el exsíndico fue degollado por miembros de una gavilla.

Entrevistado por Ríodoce, el alcalde dijo que “darles despensas y cobijas no es la solución, sino que les den la seguridad para que regresen a sus casas; ellos quieren que intervenga el Gobierno estatal y el federal para poder volver, porque dejaron todas sus pertenencias”.

—¿Y por qué no se les ha dado solución?
—No está en mis manos la solución.

—¿Ha planteado este problema al gobernador del estado?
—Sí, sí, claro.

—¿Y qué le ha dicho al respecto?
—Que lo están viendo, que está en proceso la investigación, que lo están analizando para ver de qué manera le dan la mejor solución. Yo siempre he dicho que debe haber un presupuesto para apoyar a los desplazados, como el de los desastres naturales, porque ellos salen sin nada de sus pueblos.

—El conflicto de los desplazados se origina por el miedo a las gavillas en la sierra, ¿cómo ha manejado usted este asunto de las gavillas en su municipio?
—No hay gavillas aquí en Badiraguato.

—¿En dónde están?
—En Choix, cuando bajan, y luego corren para Chihuahua. Aquí lo que hay son conflictos internos entre familias de los pueblos, por la falta de educación y cultura, pero no vienen grupos delictivos.

Gavillas, incursión y control
Las gavillas armadas en los municipios enclavados en la sierra sur y norte de Sinaloa no son algo nuevo. 



Hace 11 años, el entonces comandante de la Novena Zona Militar, general Francisco Moreno González, informó que operaban 33 gavillas en la zona rural de los municipios de Culiacán y Cosalá.

Dijo entonces que estos grupos “portan armas automáticas y están vinculados a las siembras de mariguana y amapola” y se desplazan por varios puntos buscando refugio en las partes más altas de la sierra de Sinaloa. 



Pero hoy, de acuerdo con las declaraciones del subprocurador regional de Justicia, Jesús Antonio Sánchez Solís, “las gavillas en la zona serrana han repuntado para cometer asesinatos”.

Hace cinco años, en abril de 2007, el titular de la Secretaría de Seguridad Pública del Estado (SSP), Édgar Acata Paniagua, confirmó la operación de por los menos 200 gavillas de criminales ubicadas en el sistema serrano que cruza Sinaloa de sur a norte, en los límites con Durango y Chihuahua, aunque algunas se situaban en la costa y carreteras federales.

Un fenómeno ignorado
Ante este fenómeno, las autoridades estatales no tienen respuesta. No existen programas de atención a los desplazados, ni una institución que los auxilie.



La mayoría pide apoyo a familiares y amigos para efectuar el cambio de residencia. En recientes entrevistas, tanto el procurador del estado, Marco Antonio Higuera, como el secretario general de Gobierno, Gerardo Vargas Landeros, reconocen la operación de las gavillas en la sierra de Sinaloa y el desplazamiento forzado de cientos de familias. Sin embargo, no han ejercido ni una acción al respecto.

A lo sumo, el Gobierno responde a la violencia enviando más efectivos policiacos y militares a las zonas en disputa, pero nada para paliar la angustia de los desplazados.



Menos hay programas para atenderlos en los pueblos y ciudades que se han convertido en receptores de las familias que bajan huyendo de la violencia.

El martes pasado, durante una sesión de Cabildo, el regidor del Partido del Trabajo, Juan Carlos Patrón, planteó el problema para que el Ayuntamiento de Mazatlán hiciera algo por los desplazados.

Mazatlán se ha convertido en una ciudad destino de hombres y mujeres que bajan con sus hijos de la sierra de Concordia, de Durango y de la sierra baja de Mazatlán, en busca de refugio.

Pero ni siquiera un padrón de estas familias existe todavía, menos programas de apoyo.

El informe México: desplazamiento forzado a consecuencia de la violencia de los carteles de la droga, realizado por el Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos (IDMC, por sus siglas en inglés), afirma que “la narcoguerra en el país ha provocado 230 mil desplazados, aunque el número podría ser mucho mayor”.

Según el estudio, aprobado por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), México está entre los cinco países con mayor número de desplazados por violencia en América Latina durante 2010.



Entre los estados que padecen esta situación se encuentra Sinaloa, junto con Chihuahua, Nuevo León, Tamaulipas, Michoacán y Veracruz.

En México, el desplazamiento forzado ha pasado casi desapercibido y las autoridades estatales y federales no reconocen este problema causado por los cárteles de la droga. 



“Hay poca conciencia sobre la relación entre la violencia y el desplazamiento forzado y sobre todo, sobre la necesidad de poner en marcha acciones para proteger sus derechos de acuerdo a derecho internacional”, cita el informe de IDMC, el principal organismo internacional que vela por los desplazados internos en el mundo en medio de conflictos armados.

Una de las recomendaciones hechas por este organismo anota que “las autoridades nacionales tienen el deber y la responsabilidad primordial de brindar protección y asistencia humanitaria a los desplazados internos que se encuentren bajo su jurisdicción, de conformidad con las directrices que prevén los Principios Rectores de los Desplazamientos Internos”.

Tanto ACNUR como el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) expresaron este año al Gobierno mexicano su preocupación por la poca atención para desarrollar programas de protección y asistencia para los desplazados internos.

Por su parte el presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva, calificó como inédita la situación de violencia en el país, ya que antes de 1994 no era un fenómeno que México hubiera enfrentado, salvo durante la época de la Revolución y que se ha recrudecido de 2006 a la fecha.

Bequillos, pueblo fantasma
Montaña arriba, la tierra se levanta en polvareda al transitar por el camino bordeado de huizaches, nopaleras, sabinos y mezquites. 



La terracería serpentea por la sierra de Mocorito hasta donde la tierra se vuelve roja y en una cañada se vislumbra Bequillos.


Es un pueblo fantasma, como muchos otros en la zona serrana.

Lo que al parecer fue una dinámica comunidad con abarrotes, un bella plaza, escuelas y labores del campo, está hoy convertida en ruinas.



Casi todas las casas están abandonadas a lo largo y ancho de las calles solitarias. Solo un par de hombres de avanzada edad se mecen en las poltronas bajo los tejabanes, frente a la plazuela, ahora inundada por el bledo. Están encargados de cuidar un par de casas de material de familiares y amigos.

Junto a la plaza, la escuela primaria está carcomida, con vidrios y pupitres rotos.



Contraesquina, un pequeño cuarto de muros derruidos e incendiados, muestra, como una mala broma, un letrero en letra de molde: 


“Centro de Atención Rural al Adolescente”. Un poco más a la orilla está el jardín de niños, con llantas de colores cubiertas por el pasto, aulas vacías y pupitres rotos.

En medio de la sierra seca y caliente, Bequillos es uno de los poblados marcados por el éxodo obligado, en donde la ayuda nunca llegó.



Territorio marcado por las ráfagas, abandonado por las autoridades, un día, en una junta de Cabildo, un alcalde, cuyo nombre ninguno de los dos hombres entrevistados lo quiso recordar, lo declaró pueblo inexistente.


La desgracia de María
Luis Fernando Nájera
La Cofradía, El Fuerte.- María, una mujer recia cuyos genes rarámuris sobresalen, llora su desgracia en una esquina de su improvisado albergue, en donde forzosamente convive con casi tres decenas más de refugiados.

Ella es una de las 36 personas desplazadas por la guerra del narco que dos semanas atrás llegó a esta comunidad en donde hasta los perros y gallinas sufren hambre y sed, porque no hay alimento qué comprar ni dinero para mercar y mucho menos agua para beber. 



Aquí hasta los cardos tienen sed. Se nota porque están cafés, como la tierra árida y reseca, porque los tallos están tan gruesos como las crinas del caballo. 


Ya son tres años sin lluvia, dice don Ramón, otro refugiado, que prefirió dejar su casa cuando llegaron algunas personas y les pidieron que abandonaran el pueblo porque habría pelea.

“¿Qué iba a hacer?, ¡pues me jui!”.

María no la pensó dos veces cuando recibió el mismo aviso. Tomó lo que tuvo a mano, se prendió a sus dos hijos al talle y enaguas y salió corriendo porque volar no podía, a un destino que no sabía en dónde estaba.



Con su calzado, tan gastado que puede sentir lo caliente del suelo y hasta el sabor de los chicles que pisa, la mujer yori recorrió a pie los 13 kilómetros de cerros y caminos tan empinados que hasta las camionetas doble tracción patinan en la laja de las faldas, como patines en el hielo.

Como pudo, ella y tres decenas más de personas cruzaron su propia vía dolorosa y llegaron a Chinobampo.



Luego a El Fuerte y finalmente fueron descubiertos por el DIF, que en cuestión de minutos los acomodó en una casa deshabitada y en construcción que convirtió en albergue.

María se abraza a Vianey Meléndrez de Rubio, primera dama municipal, recibe consuelo y más llora.



Quiere irse a su casa, quiere abandonar el refugio, pero solo quiere porque no puede hacerlo.


Su miedo se dibuja en su rostro moreno y sus ojos derraman lágrimas. Llora y llora y sigue llorando.

A casi 30 kilómetros de donde está María se encuentra lo que ella llama “su casa”.



Está en una hondonada del arroyo que tres años atrás se secó. Cuatro horquetas de mauto o de huinolo sostienen vigas de carrizo a las que se han adherido láminas negras, cuya dureza e impermeabilidad hace años que se perdieron.

La casa de María, como la de las 36 familias más está tal y como ellos las dejaron al salir, dos semanas atrás.



Nada les falta, porque nada de lo que aquí hay tiene utilidad, excepto para ellos, que están acostumbrados a vivir en la pobreza extrema.


Están tan acostumbrados a no tener comida, que guardan en su ropa lo que les dan en el albergue.

“Vi que comían poco, pero no regresaban nada en los platos. Cuando observamos más, detectamos que ocultaban la comida en sus ropas. Les preguntamos porqué y para qué, y me respondieron que era para cuando no haya más qué comer. Eso me destrozó en el momento, pero supe que su necesidad es infinita”, cuenta la presidenta del DIF de El Fuerte.

María aún está en el refugio. Cinco de los habitantes de La cofradía han regresado al pueblo, si pueblo se le puede llamar a esa comunidad que es el fin de un camino en la sierra, porque más allá de ellos solo está el arroyo seco y los cerros y cardos secos.

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