Laura Sánchez/ El Universal
Tijuana— Las grandes
entradas cuadrangulares, que alguna vez se adornaron con ventanales y ahora son
huecos, dejan entrar los primeros destellos de luz al interior del domicilio
marcado con el número 19309. La mañana soleada despunta afuera de una de las
casas de Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera.
Las primeras pisadas
son precavidas. Una media tonelada de basura cubre la primera planta de la
casona, localizada en la calle Sor Juana Inés de la Cruz, de la Delegación
Centenario, un barrio bravo de la frontera de Tijuana, Baja California. Ya no
hay puertas, tampoco ventanas, pero el sol de mayo a las 9:30 horas permite ver
los detalles del fantasmagórico y triste inmueble. Las reminiscencias de lo que
fue una guarida que sirvió al narcotraficante Joaquín Guzmán para mandar su
droga a Estados Unidos.
Esas paredes ya no
están llenas de lujos y excesos: la lámpara fluorescente de dos metros
desapareció; las columnas griegas de la sala ya no se asemejan en nada al
Partenón y los detalles del azulejo italiano en los baños, apenas dejan rastro.
De las casonas del
Cártel de Sinaloa sólo quedan ruinas. Decenas de indigentes lograron reutilizar
los inmuebles donde el capo escondió los pasadizos de droga más sofisticados de
todos los tiempos.
Si hoy el negocio no
es tan despampanante, los indigentes se han esforzado en mantener la esencia
del lugar: distribución, comercialización, trasiego de heroína, cocaína y
mariguana. Las convirtieron en “picaderos”.
Las casonas que
debieron ser resguardadas por agentes de la Procuraduría General de la
República fueron desmanteladas y de su cuidado sólo quedan rastros: pequeños
sellos de papel decolorados advierten “PGR”.
Las notificaciones
de la PGR resultan insignificantes en proporción a las letras que adornan sus
paredes, que anuncian la presencia de la SUR 13, una de las pandillas más
violentas de la ciudad, “Los Sureños”, quienes con los indigentes se han
convertido en los dueños de las propiedades.
LOS NUEVOS AMOS
Mario se siente a
sus anchas. Y cómo no estarlo. Desde hace más de dos años es un huésped
distinguido en otra de las casonas de “El Chapo”.
“Aquí es un buen
lugar para ‘picarse’, nadie entra, ni la Policía. En sus buenos tiempos le
tenían miedo al señor ‘Chapo’, yo creo. Ahora, la cosa está que piensan que los
vamos a picar con las jeringas”.
Mario es hombre
ligero de cuerpo, piel color chocolate, ojos grandes, barbado. Lleva puestos
unos pantalones arremangados que en algún tiempo se coloreaban de azul y hoy se
tiñen de negro. Pero lo que salta a la vista son los vendajes que envuelven su
pierna izquierda. “Una mala picada de heroína”, ya se le infectó y comienza a
gangrenarse.
Ya no camina. Vive
de planta en un rincón de la casa 19311 de la calle Sor Juana Inés de la Cruz,
otra casona con un túnel, descubierto por la DEA el 25 de noviembre de 2010.
Los estadounidenses la recuerdan bien porque ellos la encontraron desde el otro
lado de la valla fronteriza.
“Jorge” (nombre
ficticio de un militar) recuerda aquel día, repiqueteó y repiqueteó el
teléfono. Iban a dar las tres de la tarde. El “pitazo” vino de la Agencia
Federal Anti Drogas. En San Diego encontraban una bodega con casi 20 toneladas
de mariguana, presumían se conectaba con un inmueble en Tijuana.
Lo primero fue casi
inentendible: ni él hablaba inglés ni el agente español, “what espéreme…”
aunque unas palabras se le quedaron bien grabadas: “…Túnel, Joaquín Guzmán,
Tijuana”.
“La segunda Región
Militar convoca a los medios de comunicación a la presentación de un narcotúnel
localizado en la delegación Centenario”. Las cámaras, 50 reporteros, y el
tradicional recorrido al interior del túnel.
La PGR y el Ejército
clausuraron la entrada del túnel con un recubrimiento de cemento, pedazos de
madera, sillones destartalados y piedras. Tres sellos de 30 centímetros se
colocaron en las puertas.
UN FOCO DE INFECCIÓN
Dos años más tarde,
don Jorge Ríos, un albañil, estaba haciendo una “chambita” con la que se ganaría
25 mil pesos. Había que amurallar un terreno baldío localizado a un costado de
la “casa de Mario”, ex casa de “El Chapo” Guzmán.
Afortunado él,
desafortunados los dueños: se dieron cuenta que indigentes se estaban
apropiando del terreno, “ya hasta tenían montadas casas de campaña” y la SUR 13
marcaba con spray la conquista de su nuevo territorio.
Consideran los
vecinos, que la casa de “El Chapo” es un foco de infección, una plaga que no
deja de crecer y atrae más indigentes, más adictos, pandilleros y
narcomenudistas. Todos en la delegación Centenario piensan lo mismo.
Aquí en esta casa,
cinco indigentes se extienden a sus anchas, platican cómodamente y se inyectan
heroína entre el marco de la puerta del atrio central y la cochera de la casa.
Están recostados sobre dos cobijas ralas.
Es inevitable hacer
crujidos al caminar hacia ellos. Botellas de cerveza, pañales, heces,
periódicos viejos, y jeringas en el suelo sustituyeron –tras el saqueo– la
loseta del lugar. Remover con cada pisada la basura chamuscada en el piso
provoca nauseas. El aire se vuelve caliente y la pestilencia impregna la
cochera.
“¡Abusada, abusada,
que no son gatos, son ratas!”, sonriente Mario bromea, quien a pesar del dolor,
está de buen humor. Acaba de inyectarse “una cura”, dosis de heroína que cuesta
50 pesos. Aprovecha su momento de felicidad para hacer una aclaración:
“Algo sí te quiero
decir, esta basura, este basural nosotros no lo echamos. A ver ¿cómo íbamos a
traer tanto? Yo vi como gente de otras colonias traen sus trocas cargados de
basura y lo echan aquí porque están solas las casas”.
Otro hombre, Ariel
Mejía, un migrante compañero de casa de Mario, se ofrece a dar un recorrido por
el lugar.
—“Mira allá atrás,
¿qué ves?, pregunta excitado.
—Tierra, bolsas con
tierra.
Es la tierra que los
trabajadores del Cártel de Sinaloa sacaron para hacer el túnel. La apilaron en
los cuartos del fondo del domicilio, luego la extraían en un tracto camión, que
entraba hasta la cochera que, según cálculos de Ariel, es de al menos ocho
metros de alto.
“Se construyó por
allá en el año de 1998, desde el principio se me hizo rara. ¿Por qué carajos
alguien mandaría construir una cochera de más de ocho metros de alto?”.
La tierra sigue ahí.
Esa nadie se la llevó, ni la PGR, ni los indigentes o los colonos del área. Es
la prueba irrefutable que demuestra el origen del lugar. Ese que todos quieren
olvidar, pero que los ha marcado y los volvió desconfiados.
El señor Pérez tiene
una casa en la calle Sor Juana Inés de la Cruz. Con área para sala y comedor,
dos recámaras y un baño. Dos mil quinientos pesos cuesta la renta, porque está
cerca de la garita internacional para cruzar a Estados Unidos.
“Nos sentimos
paranoicos, aquí ya no sabemos si debemos rentar nuestras casas, porque
sentimos que les van a construir túneles para cruzar droga, pues ya ves que
estamos a menos de 100 metros de la garita de Otay”, relata.
(EL DIARIO, EDICION JUAREZ/ Laura Sánchez/ El
Universal | 2013-05-22 | 22:06)
No hay comentarios:
Publicar un comentario