¿Cómo se ejerce la censura en las plazas dominadas por
el narco? ¿Cómo recalan en un diario las complicidades de las autoridades con
el crimen organizado? ¿De qué manera un capo amenaza o chantajea a periodistas
y un cártel impone a un medio la línea editorial? A partir de experiencias
vividas en carne propia, la periodista Kowanin Silva arroja luz sobre las
dificultades y riesgos que enfrentan los reporteros en las ciudades del norte
del país. Su texto, del cual se ofrecen aquí algunos fragmentos, forma parte de
Romper el silencio, libro publicado por la Brigada para Leer en Libertad y
Periodistas de a Pie, que se presentará este 21 de octubre en la Feria
Internacional del Libro del Zócalo.
(Proceso).- 8 de enero de
2010. Ese día amaneció nevado. Una llamada me despertó en la madrugada con la
noticia de que habían matado a Valentín Valdés, un ducho reportero y ex compañero
en la universidad, que trabajaba para el periódico de la competencia. Ya no
pude dormir. Más tarde descongelé el vidrio de mi carro y conduje hacia mi
oficina. Además de nieve, vi en quioscos algunos titulares de los diarios:
“Ejecutan a reportero de Saltillo”, leí en uno.
Valentín había sido dejado en
la puerta del Motel Marbella. Su cadáver presentaba señales de haber sido
torturado. Dejaron un mensaje que nunca se revelaría. Una semana antes, el
Ejército había detenido en ese motel a un operador del Cártel del Golfo. Aunque
todos los medios habíamos cubierto la noticia, Valentín había investigado más
que cualquiera.
En aquellos años la guerra de
cárteles que se había desatado en la ciudad nos hizo ver algo más que muertos:
reporteros desleales que cambiaron sus autos desvencijados por camionetas 4×4,
reporteros que portaban radios de más de cien mil pesos y que rastreaban la
frecuencia de la policía y de los narcos; reporteros que, en cada cobertura
incómoda para el cártel al que servían, les quitaban a los fotógrafos la
memoria de sus cámaras, copiaban el material y les advertían: “Si sale algo ya
sé quién fue, cabrones”. No eran infiltrados. Eran reporteros traidores que se habían
vendido al cártel y ordenaban qué sí y qué no publicar. Estaban adentro de
nuestras redacciones. Tenían nuestros teléfonos, nuestras direcciones.
Estábamos rodeados. Los periódicos tenían miedo de echarlos y sólo nos restaba
torearlos. Es muy probable que a Valentín lo hayan entregado estos traidores.
Porque Valentín no era como ellos. Valentín era el chico nerd de la clase, el
presidente de la sociedad de alumnos de la escuela, el hijo noble y responsable
que mantenía a sus padres, el reportero honesto. Nunca fuimos amigos pero nos
respetábamos. La última vez que lo vi fue aquel día que cubrimos el operativo
en el Motel Marbella. Después sólo me quedó la imagen de él: encobijado,
irreconocible.
Seguía yo, decía el mail que
me llegó esa tarde.
“YA SAVEMOS
DONDE VIVES PINCHE GORDA, TE VAMOS A DESCUARTIZAR Y A TIRAR ENCUERADA EN
PEDACITOZ AFUERA DEL MARBELLA COMO LE HICIMOS CON VALENTIN. SI NO TE REGREZAS A
TU RANSHO TE VA A CARGAR LA CHINGADA, TE TENEMOS HUBICADA, A TI Y A TU AMIGA
LESVIANA CON LA QUE VIVES EN EL CENTRO. COMANDANTE MATEO Z”
Le hice caso a mi miedo.
Regresar a mi rancho, enfriarme, salirme de la jugada, como dicen. El escondite
fue el hostal de un amigo. La sala estaba llena de libros. Ahí viven los
mejores guardianes, Angas y Mangas, un pastor alemán y un labrador que eran
puro amor.
En un mes, el miedo parecía
haberse ido. Llamé a la redacción y les avisé que volvería. Antes de partir
entré al cibercafé del pueblo para revisar mi correo. Y otra vez, ahí estaban
ellos.
“YA SAVEMOS QUE ESTÁS EN CREEL PINSHE GORDA, NI SE TE
OCURRA REGREZAR. SOY EL COMANDANTE MATEO DE LOS ZETAS Y ESTAS ADVERTIDA”
No sé hacer otra cosa más que
periodismo. Así que regresé a Coahuila.
“LA HUMMER DE MAL AGÜERO”
Fue hasta el martes que lo
extrañé. Uno de los reporteros que estaba a mi cargo, y que llamaré José, no
había asistido el lunes a la junta que suelo tener a diario. Pensé que andaba
cansado: se había desvelado durante varios días para entregarme una investigación
arriesgada, en la que mostraba la ruta de robo del combustible en el tramo
Saltillo-Monterrey.
José es de esos reporteros
que suelen escribir en la redacción hasta el amanecer, es de esos que se
emocionan cuando ven su nombre en la portada, es de esos que aprenden de las
correcciones, que redactan más de tres borradores. Es un reportero en
extinción, pues, y el martes tampoco apareció.
En su teléfono entraba el
buzón. Su roomie lo había perdido de vista desde el domingo y el vocho que
manejaba y era del periódico estaba estacionado a la vuelta de la calle. La
procuraduría hurgó en sus cosas y no tardó en insinuar que se trataba de un
suicidio. Incluso montó un operativo muy fantoche para buscar el cadáver de
José en un arroyo cercano. José seguía desaparecido.
Diez horas después, hechos
manojos de nervios y miedo, mientras pensábamos qué diría el comunicado donde
informaríamos de la desaparición, recibí una llamada del celular de José.
—¿Estás bien?, ¿dónde estás?
—pregunté esperando que fuera la voz de José.
—Sí, me tiraron en la
carretera y caminé hasta Concha del Oro —su voz se escuchaba aletargada, como
si no hubiera dormido en años—. Una familia me ayudó.
Le pedí alguna ubicación para
ir por él, pero esa noche José no tenía cabeza para saber adónde quedaba el
norte. Le dije, entonces, que caminara hacia la iglesia del pueblo y ahí nos
encontraríamos. El dueño del periódico quiso ir por José apenas les conté a los
directivos, pero no lo dejaron y fue Alejandro, el subdirector editorial, quien
me acompañó. Notificamos a las autoridades que José había aparecido, que
iríamos a recogerlo. El procurador nos recomendó no viajar solos y nos asignó
un grupo de escoltas que le rendían cuentas al subprocurador. “Vas con mi mejor
gente”, me había dicho el procurador.
Yo sólo quería ir por José,
me calaba la culpa. ¿Cómo se nos había ocurrido publicar una investigación
sobre la mafia de huachicoleros que operaba en Coahuila? Era el 2008: la mafia
operaba en la ciudad y nos lo estaba haciendo saber.
En el auto íbamos Alejandro y
yo, acompañados de un escolta que no cargaba siquiera con una navaja de
explorador. Atrás, en una Suburban, venían el subprocurador y seis, siete
oficiales, vestidos de civil, armados hasta los pelos. De hecho, la primera
parte del plan era librar el retén que queda a la entrada de Zacatecas, pues
los escoltas no tenían permiso para usar armas en otra jurisdicción. Arrancamos
en caravana y, justo a la salida de la ciudad, la Suburban nos alcanzó y uno de
los oficiales nos ordenó parar. El subprocurador se bajó y nos avisó: “Me están
diciendo mis superiores que no es seguro que vaya con ustedes, pero no se
preocupen, van con los mejores”. Yo sentí miedo y se me revolvió el estómago.
Ya era de noche cuando
agarramos carretera. Alejandro le pisó y yo recé. Libramos el retén y más
adelante, justo llegando a la curva por donde se entra a Concha del Oro, nos
detuvimos. El oficial que nos acompañaba se bajó y se dirigió a la Suburban
para recoger sus armas. Regresó con nosotros y tomó el volante. En la camioneta
estarían alertas; irían a cierta distancia nuestra. Recuerdo que entramos por
una avenida larga, sin fin. Era media noche y en las calles ni un alma, ningún
auto nos esperaba. Nomás nosotros.
“¿Para dónde queda la
iglesia?”, preguntó el oficial. Le contesté que nunca había estado ahí, que le
diera recio para adelante, a ver con qué nos encontrábamos. Y con lo que nos
encontramos fue con que el pueblo debe tener el récord de número de iglesias
por calle. En algún momento topamos con otra iglesia. En la contraesquina
estaba estacionada una Hummer negra, con vidrios polarizados.
—¿Qué hacemos? —nos preguntó
el oficial con cara de niño asustado.
—Usted es el que sabe, no me
espante —le respondí.
—Bájese pues a buscarlo.
—¿Cómo?
—Sí, bájese a ver si
encuentra a su compañero.
Ni Alejandro ni yo nos
bajamos. La Hummer era ave de mal agüero. Rodeamos la iglesia y ahí encontramos
a José. Estaba sentado, abrazado a sus tobillos, con una mochila. Bajé por él,
José se trepó rápido a la parte trasera del carro y me sujetó de la mano. Me
apretó tanto que pude sentir algo de su miedo. No me soltó en toda la
carretera.
Durante el trayecto, José
habló poco. Dijo que lo secuestraron afuera de su casa. Que le cubrieron el
rostro, pero no lo lastimaron. Que lo retuvieron dos días. Que le hicieron
saber que todo era culpa de su investigación sobre las cachimbas, las tiendas
clandestinas de diésel. Que sólo por un momento le descubrieron el rostro y que
un señor que dijo ser “El Jefe” se le plantó enfrente y le advirtió: “Veme bien
para que no se te olvide quién manda, cabrón”.
Esa noche regresé a casa a
las tres de la mañana. Vivía sola. Apenas cerré la puerta, me solté a llorar.
“AHÍ SÍGALE CON SU REVISTITA”
Me he quedado sin voz. Soy
norteña, judoka, alta, robusta y tan fuerte que cargo el tanque de gas con una
mano. Pero hoy me he quedado muda. Estoy llamando al director editorial para
pedirle ayuda y mi voz no reacciona. Como en esas pesadillas donde uno quiere
gritar y no puede. Este no es un sueño. Por más que muevo mi boca y camino de
un lado a otro y respiro, no me sale sonido alguno, puras lágrimas. Supongo que
esto es el silencio. Es Navidad, pienso. Es Navidad. ¿Puede haber un silencio
más siniestro? Hemos escuchado balazos, hemos escuchados los gritos de las
madres que no encuentran a sus hijos y nosotros hemos quedado callados tal y
como nos lo han ordenado.
Sigo muda. Cuelgo. Le envío
mensajes por la Blackberry.
—No me sale la voz, mejor te
digo por aquí.
—¿Qué pasó?
—Me llamó el comandante Lobo.
Me dijo: “¿Kowanin?”, y yo: “Sí”. Pensé que era un amigo que me hablaba para
felicitarme. Me dijo: “Soy el comandante Lobo de los Zetas. Nomás hablo para
desearle Feliz Navidad. Ái sígale con su revistita y a ver cómo le va”.
—¿Pues qué sacaste?
—Nada, no hemos publicado
nada.
Esa noche tenía casa llena.
Mi familia había llegado de Chihuahua cuando supieron que, por la carga de
trabajo, yo no tendría vacaciones. Pavo, tamales, quesos, vino, regalos,
abrazos. Así transcurría la noche hasta que la llamada lo jodió todo.
Mis archivos mentales
recorrían cada página del periódico del último mes, ¿qué lo había hecho enojar
esta vez?, ¿qué había sido tan grave como para estar yo en la mente de un
cabrón zeta, justo empezando Navidad?
Lo primero que recordé fue un
reportaje que publicamos en Semanario de Investigación, que dirijo, sobre una
estética que funcionaba de fachada de un congal. Cuando el reportero me la
entregó, me resistí. Al final la leí: traía horas de calle, horas de escritura,
la historia era buena, atrapaba. Según mi síndrome de inmunidad, evité todo
riesgo: direcciones, nombres, detalles. Era una historia que podía suceder en
cualquier parte del mundo. No funcionó: sabían mi número del radio de Nextel
que ni yo me había aprendido, sabían mi nombre y mis apellidos, y sabían que yo
editaba el semanario.
Esa madrugada, el director
del periódico habló con el procurador. La orden fue que me dirigiera con el
comandante X, que él se encargara de mi asunto. Yo tenía antecedentes de que el
comandante X era el nexo con el crimen organizado. Nunca le hablé. Me encerré
en mi casa por dos días y fue peor. Era como estar en una jaula. Con tanto
tiempo para pensar, y guiada por mi intuición, armé un plan, bajo la hipótesis
de que el Estado está coludido con el crimen organizado: responsabilizaría al
procurador en caso de que me sucediera algo. Le diría que organismos de
protección a periodistas y medios internacionales ya estaban enterados. Mi
intención no era que me mandaran escoltas, sino decirle entre líneas que
calmara a esa gente, a su gente. O sabrá Dios. El procurador me dijo: “Yo no
veo riesgo, no creo que se tenga que ir de aquí”.
A los pocos días, en casa nos
esforzábamos por planear el mejor Año Nuevo en mucho tiempo.
PARANOIA
El día que el PRI ungió a
Humberto Moreira Valdés como su dirigente nacional, Saltillo perdió la paz que
aparentemente había. Ese 4 de marzo de 2011, en la avenida más transitada,
policías y gatilleros se agarraron a balazos durante una hora. Se persiguieron
por avenidas intocables, a horas intocables, en una ciudad que Moreira presumía
era intocable. La gente se encerró en sus casas y los reporteros de la fuente
policial fueron atrás de la balacera sin chaleco y sin seguro de vida.
Esa noche el gobierno del
estado citó a una rueda de prensa. Para esas horas el pánico era lugar común y
ningún reportero, ningún editor, quiso asistir a la conferencia. ¿Qué tal si
atacan Palacio de Gobierno?, decían. El director editorial y yo fuimos. Él tomó
las fotografías, yo grabé video y redacté la nota. Cuando decidí volver a casa,
no encontré mis llaves. Soy una distraída, pero ese día estaba en mis niveles
más altos de distracción. Las busqué por todo el periódico. En los baños, en la
maleta de la cámara, en el auto. Nada. No estaban y la paranoia se me trepó. ¿Y
si ya saben dónde vivo? ¿Y si me las robaron en la rueda de prensa? Me fui a un
hotel. Eran las dos de la mañana y me dio vergüenza tocarles a esas horas a mis
amigos. No dormí. Pasé vomitando toda la noche. Pienso que era la paranoia, la
paranoia de tiempo atrás.
Al día siguiente llegué al
periódico con la misma ropa. Buscaba a un cerrajero cuando citaron a junta.
Había llamado “el líder de la plaza”, un tipo que llevaba tiempo hablando al
periódico para dictar la línea editorial o para contarnos su versión de los
enfrentamientos. “El líder de la plaza” me había dejado un mensaje: “¿Ah, muy
chingones?, ya los vi haciendo preguntas en la rueda de prensa de ayer; síganle
así y nadie los va a defender, ni los federales”. Yo había sido la preguntona.
Qué fácil es desarmar a un
periodista en el norte. Siempre llega alguien para decirte que no puedes
preguntar, que no puedes investigar, que no puedes publicar, que no sigas. ¿Y
qué haces si saben todo de ti, dónde vives, quiénes son tus amigos, qué es lo
que te duele más?
Este adelanto del libro Romper el
silencio se publicó el 15 de octubre de 2017 en la edición 2137 de la revista
Proceso.
(PROCESO/ REPORTAJE ESPECIAL, TESTIMONIO/ KOWANIN
SILVA/ 20 OCTUBRE, 2017)
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