Este es el municipio más poblado de América Latina y también lo es del Gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila Villegas. Este es el estado más poblado del país y lo es del Presidente de la República, Enrique Peña Nieto.
Ambos
políticos iniciaron jóvenes sus carreras en las filas del Partido
Revolucionario Institucional hace pocas décadas.
La
realidad actual para las y los jóvenes nacidos, crecidos y muertos en los
barrios pobres de Ecatepec y otros municipios conurbados al Distrito Federal es
muy diferente. Para ellos quedan las drogas que corren como nunca por las
calles. Y las armas, cuya posesión se ha vuelto la norma entre los chavos. Y el
narcotráfico que está ahí, pagando a muchachos por asesinar chavos.
Esta
la historia del asesinato de dos hermanos y uno de sus primos hermanos,
ocurridos en el curso de 13 años. Las circunstancias de sus muertes muestran
cómo, en menos de década y media, la aislada posibilidad de morir por una bala
perdida ha crecido hasta la frecuente condición de morir con 11 tiros en el
cuerpo y una cartulina colocada al lado por Los Guerreros Unidos.
Aquí,
donde el Gobernador Ávila y el Presidente Peña sostienen que la criminalidad
está a la baja, también viven y matan los miembros del mismo cártel guerrerense
que, en contubernio con las autoridades, desaparecieron a 43 muchachos en el
municipio de Guerrero.
A
la vez, los números muestran que la juventud en el Estado de México se vuelve
un estado nocivo para la salud: mientras en 2005, al inicio de la gubernatura
mexiquense de Peña Nieto, murieron asesinados 957 menores de 30 años, en 2013
la cifra se había disparado a 1 mil 452 homicidios dolosos de personas por
debajo de esa edad según cifras del Inegi.
El
Estado de México no es lugar para los jóvenes…
PRIMERA DE TRES PARTES
El
monumento con el que la familia rinde honores a los tres jóvenes asesinados.
Foto: Eduardo Loza
Ecatepec,
Estado de México, 1 de julio (SinEmbargo).– El ataúd “Reina del Cielo” es un
modelo que no se fabrica más en casa de los Morales Rodríguez. Su lámina es de
buen grosor, sus herrajes son de la mejor calidad y es con terciopelo que suple
el poliéster imitación satín de los cofres convencionales, así que es un
féretro demasiado caro y aquí, a pocas cuadras de la capital mexicana, mucho se
ha encarecido la vida y más se ha abaratado la muerte.
Al
menos la muerte que cabalga a lomo de plomo.
Pero
a fines del 2000, los hermanos Morales Rodríguez y sus hijos habían cortado y
horneado un reluciente “Reina del Cielo”. Faltaba pintarlo, pues el color puede
ser último acabado a resolver en este tipo de cofres: gris para un muerto que
en vida pasó por el altar o blanco, para un adulto que se fue sin contraer
nupcias.
Para
las fiestas de Navidad del 2000, El Pepino, uno de los hermanos mayores de los
Morales Rodríguez, ya vivía en la colonia Valle de Guadalupe, cerca de la
colonia en que creció con sus hermanas, la colonia Chamizal, muy cerca de la
Avenida Carlos Hank González, así llamada en honor del patriarca del Grupo
Atlacomulco, del que desciende Peña Nieto, y a pocos kilómetros de los ríos y
embalses que conducen y contienen buena parte de las aguas negras arrojadas por
la Ciudad de México.
A
fines del año 2000, El Pepino pasaba los 31 años de edad y sus años cerca de
las pandillas de la zona no estaban lejos. Durante los ochenta, por aquí
campearon los del “Quinto Patio”, “La Huaca”, “Los Apestosos Punk”, “Los
Machetes”, “Los Pañales”, “Los Condones”. Por allá merodeaban “Los Greñas
Punk”.
Eran
tiempos en que decenas de muchachos con los pelos parados y los pantalones de
mezclilla untados vivían en la osadía de fumar marihuana, inhalar Resistol 5000
o acomodarse un picahielos en la presilla del pantalón. De utilizar una cadena
en vez de cinturón. Las confrontaciones entre las bandas tenían aspecto medieval,
en el sentido de la ausencia de la ausencia de armas de fuego y discurrían en
encontronazos de decenas de muchachos blandiendo palos, tubos, botellas, puños,
patadas.
“Había,
cuando mucho tres cuetes –cohetes, pistolas– por cada 10 chavos banda”, estima
El Pepino. “Hoy no hay menos de siete por cada diez cabrones con un fogón. ¡No
menos, hijo!”, enfatiza asintiendo con la cabeza, aunque el gesto implica el
vaivén de la espalda y el columpio de su media melena, negra y lacia.
“¡Cabrón!”.
El
Pepino es un hombre que, a sus 47 años de edad, se mantiene fuerte como un
toro. Si se juzga por la cantidad de cicatrices sobre sus nudillos y las que
luce en la cara, resulta claro su récord ganador, así que resulta tan raro ver
su llanto, verlo quebrarse.
Y
cuando habla del Honguito, su primer sobrino asesinado, El Pepino no opone
resistencia y se quiebra.
La
organización de la última posada del 2000, el 23 de diciembre, en Valle de
Guadalupe correspondió al Pepino y su familia. Cerraron la calle, colgaron las
piñatas de las azoteas, los postes y corrieron los buñuelos. Los vecinos
recorrieron las casas con el Niño Dios, un muñeco de cerámica de ojos claros y
mejillas sonrosadas.
–Mi
sobrino… ese día andaba bien contento porque… Perdón, ¿no?– se disculpa por su
llanto –Porque le habían dado su tarjetón, cabrón. Su pinche tarjetón de
microbusero. Mi carnala –dirige un gesto con la barbilla a Guadalupe Morales
Rodríguez, sentada al otro lado de la estancia –no quería. Tenía miedo que
asaltaran al Honguito, que le hicieran algo.
La
necesidad de trabajar se impuso y, a fines del 2000, el muchacho ya contaba con
su permiso de conducir y un microbús que manejaba para algún propietario.
–Tío
ya me dieron mi tarjetón, ya mi papá ya me dio chance –presumió el chavalo al
Pepino. Quedaría adscrito a la Ruta 18, con derrotero de la estación del metro
Múzquiz, muy cerca de aquí, al Metro 18 de marzo o a Lindavista, en el rumbo de
la Villa de Guadalupe.
–Chido,
hijo, qué a toda madre.
El
Honguito despertaba en el barrio un ánimo predatorio en su contra y, entre los
suyos la admiración de ser un muchacho que nunca tuvo problemas de alcohol,
drogas o pleitos. Él, a diferencia de cada vez más chavos en la zona, nunca
estuvo a punto de pasar parte de su vida encarcelado.
Por
eso el pleito que inició al otro lado de la cuadra debía quedar lejos. Tras los
gritos de la marabunta envuelta en patadas y puñetazos, alguien vio huir al
Vampiro, un maleante local de la época, huir en un taxi con la cara
ensangrentada y la promesa de volver.
***
Al
Honguito le sobraba de bondad lo que le faltaba de suerte. Cuando nació, el 1
de marzo de 1981, Alejandro Moisés Anguiano Morales tenía la boca tan apretada,
prominente y redonda que, antes de ser bautizado en la iglesia, fue nombrado en
el barrio: El Honguito.
Apenas
nació, el niño se puso amarillo como guayaba. Había un problema en su sangre y
a apenas descubrió Guadalupe entre las sábanas un niño flaco y los ojos
alargados, los médicos se lo arrebataron para que terminara de gestarse en la
incubadora. Fue el primero de los cuatro hijos que dio a luz Guadalupe y el
primero de los dos que ha enterrado.
El
Honguito siempre fue el muchacho al que los demás niños le arrebataban la mochila
y le arrojaban sus cuadernos a la basura. Era quien volvía con un ojo morado y
la vergüenza de no haberse defendido.
–¿Por
qué no enseña usted a su hijo a que se defienda? ¿Por qué siempre se tiene que
dejar que le peguen? –decía la maestra cuando a Guadalupe cuando le hablaban
para buscar solución al problema.
–Porque
él es así –reponía Guadalupe y secaba los ojos achinados de su niño. –Él es
así.
–Es
que le quitan lo que es suyo.
–¡Hijo,
defiéndete hijo! ¡O quítate de ahí! Si ves que te van a pegar, quítate –decía
Guadalupe algo porque algo debía decir.
El
tesón fue más y sobrevivió a la secundaria, nivel de educación del que en esa
parte de la ciudad deserta la mayoría de los chavalos.
Logró
su ingreso al Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Vallejo.
“Ahí
me lo agarraron a cadenazos una vez”, recuerda Guadalupe. “Y yo veía los
moretones con forma de eslabones en su espalda y lloraba lágrimas amargas,
porque yo no entendía por qué mi muchacho tenía tan mala suerte”.
El
Honguito iba y volvía a la escuela en camión. Pero su mala estrella también era
tozuda y con frecuencia sufría un asalto mientras caminaba hacia el camión, que
abordaba con la súplica de no pagar el pasaje.
–¿Sabes
qué, carnal? Pues a mí se me hace que nada más me estás cotorreando –le dijo
algún chofer luego de escucharlo dos o tres veces con el mismo relato del robo.
–¿Qué te parece si me ayudas, un rato, y sacas para tu pasaje? –le propuso.
El
Honguito aceptó y se convirtió en cacharpo, el gritón que anuncia la ruta desde
la puerta del microbús. Luego aprendió a manejar y la vida fortuna pareció
enderezarse hasta 1999, cuando estalló la huelga en la UNAM contra el plan de
la Rectoría de imponer cuotas y el futuro de esa generación se volvió una neblina
impenetrable.
–Mamá
–anunció el muchacho a su madre –ayudaré a la huelga de otra manera, no
integrándome, porque no me gusta eso pero sí ayudaré con víveres.
Durante
los nueves meses que duró el paro escolar, El Honguito suplió la asistencia a
las aulas con trabajo en el microbús y manejar uno se convirtió en su meta
laboral inmediata. Proyectaba su carrera profesional como médico y así curar a
su padre.
La
familia vive principalmente de la fabricación de ataúdes de todo tipo que
venden a las funerarias. Por ejemplo, un cofre “Reina Celestial”, el modelo más
lujoso elaborado por los hermanos Morales Rodríguez, es entregado al velatorio
en 5 mil pesos y será revendido hasta en 20 mil pesos a los deudos.
“Ya
no lo hacemos, ya no se vende. Es muy caro y cada día estamos más jodidos”,
explica El Pepino. Pero, hace 15 años, la familia si construía preciosos “Reina
del Cielo”.
Completaban
el ingreso con una pequeña tienda de abarrotes en la colonia Valle de
Guadalupe. La madre del Honguito no lo tiene presente, pero hay quien sí
recuerda las apariciones del Vampiro para comprar cerveza.
El
Pepino, uno de los hermanos mayores de los Morales. Foto: Eduardo Loza
***
El
Vampiro es o era un ladrón de transeúntes y microbuses. Alguno de esos asaltos
lo llevó a la prisión de Chiconautla y, a fines de 2000, estaba bajo libertad
condicional así que se debía presentar una vez por semana a firmar ante la
autoridad. Era un criminal más que conocido por la policía, el ministerio
público y los juzgados de la zona. Se guarecía en la cercana colonia La
Estrella. Guardaba amistad con El Carlos, el vendedor de marihuana de la época.
El
23 de diciembre del 2000, El Honguito cenó y continuó la conversación con su tío y sus padres, él parado en medio del
grupo.
El
Vampiro cumplió la promesa y reapareció. Detuvo su auto y sacó de sus ropas un
revólver. Las piñatas, rotas y vaciadas, colgaban de los mecates.
“¡El
Vampiro! ¡El Vampiro trae cuete!”, gritó alguien.
Se
escucharon varios disparos. Algunos dirán que el ladrón apretó el gatillo
contra la multitud. El Pepino vio o cree haber visto la chispa de una bala
chocando contra el pavimento a unos metros de ellos. Quiso cubrir a su familia
con su cuerpo, pero cuando volteó ya el grito de su hermana alcanzaba la
Avenida Carlos Hank González.
–¿Sabe
qué señora? Mire a mí da una feria y nosotros nos movemos… o ahorita se lo
agarro en caliente –propuso un
comandante de la Policía Judicial del Estado de México a Guadalupe apenas
lograron separarla del cadáver de su hijo para cubrirlo con una sábana blanca.
–¡Es
que no le puedes hablar tú así! ¡Agarra la onda! ¿Ves que es su hijo? ¡No se
murió cualquier persona, se murió su hijo, cabrón. ¿Cómo le hablas así, cabrón?
–tronó El Pepino.
–Mira,
nosotros podemos a agarrar a ese güey, si tú quieres decirme quién es, nosotros
lo agarramos. Pero necesitamos un cambio –pidió el policía judicial al Pepino.
–¿Cuánto
es un cambio? –balbuceó el hombre.
–Ahorita
tráete 10 mil, 12 mil pesos y ahorita en caliente lo agarramos. Porque nosotros
lo tenemos checado a ese güey, sabemos quién es. ¿Nos puedes traer unos
cigarros? –pidió el agente a las dos o tres de la madrugada de la Navidad, día
en que nació el hijo de María, día en que murió el hijo de Guadalupe.
Guadalupe cuenta su peregrinar y la
nulidad de las autoridades del Edomex. Foto: Eduardo Loza
***
–Usted
tiene que investigar si él trabaja, si tiene hijos, si sus hijos van a la
escuela, si tienen seguro, dónde vive, con quién se junta –explicó otro
comandante a Guadalupe el proceso investigativo. Este fulano anda por aquí,
pero le vamos a advertir una cosa: si usted lo ve nos avisa luego, luego. No se
le vaya a acercar, ni siquiera se le vaya ocurrir tocarle un pelo. Porque, ¿qué
cree? Que a estos delincuentes los protege Derechos Humanos.
–¿De
qué habla? –ella pidió que le aclararan la sugerencia.
–Ese
es un, ese es un delincuente que no merece vivir. Merece que lo agarremos y lo
aplastemos como cucaracha, así, en el piso –sugirió uno de ellos.
–¿Qué
cree? Que no. Yo no soy así. Yo no quiero saber nada, ¿sabe por qué? Porque
tengo otros hijos. Entonces yo no soy
quién para quitarle la vida a nadie.
Guadalupe
salió a la calle y cuando volvió a la agencia del Ministerio Público, reveló a
los agentes el domicilio del Vampiro, los nombres de su madre y sus hermanos,
su dirección, sus sitios asistencia frecuente, los apodos de sus novias…
Durante una temporada, cada día, la madre apareció en las oficinas de la Procuraduría
de Justicia del Estado de México para conocer el avance.
“Nada”,
fue la respuesta cotidiana. “No hay nada, jefa, pero mire, si usted me da
para…”.
–¿Quedó
impune? –pregunto a Guadalupe.
–Sí,
quedó impune. Después de que me volvieron a pedir dinero, porque supuestamente
El Vampiro estaba en Tijuana, y querían dinero para buscarlo, les volví a decir
que se fueran a la chingada y que no se les iba a dar nada –la mujer endurece
el gesto. –Para todo pedían dinero: para la gasolina, para tragar, para chupar,
para ir, para no ir… Cada vuelta eran 2 mil o 3 mil pesos y yo les decía que
vivía al día y así era. ¡A la chingada!
–¿Y
usted? –pregunto al Pepino.
–¡Nosotros
nos lo íbamos a comer!– El Pepino exclama la fantasía de aquel momento por ir
él mismo a matar al Vampiro. –Sentía un pinche dolor bien culero que no se
puede explicar… Tenía la pinche camisita blanca toda llena de sangre de mi
sobrino… Y esos hijos de su puta madre de la policía mandándome por cigarros
para seguir su dizque investigación. Y esos cabrones pidiendo dinero para esto
y aquello, que para hacer más rápido lo del levantamiento del cuerpo, que para
agilizar lo del médico legista. ¡Todo es lana, todo es lana ahí, cabrón!
La
escena en tierras de Ecatepec, “donde no hay justicia”. Foto: Eduardo Loza
***
En
la Navidad del año 2000, los primos y los hermanos del volvieron al taller de
ataúdes, en los altos de la casa del Chamizal. Descubrieron la caja de un “Reina
del Cielo” y la pintaron de blanco para El Honguito. Guadalupe no logró
reponerse para vestir a su muchacho y lo enterraron desnudo, tal como se los
entregaron de la morgue.
Aún
después del asesinato, El Vampiro acudió al menos un par de veces a firmar al
juzgado. Nadie lo detuvo.
–¿Ustedes
lo confirmaron?
–Sí
–nosotros lo tenemos probado. Pero nada, aquí no hay justicia. Yo ya todo lo
dejé en las manos de Dios. Si Dios quiere o lo va a castigar, Él sabrá.
La
bala o esquirla entró por la nuca y mató al Honguito al instante, pero de
cierta manera, ese mismo día, su hermano Fernando Sebastián, El Sebas, comenzó
a morir y su muerte fue tan lente que llegaría casi 11 años después.
–Señora,
usted denos una feria y nos movemos rápido –insistían los agentes.
–¿Saben
qué? Ya sáquense a chingar a su madre porque ya estamos hartos de ustedes.
Punto. Porque ni ponen solución y nada más vienen a sacar dinero.
–¿Quieres
vengar la muerte de tu hermano? – preguntó un policía judicial al Sebas.
El
muchacho, entonces de 17 años de edad, asintió con la cabeza.
–¿Y
nos vas a ayudar a agarrar al hijo de la chingada que lo mató?
El
Sebas asintió de nuevo.
–Pues
entonces, cada que veas una bolita de culeros, tú te tienes que meter ahí, con
ellos, escuchar lo que dicen, porque entre ellos está el güey ya va a poner al
asesino de tu hermano. ¿Lo vas a hacer?
Y
El Sebas obedeció.
(SIN
EMBARGO.MX/ Humberto Padgett julio 1, 2015 00:00h)
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