martes, 25 de junio de 2013

LAS 2 TRÁGICAS LEYENDAS DE LA ESQUINA DE "EL DEGOLLADO" EN MÉRIDA, YUCATÁN

Mérida, Yuc.- En los tiempos de la Colonia y, posteriormente, durante el México recién independizado y del Porfiriato, a las esquinas y calles de Mérida no se les mencionaba por nomenclatura sino con nombres que se referían a algo físico, a un hecho o a una leyenda.

Por ejemplo, existen famosos cruces como "La Veleta" (66 por 65), porque ahí existía una de esas estructuras metálicas, aunque otros cuentan que por ahí vivió una muchacha convenenciera e interesada, que iba por "donde soplaba el viento"; "El Elefante" (46 por 65), debido a que al dueño de una vieja casona de esquina se le ocurrió colocar en la azotea un paquidermo metálico; "El Monifato" (65 por 42), monolito de piedra con la figura del rey Fernando VII de España que, cuentan, es una burla para el soberano al que aborrecían los criollos yucatecos.

La esquina de "El Limón" (52 por 55) se llamó así porque existía una mata de ese agrio fruto; "El Almendro" (63 por 76) y "El Tamarindo" (45 por 50), por árboles ubicados ahí; "El Motor Eléctrico" (60 por 51), donde funcionaba una máquina; "Los Dos Camellos" (49 por 66), bautizada a causa de que un inmigrante libanés trajo desde el Lejano Oriente a ese par de bestias de carga (macho y hembra) para que se reprodujera, pero no lo logró, o "El Polvorín" (60 por 103), denominada de esa manera porque ahí explotó un almacén de pólvora.

En 1928 visitó la ciudad la periodista estadunidense Mary Norton, que quedó impresionada por la costumbre de darle nombre a las esquinas, por lo que hizo un reportaje al respecto para "The New York Times".

Hasta el día de hoy, muchas tiendas, panaderías, tortillerías, cantinas, talleres y negocios diversos ubicados en esas zonas llevan el nombre de la esquina, manteniendo la tradición con el afán de que esa vieja costumbre no quede en el ostracismo.

Pero en esta narración no vamos a hacer un recuento de las esquinas de la Mérida de antaño que llevan nombre, que son muchísimas, sino de algunas leyendas e historias verdaderas, varias de ellas terroríficas que dejaron profunda huella en la memoria de los meridanos de esa ya lejana época y que hasta ahora prevalecen.

El Degollado

La hasta hoy famosa esquina de "El Degollado", en el cruce de las calles 60 por 67, encierra dos leyendas, ambas bastante trágicas, pero que no están relacionadas una con la otra.

La más antigua de estas historias cuenta que en esa esquina estaba ubicada la barbería de don Lucas Pinzón, afamado peluquero que atendía a los principales caballeros de la Mérida de finales del siglo XVIII, y entre sus clientes se encontraba precisamente el entonces gobernador y capitán general de la provincia de Yucatán, su tocayo don Lucas de Gálvez y Montes de Oca, del que ya dedicamos un capítulo anterior sobre su misterioso asesinato ocurrido el 22 de junio de 1792, crónica en la que hacíamos alusión a la debilidad del mandatario por enamorar a cuanta mujer joven y bella que se le cruzara en el camino, pues era un gran infringidor de los mandamientos sexto y noveno del santo decálogo.

El local del "estilista", que era hijo de padre y madre criollos, iba a la vanguardia con la época, pues contaba con todos los implementos necesarios para dar un buen servicio a su importante y exigente clientela, como tijeras, navajas, brochas, ungüentos, jabones, toallas, etc. Pero don Pinzón también la hacía de "dentista", por lo que si uno de sus clientes se presentaba con un dolor de muelas, ahí estaba él con sus pinzas para extraerle la pieza dental, luego de amarrar con unas fajinas al "paciente" en el sillón, pues entonces no existían anestésicos y tampoco el cloroformo (éste se empezó a usar por un odontólogo estadunidense de apellido Morton en 1846).

La barbería de Pinzón, que lucía en una de sus paredes una gigantesca pintura con la imagen de la Virgen del Pilar, de la cual el peluquero era ferviente devoto, era centro de reunión, entre 10 de la mañana y 12 del día, de importantes personajes meridanos, que además de acudir a un afeite o corte de pelo, departían sobre temas de negocios, de política y a veces hasta de sus aventuras extramaritales.

Por su parte, el barbero, como todo buen servidor, sólo escuchaba las charlas e intervenía únicamente para darle la razón al cliente.

Pero después de su "chamba", Lucas Pinzón, que no era rico ni nada que se le parezca, pero que ganaba sus buenos reales entre lo que cobraba y las generosas propinas que recibía, cerraba su barbería, se entacuchaba e iba lleno de ilusión a visitar a su amada Hipólita, una damita de 17 floridas primaveras que vivía con su madre, doña Susana, en una modesta casita de tejas en la calle 66 por 65 y donde tenían un pequeño taller de costura y bordado con el que sustentaban precariamente sus gastos diarios.

Para llamar a su amor, Lucas daba unos chifliditos; entonces "Polita" o "Lita", como de cariño le decía el fígaro, abría un postigo y luego la puerta, para que enseguida ambos tórtolos se fundieran en un abrazo, dándose candentes besos y arrumacos.

Esa romántica escena sucedía noche a noche hasta que un domingo por la mañana "Polita" fue con su madre a un festejo religioso en el atrio de la iglesia de Monjas (64 por 63), al que también acudió casualmente el gobernador don Lucas de Gálvez.

Su excelencia, como ya dijimos, era muy mujeriego, así que enseguida puso los ojos en Hipólita y su madre no tardó en darse cuenta de los coqueteos del mandatario con su hija. Momentos después, el señor De Gálvez abordó a la chica y tras una breve plática les ofreció llevarlas a su casa en su lujoso carruaje.

En el trayecto, el mandatario, que casi le triplicaba la edad a la guapa jovencita, la llenó de halagos, por lo que ruborizada sólo reía nerviosamente, aunque su ego se hinchaba enormemente. Y durante esa plática, don Lucas, que por entonces tenía 50 y tantos años, supo que en días próximos la muchachilla cumpliría sus 18 años y le prometió enviarle un presente e irla de nuevo a visitar.

El día del cumpleaños de "Polita", Lucas el barbero se apuró como nunca para terminar con su numerosa clientela; quién sabe a cuántos, por su prisa en acabar temprano, habrá provocado una cortada en el rostro cuando les rasuraba la barba o daba estilo a la piocha.

El caso es que Pinzón apuradamente compró unos claveles y un modesto presente para su novia, y lleno de ilusión se encaminó a casa de su amada. Esa noche pediría a doña Susana la mano de su hija. Como acostumbraba, entonó su peculiar silbido para que Hipólita le abriera, pero no hubo respuesta. Chifló más fuerte, pero nada, el postigo seguía cerrado. Entonces se decidió a tocar la puerta, y tampoco le abrían. Golpeó más fuerte, con insistencia, hasta que la madre acudió.

Doña Susana, con rostro poco amigable, le franqueó el paso y tras preguntarle qué deseaba y el barbero contestarle que quería hablar con su hija, la señora llamó con desgano a la muchacha, quien ni siquiera se tomó la molestia de salir. Desde su habitación, cuya puerta daba a la sala, sólo se concretó a decir: "Mamá, dile al barbero que tenemos esta noche una visita muy importante y que es mejor que se retire". Había cambiado a un Lucas pobre y poca cosa por un Lucas rico y poderoso.

Estas palabras le cayeron al peluquero como un balde de agua fría y más cuando la madre remató: "Mire don Pinzón, usted es un buen hombre, pero debe darse cuenta que mi hija está para más. Ella merece casarse con un caballero de verdad".

El frustrado galán ya no dijo más. Cabizbajo se dio media vuelta y se retiró, dejando caer de sus manos en la polvorienta calle, regalo y flores. Caminó sin rumbo y así, dando vueltas sin "ton ni son", se volvió a ver frente a la casa de "Polita", sólo que esta vez estaba parado enfrente un lujoso carruaje.

Entonces, el barbero, aprovechando la obscuridad de la noche, se ocultó tras un frondoso almendro y observó que el nuevo pretendiente de su amada era nada menos y ni nada más que el mismísimo gobernador don Lucas de Gálvez, quien había llegado al domicilio de Hipólita con un gigantesco ramo de rosas rojas y una caja llena de sabrosos panecillos encargados especialmente para madre e hija.

Con el corazón partido en mil pedazos, el Lucas pobre terminó metiéndose en una tabernucha cercana a ahogar sus penas en alcohol.

Ya bajo los efectos etílicos, Pinzón salió dando tumbos, sosteniéndose en las paredes, y llegó con mucho trabajo a su barbería, que también era su casa. Como pudo, abrió trabajosamente el candado y entró al local, y completamente derrotado anímica y moralmente se dejó caer en el sillón de barbero, el mismo donde muchas veces había rasurado a su ahora rival de amores. Sabía el pobre Lucas que no podía competir con su poderoso tocayo, que además era apuesto, simpático y muy rico.

Dándose por derrotado en esa competencia amorosa, el peluquero cayó en una profunda depresión. Decidido a acabar con su triste existencia, tomó una de sus navajas, le sacó filo con la lija de cuero y sin pensarlo más se sentó en el sillón de la barbería y se rebanó el cuello.

A la mañana siguiente, su ayudante Antonio Yegros llegó a la barbería y extrañamente la encontró cerrada. Le pareció raro porque Pinzón era madrugador y abría el local desde temprana hora. Tocó varias veces y no escuchó respuesta, pero buen susto se llevó al ver que debajo del portón salía un líquido rojo el cual pudo comprobar era sangre. Alarmado, dio aviso al alguacil y enseguida llegaron varios gendarmes a caballo, y a mazazos rompieron los seguros y entraron al local.

La escena no podía ser más escalofriante: el barbero Lucas estaba recostado en su sillón de trabajo, con el cuello casi cercenado, colgándole la cabeza y, abajo, un gigantesco charco de sangre que ya se deslizaba hacia la calle. En una de sus manos aún sostenía la navaja que le había segado la vida.

Se cuenta que la interesada "Polita" pagó caro su ambición de "pescar" a un rico, porque don Lucas pronto se fastidió de esa aventurilla y puso sus ojos en una nueva "presa".

Se dice que tanto madre como hija quedaron más pobres que antes, ya que, desprestigiadas, perdieron a la mayoría de sus clientas de costura y bordados, y así, por su comportamiento convenenciero, a la esquina donde vivía la interesada Hipólita el populacho la bautizó como "La Veleta" y a la esquina donde se mató el barbero, "El Degollado".

El cura y el gato

Otra leyenda cuenta una historia distinta a la anterior, en esa esquina de la 67 por 60, y que es más reciente, pues data de finales del siglo XIX, en la época porfiriana. Se dice que en el predio donde actualmente se ubica una panadería residía un cura de nombre Bernardo Briceño, quien era párroco de la iglesia de San Juan y vivía solo.

El padre Bernardo, de unos 70 y tantos años, era de carácter agrio y amargado y poco afecto a tener animales, como gatos o perros. Sólo tenía un canario.

Doña Rosita, una de sus vecinas, le hacía la limpieza de la casa y también le llevaba su comida, la cual le dejaba todos los días sobre la mesa.

Pero desde un tiempo atrás el religioso había tenido algunos roces con un vecino, un tahonero de nombre don Anselmo, que tenía numerosos gatos en su panadería para ahuyentar a los ratones que se comían la harina y el azúcar que le servían para fabricar sus panes, porque los felinos se metían a la casa del cura y en ocasiones se comían sus alimentos, y hasta una vez derribaron la jaula del canario y cerca estuvieron de matarlo, a no ser del oportuno arribo de doña Rosita, que logró salvar al pobre pajarillo.

Pero uno de esos maulladores, al que el panadero llamaba "Pudín", era el más molestoso y continuamente entraba a la casa, tiraba cosas y le robaba la comida al padrecito.

Y fue un domingo que después de dar misa en San Juan que el cura llegó a su casa hambriento, dispuesto a saborear el hirviente y sabroso potaje que doña Rosita le había dejado servido sobre la mesa. Y cuál fue su sorpresa que encontró a "Pudín" devorando su comida.

Furioso, el hombre de la sotana intentó acabar con el gato, el cual, asustado se fue a esconder a una de las habitaciones. Entonces, el padre tomó la tranca con la que aseguraba la puerta, dispuesto a golpear al felino, que se había subido sobre un viejo armario, y cuando el cura se disponía a darle un trancazo definitivo, la pequeña fiera, al sentirse acorralada, se la abalanzó al anciano, dándole un certero arañazo en el cuello, con tanto tino que le cortó la yugular. El viejo cura comenzó a sangrar profusamente y terminó desvaneciéndose.

El lunes por la mañana, doña Rosita, como era su costumbre, se presentó en la casa del cura y al entrar se encontró con la macabra escena. El padre Bernardo estaba tirado en el piso en medio de un charco de sangre, mientras el gato asesino lamía el cuello del muerto...

(Fuente: "Esquinas de Mérida y otras leyendas", de Eduardo Azanar D. y narraciones familiares)
 
(ZOCALO/ Sipse / 03/11/2012 - 03:09 PM)

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