lunes, 29 de abril de 2013

LA BOTELLA



Javier Valdez  /Malayerba
En ese pueblo alejado del bullicio citadino, Manuel era joven y era minero. Dueño de ese pedregal que escondía oro y plata: entre cuevas, montones de tierra, rocas prehistóricas, ramerío poco crecido y caminos pelones abiertos a golpe de suelas, llantas y paso de equipo y maquinaria pesada.

Él era un hombre bueno y generoso. Tenía a treinta, cincuenta empleados. Los trataba directamente y en ocasiones prescindía de su capataz para darles órdenes o hacerles peticiones, incluso personales. Los conocía de nombre y así les hablaba. Los tuteaba, aunque ellos, con esa concepción vieja del respeto, le hablaban de usted.

Don Manuel, le decían. A algunos les respondía sin titubear que él no era ningún don. Que simplemente le llamaran Manuel. Nada de don. Ni eso de decirme señor para allá, señor para acá. A la chingada. Tú dime Manuel. Así, como lo oyes me puedes llamar.

A muchos de esos jóvenes apoyó para que estudiaran. A otros les dio para que buscaran opciones de trabajo y escuela en las ciudades cercanas, incluso fuera del país. Otorgó becas para que los que tenían hijos no dejaran la escuela, les dio servicios médicos y más de alguno durmió y vivió en alguno de los cuartos de esa casa de hacienda feudal.

Pasaron años para que aquellos jóvenes se hicieran hombres y buscaran otras opciones y tuvieran casa y mujer y trabajo. Algunos volvieron envueltos en botas de piel de anguila, cinto pitiado, camisa de seda y dólares como baraja. Manuel supo en qué pasos andaban. Allá ellos. Igual los quería y los recordaba.

Seguía siendo el señor, el patrón, el dueño. Sentado en su poltrona, en el zaguán de la casa, miraba el pueblo y el campo, y mandaba. Sus hijos habían tomado parte de las riendas de las minas. Iban y venían al campo, atendían la papelería y la administración, y se asomaban en las cavidades pedregosas buscando destellos.

Uno de esos que manejaban la droga y que habían trabajado con Manuel fue a visitarlo. Le dijo que estaba muy agradecido y quería darle un regalo. Nada hombre, no es necesario. Lo bueno es que estás de regreso, que te ha ido bien. Al día siguiente le envió un maletín lleno de billetes. Aquí le mandan un regalo. Lo abrió frente a los enviados y les dijo, No, gracias. Al día siguiente fue una caja con botellas de güisqui. Respondió que ni tomaba, pero que igual estaba agradecido. Y también la rechazó.

Sus hijos le recomendaran que aceptara alguno de esos regalos, antes de que aquello se convirtiera en un desaire amenazante: te puede matar, Apá. Llamó al generoso hombre aquel para explicarle que en la amistad que tenían no hacían falta dinero ni tomadera, pero que para brindar le iba a aceptar una botella. De esas. Bucanas.

7 de febrero de 2013.
(RIODOCE.COM.MX/Columna Malayerba de  Javier Valdez/abril 28, 2013)

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