Distrito Federal— El
16 de abril de 1964, bajo un aguacero, se llevaron de Coatlinchán la escultura
prehispánica de Tláloc, el dios de la lluvia. La gente de este pueblo de las
afueras de la Ciudad de México intentó evitar lo que consideraba un expolio
pero la pieza, al día de hoy, se encuentra en la entrada del Museo Nacional de
Antropología, en el DF.
Ese orgullo innato
de sus habitantes les ha llevado esta vez a rebelarse contra los continuos
secuestros y amenazas que se están produciendo en el pueblo, el último de ellos
el de la hija de un ganadero hace un mes.
Basta que repiquen
las campanas de la iglesia para que los vecinos de la localidad, de 13 mil
habitantes, se echen a la calle. La última vez que sonaron la gente comenzó a
linchar a un ladrón que salvó la vida gracias a la intervención de la Policía
Municipal.
“Rateros y
extorsionadores. Si los agarramos los linchamos. Sobre aviso no hay engaño”, se
lee en un muro de la plaza principal, en cuyo centro se levanta una réplica de
Tláloc. El mismo mensaje bárbaro se puede aplicar a los secuestradores, que
tienen amenazados a muchos de los empresarios del municipio, cuentan con
informantes y casas dónde esconder a las víctimas.
Al lado de un
negocio de venta de lechones vive el abogado Ignacio Arias. Su hermano Rafael,
empresario textil del pueblo, fue secuestrado en 2008. Apareció muerto un par
de días después. Le habían aplicado lo que se conoce como la llave china, un
tipo de asfixia. En busca de justicia, Arias comenzó a indagar en el expediente
de un caso destinado a agarrar polvo en cualquier archivo. El 98.5% de los
delitos cometidos quedan impunes, según un estudio del Instituto Tecnológico de
Estudios Superiores de Monterrey. “Me dijeron párale. Ya no indagues más. Hay
policías implicados. Como sigas, vas a acabar igual”.
Después recibió una
llamada. Alguien con acento norteño le pidió 30 mil pesos a cambio de no raptar
a algún miembro de su familia, de quienes dio todo tipo de datos y detalles.
Horarios, nombres de sus hijos, matrículas de sus coches. Calcula que la
extorsión duró unos 12 minutos.
Después de eso un
disparo desde el exterior atravesó una ventana de su casa y se alojó en el
techo, un recorrido que el abogado teatraliza en la puerta. Desde entonces
guarda dentro un revólver calibre 380 y un rifle del 22 con un alcance de 50
metros. ¿Piensa que detrás de todo esto puede estar gente del propio pueblo?
“Definitivamente”.
Hartos de todo esto,
22 vecinos se han reunido en varias ocasiones en secreto y se han organizado
para aplicar tareas de contraespionaje a sus propios secuestradores. En las
fiestas apuntaron matrículas de vehículos sospechosos, siguieron el rastro de
llamadas y pusieron especial atención a los forasteros. Mantienen el contacto
entre sí para apuntalar detalles y protegerse de la mejor manera.
Los encuentros han
sido tan sigilosos que la mayoría del pueblo los desconoce. Falta por ver su
utilidad. En los últimos ocho meses han sido raptados tres vecinos (los tres
volvieron a casa), una cifra alta en relación a la población. El resto vive
bajo la amenaza de que pueda ocurrirle lo mismo.
Coatlinchán, que
pertenece a Texcoco, es una ciudad del Estado de México, donde los secuestros
aumentaron durante los cinco primeros meses de 2013 cerca de un 50 por ciento
(50 en 2012 frente a 73), según la Secretaría de Seguridad Ciudadana.
La particularidad de
Coatlinchán es que es pequeño, hay cuatro o cinco apellidos para la mayoría de
sus habitantes, se parecen entre sí y se distinguen de otras aldeas hasta por
su tono de color de piel. “El tema de los secuestros y las amenazas por teléfono
es el pan de cada día”, resume Iván Romero, de 33 años, cuyo tío, un agricultor
llamado Don Julio, estuvo en manos de unos captores durante un mes. Más
reciente, en octubre del año 2012, otro vecino fue plagiado –una forma mexicana
de decir secuestrado– y a la vez la policía federal detuvo en el pueblo a
cuatro secuestradores que trabajaban en la zona.
“Estamos registrando
índices de secuestros en pequeñas localidades realmente preocupantes.
Atemorizan a toda una población”, dice Isabel Miranda de Wallace, de la
asociación de ayuda a víctimas Alto al Secuestro. ¿Cómo pudo convertirse un
municipio tradicional como Coatlinchán, familiar, dedicado a la maquila de ropa
y el engorde de ganado en un sitio donde te llaman a cualquier hora del día
para decirte que se han llevado a tu hijo, sea verdad o mentira?
Eduardo Buendía,
Lalo El de las Flores, lo achaca a la mancha urbana del DF. Cree que el
cemento, el gentío, la pobreza urbana, ha ido avanzando y devorando pueblos
tranquilos como el suyo. Buendía, de 58 años, lamenta que se hayan perdido
tradiciones como la del guajolote enterrado, cuya cabeza sobresalía de la
tierra y tenía que ser atrapado por un jinete. Cree que comenzó a ser objeto de
extorsiones el día en el que se compró una camioneta.
(EL DIARIO,
EDICION JUAREZ/ El País | 2013-07-13 | 21:57)
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