Los trabajadores del área de sanidad se habían enfrentado a varias
pero eran obstinados. Y seguían en las mismas: uno quería aprovechar los
viajes a la serranía para cazar venado, otros para ver si conseguían
alguna morrita, y unos más para practicar tiro al blanco con sus armas
de fuego.
En sus camionetas llevaban envases con los químicos que aplicaban y
repartían en las comunidades ubicadas entre sinuosos caminos. Polvos,
líquidos y demás menjurjes como parte de los programas de combate al
paludismo, casi desterrado, al dengue cuyos insectos parecían inmunes, y
a otros problemas de salud de alta incidencia, algunos de ellos, por la
temporada de lluvias.
Recorrían poblados y de tanto andarlos ya tenían conocidos. Se
entendían con la de la tienda, el de la tortillería, la de las vacas que
repartía leche ahí y más allá, policías y uno que otro soldado
realizando operativos contra la siembra de mariguana y amapola, y
narcotraficantes y pistoleros dueños de pedazos de tierra y de muchas
vidas.
Tantos viajes y convivencia, hicieron ronchas, migas y conchas: se
acomodaron en las tiendas y hasta les fiaban, se quedaban a dormir en la
casa ejidal o con algún vecino que les abriera puertas y ventanas. Con
una facilidad ya lubricada se metían y así como ingresaban salían de
viviendas, expendios de cerveza y otros locales de estas comunidades.
Ya habían ido más allá, mucho más allá, de su trabajo. La convivencia
los llevó a asistir a fiestas a las que iban vecinos de varios
asentamientos de los alrededores. Uno de ellos quiso ligar a una joven
blanca, de pelo lacio y alborotado y ojos verdes. Le ardió todo cuando
la miró y ella se le puso de frente.
La joven tenía pretendientes. Los que vieron las intenciones de aquel avisaron a otros y estos le advirtieron con el cuerno de chivo
colgando en sus espaldas: No te metas. Y reculó. A otros les hicieron
dar dos pasos atrás porque llevaban armas para practicar el tiro en las
montañas. Un retén de policías los vio y se las quitó. No los detuvieron
por las migas, pero les advirtieron.
Los militares instalaron un retén. Les informaron que no miraran de
frente a los sierreños: Puede haber pedos. Entre ellos hay muchos
narcos. No exageres, respondió uno. Los militares les hicieron señas de
que pararan. Somos de Sanidad, dijo el que manejaba, sacando la cabeza
de la cabina.
El militar los vio con desdén. Miró al hombre ese y a los otros. Les
dijo con su actuar, me vale madres de dónde o quiénes sean. Bájense,
ordenó. Uno de los trabajadores respondió por qué. El soldado se acercó.
Aquí mandamos nosotros y también los malandrines. Así que obedezcan y
déjense de mamadas. Aquí los güevitos no se enseñan, se dejan colgados
en la casa.
Órale, cabrones.
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