Para Martín Amaral: que no te ganen
toques ni piquetes.
Era un reloj muy caro.
Sumamente caro. Lo traía en la muñeca izquierda y lo tallaba como queriendo
sacarle brillo.
Lo empañaba con su aliento y
lo restregaba con la manga de la camisa musitando que ése era el reloj que le
había regalado su papá.
Así caminó, con ese reloj
pesado, frente a la secundaria. Iba a su salón, pero un joven lo interceptó. No
iba solo: cuatro o cinco más lo acompañaban. Le sacaron navajas y a pesar de
resistirse lo despojaron del reloj.
Él era tranquilo y callado.
Las buenas calificaciones no eran su fuerte, pero sí la ecuanimidad con que se
desenvolvía y la ausencia de problemas con sus compañeros.
Dio aviso del asalto a las
autoridades de la escuela y éstas les avisaron a sus padres. Luego descubrieron
que el asaltante y sus cómplices eran estudiantes del plantel, pero del turno
vespertino.
Eran los mismos que tenían en
jaque a los secundarianos de primero y segundo grado: teléfonos celulares,
relojes, pulseras, llaveros, cintos, anillos y cadenas de los del turno matutino
eran el botín cotidiano de la pandilla.
Cuando llegaron los padres de
la víctima el panorama cambió para todos. El papá era un comandante de la
policía. Se decía que era un maldito, que trabajaba para narcos. Mandó a un
grupo de investigadores a la escuela. Interrogatorios y pesquisas.
Emergieron otros jóvenes que
también habían sufrido atropellos. Con los ministeriales frente a ellos y
sabiendo que el padre de uno de sus compañeros era comandante, los otros se
animaron: dieron nombres, domicilios y detalles sobre los ataques sufridos.
Aquello revolucionó el
plantel. En un par de horas la escuela entera sabía lo que estaba pasando.
Algunas casas de los atacantes ya habían sido visitadas, otras esculcadas y
algunas más apenas ubicadas por los agentes.
Eran unas investigaciones de
a de veras. Qué impunidad ni qué nada. Vamos por esos cabrones, me vale madres
que sean menores o que sean hijos de papi, me los voy a chingar.
Así dieron con el jefe de la
banda. Llegaban ellos por la puerta de enfrente y él se les evadía brincando la
barda trasera. Hablaron con los padres y les contaron todo. Al minuto llegó el
comandante y se los dijo: si lo agarro primero, lo mato.
Quince minutos después
apareció el reloj. Un poco raspado de la carátula, pero por lo demás enterito.
La voz de la amenaza ya había
corrido por la escuela y por la colonia. Los asaltantes se refugiaron con sus
padres y después con otros amigos y familiares. Saltando techos bardas,
burlaron el operativo. Si me agarran me matan. Y así fueron huyendo.
Con la aparición del reloj la
tensión bajó de volumen. A ninguno habían atrapado. No hasta ese momento. Pero
empezaron a regresar, como sacados de la chistera, las pulseras, los teléfonos
celulares, los cintos y las billeteras, aunque vacías.
¿No que no?, repitieron
festivos los alumnos. Pero nada fue suficiente para que todos regresaran a sus
aulas en una mañana sin clases y no por eso infructuosa: los malos habían huido
y el botín había regresado a sus dueños.
Los de la banda de asaltantes
salieron despavoridos. Nadie más los volvió a ver por ahí. No se sabe si
emigraron o si les cobraron la afrenta. Pero se habían dado cuenta que ése,
efectivamente, era un reloj caro. Carísimo. Así les había costado a ellos.
Columna publicada el 15 de abril de 2018 en la edición
794 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 17 ABRIL, 2018)
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